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Erdogan y las dos Turquías

Lo único seguro es que ya nada será igual, y Erdogan se ha convertido en un factor de enconada y profunda división.

Lo único seguro es que ya nada será igual, y Erdogan se ha convertido en un factor de enconada y profunda división.

Una de las dos Turquías ha de helarte el corazón, podría muy bien decirle un poeta a sus compatriotas. En sus tres victoriosas elecciones en una década, Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) han visto ir aumentando su apoyo hasta llegar en las últimas (2011) a situarse a unas centésimas del 50%. Lo han conseguido movilizando una Turquía profunda, rural o de clase baja urbana, islámica, así como muchos descontentos con el establishment republicano, de burguesía urbana más o menos secular, instalado en sus privilegios, corrompido. A medida que el país superaba sus problemas económicos de finales del siglo anterior e inicios de este, crecía, agrandaba su imagen internacional, el AKP iba sumando adeptos. Ahora vemos que era un préstamo condicionado, no una arrebatada conversión.

El gran Erdogan, internacionalmente admirado, idolatrado por su base, tuvo su mejor momento en la única crisis con la que tuvo que enfrentarse antes de la actual. En 2007 había elecciones presidenciales, además de parlamentarias. El AKP presentaba a Gül, cofundador del partido junto con el primer ministro. Los elementos seculares, herederos de Atatürk, veían peligrar las esencias republicanas con un presidente militantemente islámico. Erdogan apeló a los mejores sentimientos democráticos de juego limpio, igualdad de derechos, renovación del país. Ganó la partida y le infligió una dura derrota a los militares, uno de los puntales de la política tradicional, en su proceso de someterlos por completo. Su movimiento no sólo aportaba prosperidad, renovación, también creciente unidad. Pero la oposición, aunque fragmentada e impotente, representaba el otro 50% de los votantes. El Partido Republicano Popular, guardián de la tradición kemalista, obtuvo en 2011 la mitad de los votos del gobernante AKP, un cuarto del total.

Érdogan, un gran luchador, creyente radical, hombre hecho a sí mismo desde los niveles más humildes, que siempre ha vivido con resentimiento hacia la élite que lo había mirado por encima del hombro y llegó a meterlo en la cárcel por desplantes islamistas, no es ni nunca ha sido un demócrata, ni de corazón ni de cabeza. Susceptible y quisquilloso en extremo, su naturaleza más íntima y el endiosamiento que le han producido sus éxitos lo han llevado a actitudes cada vez más autoritarias e intransigentes, tanto en el gobierno del partido como en el de la nación, incluso en sus relaciones con otros países: véase el caso de Israel, en otros tiempos casi aliado de Turquía.

Cuando un puñado de ecologistas se la montaron al alcalde de Estambul por su pretensión de cortar unas pocas docenas de árboles en el centro de la abigarrada ciudad, la respuesta del jefe del Gobierno fue desatar un violenta represión policial que convirtió el pequeño y localizado acto inicial en una gran manifestación opositora que se ha extendido a más de 70 ciudades, con varios muertos, cinco mil heridos y miles de arrestados. La violencia verbal no ha tenido nada que envidiar a la física. Esta vez el líder ha apelado abiertamente a los peores instintos de sus masas, dispuestas a creerse devotamente las más grotescas acusaciones. La crisis está en marcha desde la primera represión, el 30 de mayo. Lo único seguro es que ya nada será igual, y Erdogan se ha convertido en un factor de enconada y profunda división.

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