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Bush y la guerra contra el terror

Pero los americanos sí vivieron en su carne la tragedia, para la que estaban especialmente mal preparados. La disimetría en la profundidad de las heridas psicológicas ha sido una fuente inagotable de equívocos e incomprensiones trasatlánticos

Los índices de aprobación de Bush han ido disminuyendo, situándose un poco por debajo del 50%, y en los últimos tiempos los americanos se preguntaban dónde estaba el presidente. Una reaparición resultaba ya imperiosa y finalmente se ha producido con un discurso en Fort Brag el pasado martes 28 de junio, centrado en un único tema: Irak como frente central en la guerra contra el terror.
 
La erosión de su popularidad está dentro de lo normal para un presidente en su segundo mandato, considerado casi como por definición, según la jerga política americana, como un pato cojo, alguien que no puede incidir de manera decisiva en el futuro político de los suyos. No es del todo verdad. Su voluntad podría ser determinante en la elección del futuro candidato republicano, lo que no es una baza pequeña.
 
Por otro lado, la pérdida de puntos en la estima pública tiene que ver también con temas internos. Su proyecto estrella en ese campo, la reforma del sistema de pensiones, con un fuerte componente privatizador, se ha encontrado con un número excesivo de resistencias. Pretende salir al paso de una bancarrota a largo plazo del sistema centralizado, rompiendo al mismo tiempo la dependencia de muchos ciudadanos respecto al estado, que es agua para el molino demócrata. La intensidad de las resistencias, incluso en su propio campo, demuestra hasta qué punto los líberals, socialistas en términos europeos, han conseguido empotrar en la sociedad abierta y competitiva americana un elemento socializante que puede irse convirtiéndose paulatinamente en una losa para la economía y que apunta en cierta medida hacia un voto cautivo que les favorece.
 
Pero la cuestión de la marcha de la guerra y en términos más generales de todo el proyecto democratizador del Oriente Medio no ha dejado de ser un peso importante en el ánimo de los ciudadanos, una fuente de dudas y desilusiones. Los que opinan que se trata de la guerra equivocada han sobrepasado ya, aunque no por mucho, la cota del 50%. Ello ha llevado de nuevo a un revuelo de comparaciones con Vietnam. Pero entre otras muchas diferencias respecto a la guerra de Indochina está el hecho de que, a pesar del aumento del escepticismo sobre lo bien fundado de la intervención en Irak, una clara mayoría sigue pensando que es mucho lo que allí está en juego y que bajo ningún concepto el país puede permitirse el lujo de perder.
 
A pesar de otros contratiempos respecto a la opinión pública, ese es el sólido suelo que Bush pisa en al lanzar una contraofensiva pública para recuperar el terreno perdido. En contra tiene las dificultades objetivas de la empresa en el Medio Oriente y ciertos rasgos caracterológicos de sus conciudadanos, muy dados al triunfalismo y poco a la paciencia para soportar situaciones insatisfactorias. Pero, sobre todo, Bush tiene que bregar con el olvido y la progresiva curación del trauma del 11-S. Bastante de lo que ha sucedido desde entonces se explica en términos psicológicos. Gran parte del mundo se sintió horrorizado y prestó su solidaridad a los americanos, pero no era su tragedia y el impacto fue superado en pocas semanas. Con la intervención en Afganistán muchos empezaron enseguida a denunciar la prepotencia americana. Sólo la rápida victoria detuvo esta deriva. Con el tiempo se puso en marcha un proceso de beatificación de Afganistán para denigrar mejor a Irak.
 
Pero los americanos sí vivieron en su carne la tragedia, para la que estaban especialmente mal preparados. La disimetría en la profundidad de las heridas psicológicas ha sido una fuente inagotable de equívocos e incomprensiones trasatlánticos y, más ampliamente, entre Estados Unidos y el resto del mundo. Más lentamente y de forma menos generalizada también en Estados Unidos se desarrollan los mecanismos de curación y olvido, llegando a la amnesia, como en el caso de algunos destacados congresistas americanos que parecen haber borrado de la mente sus inequívocas palabras de denuncia del peligro Iraquí, ya desde los tiempos de Clinton, y de apoyo sin reservas a la intervención armada para derrocar al déspota de Bagdad. Esa amnesia es el caldo de cultivo en el que florecen las mentiras contra la guerra, presentándola poco menos que como un capricho pueril de Bush, secuestrado intelectualmente por una cábala de neocons.
 
La respuesta de Bush ha sido reinsertar la operación de Irak en la guerra contra el terror, como su episodio central, citando expresamente la idéntica valoración que desde el extremo opuesto hace Bin Laden, el generalísimo enemigo, tratando de confirmar la generalizado convicción de los americanos de que perder la guerra tendría un coste insoportable para la seguridad de los Estados Unidos y su papel en el mundo. La tragedia londinense ha tenido como efecto no deseado por parte de sus autores revivir el sentimiento de horror entre los americanos y avivar la solidaridad con sus más fieles aliados.

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