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Estado de la Unión, estado del mundo

El ritual discurso sobre el Estado de la Unión de los presidentes americanos a finales de cada mes de enero es obviamente oficialista, pero es observado minuciosamente dentro y fuera del país. El de Obama el pasado martes 24 tiene un fuerte sesgo electora

El camino que tome la más poderosa Unión tiene importantes repercusiones en la marcha del resto del mundo, máxime en una época de cambios en la que hay grandes naciones insatisfechas con un sistema internacional  en el que predominan normas e ideales democráticos, que perciben como una cortapisa a la expansión de su influencia e incluso como una amenaza a su orden interno.

El ritual discurso sobre el Estado de la Unión de los presidentes americanos a finales de cada mes de enero es obviamente oficialista, pero es observado minuciosamente dentro y fuera del país por las razones apuntadas más arriba y porque de hecho suele tener suficiente substancia como para justificar esa atención. El de Obama el pasado martes 24 tiene un fuerte sesgo electoral, como corresponde a un presidente que pretende la relección, e interesa más por lo que silencia que por lo que dice.
 
Para el mundo lo importante es si los Estados Unidos querrán y podrán seguir siendo la locomotora de la economía mundial y los apuntaladores del orden internacional a escala planetaria. En el primer aspecto, en el que todos podemos salir ganando o perdiendo, no hay nada para levantar los ánimos deprimidos y en el segundo no se hace más que confirmar lo dicho unos días antes: La hiperpotencia está en vías de recortar considerablemente el instrumento militar que apoya la estabilidad internacional.
 
Obama, que es con probabilidad el presidente que más ha dividido a sus conciudadanos en toda la historia, tiene fervientes partidarios siempre prestos a defender todo lo que dice y hace. Lo excepcional en esta ocasión es que hasta en su campo se han producido ciertas críticas sin precedente. Algunos han señalado el exceso de electoralismo, la ausencia de un plan económico de entidad y desde luego los silencios. En su primer año un presidente enuncia sus planes y prioridades pero cuando se inicia el último de su mandato hace balance de realizaciones. Obama ha pasado como sobre ascuas respecto a su proyecto estrella, el que realizaba sus sueños y lo convertiría en uno de los grandes de la historia nacional, la reforma sanitaria, conocida popularmente como Obamacare, que le hará dar al estado un paso de gigante en su control sobre la economía y la sociedad. Utilizó sus mayorías parlamentarias para hacérsela tragar a la oposición republicana, no ya sin negociaciones y acuerdos, sino incluso sin discusión. Fue la gota que colmó el vaso del conservadurismo popular y contribuyó a desencadenar el movimiento del Tea Party. Cara a los comicios de noviembre resulta ahora una carga que ha preferido silenciar.
 
Obama expuso una colección de pequeñas medidas, probablemente mucho más arbitristas que prácticas, y el apoyo del estado a toda una serie de iniciativas sociales, todo ello a costa de incrementar el gasto público. En cuanto a la financiación, Obama ha encontrado el remedio mágico, convertido ya en tema central de su campaña: aumentar los impuestos de los más ricos. Pero sin cifras.

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