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Gabriel Calzada

Kyoto, un juego de suma cero

Ahora los enemigos del capitalismo podrán decir con razón que vivimos en un sistema de suma cero, aunque éste no sea el capitalista, sino el que los ecologistas radicales nos han impuesto.

Los críticos del capitalismo siempre han acusado a este modelo socioeconómico de ser un juego de suma cero. Se dedican a difundir, día sí, día también, el viejo mito según el cual en el sistema libre de mercado lo que unos ganan constituye la pérdida de otros. Es una de tantas matraquillas falaces que repiten sin cesar los enemigos de la libertad e idólatras del dirigismo estatal. Desde la educación infantil hasta la universidad, la idea es coreada por "educadores", "maestros" y "profesores". Sin embargo, la verdad es justo la contraria: el sistema capitalista permite un formidable ritmo generación de riqueza y hace ricos a quienes, a su vez, enriquecen a las personas con las que interactúan. Sólo se puede crear una gran fortuna enriqueciendo a una gran parte de la población.

Pero en los últimos años el movimiento ecologista, verdadero refugio de todos los enemigos del capitalismo desde que comenzaran a caer los cascotes del muro que derribaron los esclavos del comunismo, ha logrado convertir nuestro sistema económico en un perfecto juego de suma cero. El cambio climático les ha dado la excusa idónea para coaligarse con políticos de izquierda y derecha e imponer un modelo en el que el crecimiento de unas industrias se lleve a cabo a costa del decrecimiento de otras. A través de la introducción del racionamiento de emisiones de CO2 y de los planes nacionales de asignación de derechos de emisión han logrado que la falacia deje de ser tal. Ahora, para que puedan surgir nuevas industrias o para que las ya existentes puedan ampliar su producción más allá de los planes quinquenales hace falta que otra empresa reduzca la suya. Esta perversión del sistema capitalista supone el mayor coste del Protocolo de Kyoto. A su lado, el coste del pago de los derechos de emisión, actualmente siete veces el monto máximo prometido por Narbona, resulta insignificante.

Por un lado nos encontramos con empresas que no pueden crecer de la forma que les pide el consumidor o que no son capaces de invertir en nuevas tecnologías porque el pago de nuevos derechos de emisión para ampliar la producción les resta unos preciosos recursos que van a parar a manos de buscadores de rentas ajenas. Acerinox, por ejemplo, ha paralizado las inversiones en España y las ha potenciado en EEUU y Sudáfrica debido a este despropósito. Por otro lado tenemos un creciente número de empresas que, en vez de dedicarse a satisfacer al consumidor para lograr el máximo posible de beneficios, buscan el beneficio que ofrece la venta de derechos de emisión. El consumidor deja de ser el soberano en este juego siniestro que guarda la apariencia de economía de mercado. En los últimos días se ha sabido, por ejemplo, que la industria de la cerámica gallega ganó más el año pasado vendiendo derechos de emisión que produciendo para sus clientes.

El siguiente paso lógico en esta cadena intervencionista es ver cómo las industrias que sacan partido del racionamiento montan sus lobbies en Bruselas para que las decisiones políticas en torno a los derechos de emisión les sigan siendo propicias. Ahora los enemigos del capitalismo podrán decir con razón que vivimos en un sistema de suma cero, aunque éste no sea el capitalista, sino el que los ecologistas radicales nos han impuesto.

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