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Entre el laicismo rabioso y la rabia mística

Frente al muy exiguo número de los que rechazan públicamente la barbarie, son incontables, los que justifican teológicamente las acciones violentas.

Hay que ser justos y precisos. Los arrebatados por el vandalismo místico no han sido los mil quinientos millones de musulmanes, ni unos pocos millones, ni siquiera cientos de miles. El mayor número de víctimas de sus arrebatos, en todas su formas, sanguinarios o incruentos, se da entre sus propios correligionarios y las disidencias dentro de su religión conviven malamente y con frecuencia son tratadas con mayor furia de la que dedican a los infieles. Ni asomo de tolerancia para el "apóstata". En Pakistán las matanzas de chiítas son continuas y en todo el Magreb no hay una sola mezquita de esa importante rama del islam. En Madrid hay doce. El 99,99% de los musulmanes nunca ha cometido un acto de violencia física contra alguien de otra religión, por el hecho de serlo. Eso es muchísimo mejor que todo lo contrario, pero dista mucho de ser lo suficientemente bueno.

Queda todavía un intolerable margen de maldad, dentro del cual se inscribe el deslumbrador destello de la ausencia de condenas. Estamos todavía esperando un vendaval de fatuas que repudien rotundamente los actos de megaterrorismo cometidos antes y después de su culminación el 11-S y las correspondientes manifestaciones pacíficas pero masivas contra esa lacra que ensucia a todo el Islam. Algún tímido ejemplo hay de lo primero, pero lo que falta raya la infinitud. Mucho más de fondo es el problema de que la minoría de los que se ven impelidos a abominables acciones lo hacen en cumplimiento de mandatos y exhortaciones que creen encontrar literalmente en su libro sagrado, por los que recibirán el máximo premio en el otro mundo. Nada menos que 66 aleyas coránicas incitan a dar muerte a judíos y cristianos, según contaba ayer un profesor de islamismo en Más se perdió en Cuba. Y eso que ambos, como "gentes del libro", tenemos un tratamiento especial en el Islam. Al fin y al cabo Moisés y Jesús son para Mahoma dos grandes precursores que sólo él supera. Ese tratamiento no pasa de una humillante tolerancia con drásticas limitaciones en los derechos civiles.

Los textos inspirados nos conducen al corazón de los creyentes. Frente al muy exiguo número de los que rechazan públicamente la barbarie, son incontables, por falta de métrica para medir lo insondable, los que justifican teológicamente las acciones violentas e incluso las celebran. Incontables pero infinidad de indicios apuntan a porcentajes muy altos. Una de las características fuertes de gran número de los discípulos de Mahoma es su sagrada alergia a la reciprocidad, sin duda de origen también canónico. Cualquier crítica es islamofobia, pero ellos no se recatan de innumerables muestras de intensa alterofobia practicante: la activa militancia contra lo distinto.

Frente a ello nuestra civilización parece, con frecuencia, que el valor que más apreciara fuera el de no tener ninguno, desde luego ninguno de los que la formó durante siglos. Exhibimos una blandura y pasividad de derrotado preventivo. Prácticamente no se informa de las atrocidades a las que están sometidos en muchos países arabo-islámicos los que viven la religión de la que procedemos. Ni importa ni conviene incomodar a los perpetradores. ¡Líbrenos Dios de islamofobias! Esa información sería el punto de arranque de cualquier reacción vital por nuestra parte, pero no estamos por la labor. Seguimos en el punto cero.

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