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Egipto y sus revoluciones

Un Egipto en caída libre en el plano económico vuelve a estar en un callejón de muy dudosa salida.

Un Egipto en caída libre en el plano económico vuelve a estar en un callejón de muy dudosa salida.

Los confusos acontecimientos que han tenido lugar en Egipto desde que el jueves 22 de noviembre el presidente Morsi publicara un escueto decreto constitucional son el perfecto reflejo del confuso carácter de los cambios experimentados por ese país desde el inicio de las manifestaciones contra Mubarak, el 25 de enero de 2011. Puede hablarse de revolución, dada la envergadura de las transformaciones; el problema es que hay varios intentos revolucionarios entreverados, contradictorios y todos ellos incompletos, por cuanto ninguno ha alcanzado su objetivo, y además perviven elementos importantes del viejo orden. 

La revuelta la desencadenaron jóvenes de ideologías democráticas, liberales o socialistas, inspiradas en modelos occidentales. Se les suele denominar con el vago término de secularistas. Desde la misma gestación del movimiento fueron infiltrados por agentes de los fundamentalistas Hermanos Musulmanes, que pretendían llevar el agua a su molino, hacer que otros lanzaran la piedra mientras ellos mantenían oculta su mano. Lo menos que puede decirse es que lo consiguieron, no en vano alcanzaron, con los más radicales salafistas, una amplia mayoría en las elecciones legislativas.

El Parlamento eligió una llamada Asamblea Constitucional –denominarla comité resultaría muchos más claro– que acabó siendo disuelta por razones legales por un tribunal; tribunal procedente, como hasta hoy día la totalidad del aparato judicial, del régimen anterior. Se formó entonces una nueva asamblea/comité constitucional, que inició sus trabajos. A continuación los jueces disolvieron la Cámara Baja, de forma que cuando la república tuvo su presidente electo –Morsi, de los Hermanos Musulmanes–, éste se encontró con los poderes Ejecutivo y Legislativo en sus manos, pese a haber sido elegido por poco más de la mitad de los votantes en unos comicios donde tenía por rival a un hombre del régimen militar y en los que la mitad del electorado se abstuvo. 

Se daba por supuesto que el peligro para la nueva situación procedería del estamento castrense, pero pronto Morsi pareció conseguir distanciarse del mismo mediante una hábil maniobra, por la que sustituyó a todos los jefes militares por sus felices segundos. Les mantendía todos sus privilegios económicos a cambio de que se apartaran de la política, aunque luego se ha visto que las pretensiones de los uniformados en ese campo siguen siendo de envergadura. 

Cuando Morsi, fortalecido internacionalmente por su mediación en el alto el fuego en Gaza, lanza su decreto para asumir unos poderes que tienen mucho de dictatoriales y blindarse frente a la acción de la justicia, todas las oposiciones se unen y la plaza Tahrir, centro permanente de protestas, vuelve a ser un hervidero, sólo comparable al de los primeros días de la revolución. Morsi se envuelve en la legitimidad revolucionaria, que siempre justifica toda acción que se presente como defensiva de la Gran Causa y en contra de sus enemigos, que automáticamente lo son del pueblo. Pero, con poco más del 26% del electorado, y estando como están ahí las poderosas pervivencias del viejo sistema en votos e instituciones (ejército, justicia, policía), lo que ha conseguido ha sido unir a la oposición democratizante como nunca lo había estado. El tiro le ha salido por la culata.

Así pues, un Egipto en caída libre en el plano económico vuelve a estar en un callejón de muy dudosa salida

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