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Gabriel Calzada

Un pequeño paso para el hombre...

Si estas regulaciones y exigencias administrativas hubiesen existido a comienzos del siglo XX, los hermanos Wright no hubiesen podido despegar un solo palmo del suelo

El pasado día 18 de enero tuvo lugar la presentación pública del nuevo Airbus A-380. La ciudad francesa de Toulouse se vistió de gala para tan importante acontecimiento en la historia de la industria aeronáutica. La ocasión y los exagerados comentarios lanzados al aire por los protagonistas del acto, invitan a reflexionar sobre el desarrollo, el estado actual y el futuro de la conquista del espacio –tanto interior como exterior– por parte de los seres humanos.
 
De manera somnolientamente previsible, los mandatarios europeos que se congregaron para celebrar tan solemne presentación en sociedad declararon que la parte pública de los más de 12.000 millones de euros invertidos en el desarrollo del avión son moco de pavo si se compara con el hito que esta máquina representa en la historia de la aviación, que “cuando Europa une sus fuerzas no tiene límites para sus objetivos”, “que cuando uno contempla ese monumento a la inteligencia, a la esperanza, a la fuerza y a la capacidad de progreso del ser humano, llega a una conclusión: Europa es imparable” y, ya puestos, proclamaron la superioridad de la industria aeronáutica europea sobre la estadounidense. Sin embargo, la perspectiva que da el poco más de un siglo trascurrido desde que los hermanos Wright hicieran volar con financiación privada el primer aeroplano sugiere que el avance de la aeronáutica a ambos lados del Atlántico no haya sido tan espléndido como para que lancemos voladores.
 
En realidad, la industria aérea se desarrolló de manera vertiginosa entre 1903 y 1938, periodo en el que fue verdaderamente libre y privada. Como botón de muestra conviene recordar que 1927 ya se había cruzado el océano Atlántico. En apenas 35 años, se pasó de meras ilusiones a una situación muy parecida a la de hoy en día. Sin embargo, desde 1938, la Civil Aeronautic Board –y sus réplicas europeas–, con su maraña de legislación reguladora del cielo, empantanó de tal forma este mercado que hasta su abolición definitiva en 1985 la industria apenas pudo superar los hitos de aquellos años gloriosos. En Europa, la desregulación todavía no se ha completado y la participación de estados europeos en importantes consorcios como Airbus sigue lastrando su potencial. Aún así, la parcial privatización que se ha venido realizando en los últimos 10 o 15 años da como resultado importantes mejoras relativas como la creación del A-380.
 
La importancia de esta lección es fundamental, no sólo para que podamos tener vuelos más rápidos, seguros y baratos entre diversas latitudes y longitudes del planeta sino, sobre todo, para que la conquista del espacio exterior sea pronto una vertiginosa, enriquecedora y exitosa aventura. Y es que cuando el 20 de julio de 1969, Neil Armstrong y Buzz Aldrin se convirtieron en los primeros seres humanos en poner su huella sobre la Luna, los ciudadanos de medio mundo estaban seguros de haberse convertido en espectadores de una fulgurante carrera espacial que antes del cambio de milenio haría normal la colonización de planetas cercanos y los vuelos regulares al espacio. Sin embargo, nada de eso ha sucedido. En cambio, la enorme regulación en este campo ha motivado que desde entonces se haya avanzado poco y a un elevadísimo coste si quitamos la pura aplicación de tecnologías como la informática a los viajes espaciales.
 
