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Clifford D. May

Bombay y los agravios por resolver

Los terroristas en Bombay no usaron rehenes como moneda de cambio. Su misión era el asesinato en masa, no una nueva ronda de negociaciones. La meta de los yihadistas militantes no es el diálogo; sino derrotar a sus enemigos.

El atentado en la India no era la prueba para medir el temple de Barack Obama que había vaticinado Joseph Biden. Pero es una prueba. Los terroristas estaban comunicando quiénes son y lo que quieren. Obama y el resto de nosotros podemos elegir entre entender qué sucede o consolarnos con ilusiones.

El periódico Times of India instruía a sus lectores diciendo que "los terroristas no tienen religión". Sonará bonito pero no tiene relación alguna con la realidad. En Bombay –como en Londres, Madrid, Bali, Nueva York, Jerusalén y tantos otros lugares– la matanza fue llevada a cabo por hombres que se consideraban yihadistas, guerreros santos que ejecutan la voluntad de Alá. Aijaz Zaka Syed, columnista del periódico Khaleej Times de Dubai, nos enfrentaba a la realidad: "¿Cuánta gente inocente tiene que morir en nombre del islam para que los líderes y los países musulmanes tomen medidas eficaces en la lucha contra estos dementes que buscan destruirnos a todos con su culto nihilista?".

Como el analista de medios de comunicación Tom Gross señalaba, el Times de Londres, la BBC, Sky News y otros medios europeos de noticias evitaron a toda costa llamar "terroristas" a esos asesinos de hombres, mujeres y niños desarmados. El término más áspero que pudieron emplear fue el de "militantes". Reuters y The Guardian, haciéndose eco de Al-Jazeera, usaron una frase que no emite ningún juicio de valor: "hombres armados". Y como Mark Steyn apuntaba, en algunos casos eran simplemente "sospechosos de estar armados" (aunque hubiesen sido fotografiados portando rifles). 

En los programas de noticias de Estados Unidos, los expertos decían que los ataques de Bombay se debían al conflicto de Cachemira. A excepción de la tortura y los asesinatos en el Centro Comunitario Judío –a ésos se los ligó al conflicto palestino-israelí– los americanos, canadienses, europeos y japoneses muertos probablemente fueron asesinados en respuesta a una variedad de otro tipo de reivindicaciones.

Pero fue aleccionador ver que los terroristas en Bombay no usaron rehenes como moneda de cambio. Su misión era el asesinato en masa, no una nueva ronda de negociaciones. La meta de los yihadistas militantes no es el diálogo; sino derrotar a sus enemigos, incluyendo a hindúes, judíos, cristianos y a cualquier musulmán que desobedezca o estorbe. Es decir, esta guerra no es para resolver agravios, con lo abundantes que pueden ser en el mundo musulmán. Solucionar estos problemas no terminará con esta guerra.

Pero alguno podría argumentar que si se resolvieran los temas de Cachemira y Palestina seguramente le quitaríamos leña al fuego. Entonces, Lashkar-e-Taiba (el grupo que al parecer está detrás de la carnicería en Bombay), Al-Qaida, los talibanes, Hizbolá, Hamás y los mulás de Irán encontrarían menos jóvenes musulmanes enfadados y susceptibles de ser radicalizados y reclutados para misiones terroristas.

Quizá. Pero si sus atentados llevaran a indios, israelíes, americanos y a otros a darles la mayor prioridad a estos asuntos –por encima de, por ejemplo, el genocidio de los musulmanes negros (a manos de musulmanes árabes) en Darfur– y a hacer concesiones significativas para resolverlos, eso nos conduciría a la conclusión de que el terrorismo tiene éxito. Y los movimientos exitosos nunca han tenido dificultades para atraer seguidores.

Más aún, seguirá habiendo millones de empobrecidos y frustrados jóvenes musulmanes desde Casablanca, pasando por el Cairo y Gaza hasta Karachi, susceptibles de militar en una ideología que les dice que ellos se merecen gobernar y que los infieles les han quitado todo lo que les falta y por lo tanto pueden matarles.

Es importante preguntarse por qué Bombay fue el objetivo y por qué lo ha sido ahora. Bombay, también conocido como Mumbai, es la capital financiera de la India. Es su ciudad más multirreligiosa y sede de "Bollywood", la meca del cine indio que produce películas con mujeres hermosas que cantan y bailan de manera exuberante. Y todo eso enfurece a los islamistas.

Además, Estados Unidos ha estado presionando al nuevo presidente de Pakistán, Asif Ali Zardari, para que combata con mayor agresividad los santuarios de Al-Qaida y los talibanes en las anárquicas provincias del noroeste de Pakistán. Espolear la tensión entre Pakistán y la India hace más difícil que Zardari mueva las tropas desde la frontera con la India a la frontera con Afganistán.

Uno quiere pensar que el presidente electo Obama es consciente de que los terroristas islamistas en todo el mundo están buscando la forma de hacer en Estados Unidos lo mismo que han hecho en la India. Tener la esperanza de que no lo consigan no es una política de acción; planificar el encarcelamiento de los autores después de que cometan su crimen, sí es una política proactiva, pero que resulta absurdamente ineficaz cuando estamos ante terroristas suicidas.

El primer ministro británico, Gordon Brown, dijo que el atentado de Bombay plantea "preguntas enormes acerca de cómo debe tratar el mundo al extremismo violento". En realidad, el atentado contesta a esas preguntas. Lo que debería ser más obvio que nunca es que hay que luchar contra los terroristas islamistas, incluso contra quienes solamente sean "extremistas violentos". Esto requiere tácticas poco caballerosas, como la vigilancia agresiva o los interrogatorios exhaustivos. O llevamos la lucha a los terroristas o esperamos a que los terroristas nos la traigan, como hicieron en Bombay. No hay una tercera opción.

El editorial del Times of India que mencioné previamente llevaba por título: "Es la guerra". Sí, sí lo es, una guerra global que empezó mucho antes del 11 de septiembre de 2001 y que no tiene visos de acabar pronto. Lo desconcertante es que siga siendo una novedad para tantos en la India, Europa y Estados Unidos.


©2008 Scripps Howard News Service
©2008 Traducido por Miryam Lindberg

Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Fundación por la Defensa de las Democracias, institución investigadora dedicada al estudio del terrorismo. 

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