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El problema de la inmigración

Desde luego es una exageración afirmar que todos los musulmanes son terroristas, pero tampoco deja de ser cierto que si no tuviéramos bolsas musulmanas en nuestro suelo, el 11-M no habría sido posible.

El país anda revolucionado ante la avalancha de inmigrantes ilegales que cada día arriba a nuestro suelo. Los canarios demandan la instalación de un sistema similar el empleado por la Guardia Civil para controlar el estrecho, el famoso SIVE. Incluso se pide ayude a la Armada para poner fin al flujo de los cayucos, las nuevas pateras.

El hecho es que es verdad que nos encontramos ante un fenómeno nuevo tanto por su intensidad como por su duración. Lo malo es que lo que estamos viendo ahora es sólo el comienzo de algo que por fuerza va a ir a peor. Por fuerza porque depende de dos variables: la galopante demografía de nuestros vecinos del sur que vuelve del todo imposible la integración de millones de jóvenes en su sistema económico y social; y las expectativas de riqueza y bienestar que ofrece Europa. No nos engañemos, mientras España siga creciendo y disfrutando de una buena calidad de vida, los inmigrantes seguirán sintiéndose atraídos por nuestro país. No en balde se concentran en las autonomías más ricas y dinámicas.

Controlar los flujos es una tarea condenada al fracaso por muchos medios que se pongan. Nadie va a ordenar hundir un cayuco, o abandonar a unos pobres desgraciados a su suerte en alta mar. Lo que se podrá hacer es canalizar las rutas de llegada, pero poco más.

Lo que sí puede y debe hacerse, no obstante, es acabar con el cinismo legal que rodea todo el asunto. Si un inmigrante viene a España y encuentra trabajo es porque el mercado y su juego de la oferta y la demanda se lo permiten. Pero lo que no se debe permitir es que llevados por el buenismo y el humanitarismo mal entendidos un emigrante ilegal tenga más derechos de facto que uno legal o, incluso, que un español nativo. Es más, lo que no debe admitirse nunca, salvo que uno esté dispuesto al suicidio, es que un inmigrante crea que tiene garantizada la residencia burlando la Ley o que, siendo ya legal, puede acceder a la nacionalidad española cumpliendo unos fáciles trámites administrativos.

El problema de la inmigración no tiene por qué ser un problema económico y si es un asunto de seguridad ciudadana es porque la legislación actual favorece a la criminalidad extranjera, que encuentra en España un marco más que permisivo. Pero la inmigración sí plantea un problema real, el de la identidad nacional. Desde luego es una exageración afirmar que todos los musulmanes son terroristas, pero tampoco deja de ser cierto que si no tuviéramos bolsas musulmanas en nuestro suelo, el 11-M no habría sido posible. Cuando ciertas prácticas religiosas, como el Islam, o actitudes nacionales, árabes y norteafricanas, impiden la plena integración, es la identidad española lo que se pone en juego si a sus descendientes, por ser nacidos en tierra de España, se las da gratuitamente nuestra nacionalidad. Esa es una triste realidad de la que los franceses ya cuentan con una amarga experiencia.

La economía exige inmigrantes. Bienvenidos sean mientras se comporten como personas de bien. Que les caiga el castigo merecido, incluida la expulsión por vía rápida administrativa, si delinquen. Pero España no necesita de españoles que no lo son más que en sus pasaportes de nuevo cuño. Ahí radica el problema. Los Mustafá, Mohamed, Amil y demás, aunque sean nacidos en Lavapiés, responden a otros parámetros de identidad y comportamiento. Y la integración no puede consistir en darles todos los beneficios sociales sin exigir nada a cambio. Es más, no puede consistir únicamente en concederle el derecho a ser como son, esto es, respetar que sean distintos a nosotros. De seguir actuando así por nuestra parte, acabaremos dominados cultural e identitariamente. Es cuestión de tiempo y de matemáticas.

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