Los ejemplos del lastre estatal en la innovación espacial son un plomazo insoportable. La Estación Espacial Internacional (ISS) –por empezar con el Ave Fénix de la aeronáutica gubernamental– es una broma pesada si atendemos a su coste y a los pocos habitantes y experimentos que su diseño permite albergar. En cambio, el empresario de Las Vegas Robert Bigelow y su compañía Bigelow Aerospace están construyendo, y planean poner en órbita, una estación espacial mucho más barata y práctica que la ISS. Por otro lado, la NASA ha reconocido que el proyecto privado para poner al hombre en la Marte y conocido como “Zubrin” es un 95% más barato que el proyecto gubernamental Mars Direct. De modo similar, mientras las agencias gubernamentales de Europa y EEUU no han sabido hacer otra cosa que mamar de la ubre estatal, Dennis Tito, el empresario norteamericano que se convirtió en el primer turista espacial, abrió los ojos quienes pensaban que las aventuras espaciales y la rentabilidad eran incompatibles.
 
Prestemos atención a los efectos de la desregulación de las compañías aéreas estadounidenses en que tuvo lugar en 1978. Ésta dio lugar una reducción del 30% en el precio medio de los billetes de avión y los pasajeros anuales pasaron de 275 millones a los 650 millones de americanos que volaban en el año 2001. Por eso no parece muy aventurado especular que la única forma de reducir el altísimo coste de los viajes espaciales es su completa privatización. Después de todo, no ha sido el estado sino la iniciativa privada la que ha desarrollado, innovado y reducido el coste de producir infinidad de bienes y servicios como la telefonía, la automoción o los ordenadores personales. Del mismo modo, un primer paso para entrar en la era dorada de los vuelos espaciales sería la privatización de la NASA y la Agencia Espacial Europea.
 
Además, la efectiva conquista del espacio que permitiría la desregulación aeroespacial así como la privatización de las gigantescas moles públicas que hoy dirigen el mercado, acabará con el galimatías ecologista acerca de los recursos. No sólo porque como ocurre en la Tierra el mercado libre tiende siempre a reducir la escasez relativa de los recursos sino porque nos daremos cuenta de la minúscula proporción de recursos que hemos llegado a utilizar para satisfacer algunas de nuestras necesidades. Dejemos que el ser humano adapte, en libertad, el medio a su naturaleza y no le obliguemos a que actúe al revés como si fuese un mero animal. No cabe duda de que podrá colonizar Marte y todo el Sistema Solar. Pero para que eso ocurra primero será preciso que el estado deje de entorpecer la actividad de individuos que sueñan con la conquista del espacio.
 
Una historia que invita a la esperanza es el del Ansari X-Prize. La familia Ansari, originaria de Dallas, dotó 10 millones de dólares para el primer equipo que lograse poner dos veces una aeronave a más de 100 kilómetros de la tierra –y en menos de dos semanas– con financiación privada. Desde que fuera anunciado, el Ansari X-Prize ha incentivado la aeronáutica privada de forma similar al incentivo que para Charles Lindbergh y otros aviadores civiles supuso en la década de los años 20 del siglo pasado el Orteig Prize. Tanto ha sido así que el premio tiene dueño desde el pasado verano cuando el SpaceShipOne logró realizar con éxito los dos vuelos sin un solo céntimo de ayuda gubernamental.
 
Pero las compañías aeronáuticas privadas tienen que lidiar hoy en día con un vendaval de absurdas regulaciones creadas aparentemente para dar de comer a la burocracia que ha crecido con las agencias espaciales estatales. Si estas regulaciones y exigencias administrativas hubiesen existido a comienzos del siglo XX, los hermanos Wright no hubiesen podido despegar un solo palmo del suelo. El espacio necesita las mismas premisas básicas que permitieron el avance de la frontera americana –respeto a la colonización que transforma objetos en bienes útiles para el hombre, a la propiedad privada y a los intercambios voluntarios– y que han hecho de la tierra ese lugar en el que la escasez se iba haciendo cada día menos asfixiante para el florecimiento de nuestra especie. Bajo esas condiciones, el pequeño paso que ha dado el hombre con la creación del A-380 abriría camino para un gran salto de la humanidad en su anhelada carrera por conquistar el universo.
 
Gabriel Calzada Álvarez es representante del CNE para España y Latinoamérica.

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