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Incógnitas malienses

La inseguridad en Libia ha tenido, tiene y seguirá teniendo efectos perversos en toda la región, incluido Mali.

El 1 de julio se prevé el despliegue de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Mali (Minusma), y el día 28 del mismo mes se da también por seguro que se celebrarán las elecciones presidenciales en este atribulado país. Pero está por ver si el deber se impone o si las rémoras que en materia de seguridad siguen perdurando en el terreno obligan a alterar el calendario o a cumplirlo pero sin que ello sirva necesariamente para estabilizarlo.

Para convencerse de tan cartesiano plan, los que se lo creen también creen que el acuerdo provisional alcanzado hace días en Uagadugu, capital de Burkina Faso, entre grupos tuareg y las autoridades de Bamako pone fin al enquistado conflicto intercomunitario, y que la dispersión (que no derrota) de los terroristas yihadistas salafistas ha hecho perder a estos el protagonismo central que, lamentablemente, han tenido durante más de un año. Como parece que ahora los terroristas son más visibles en vecinos como Níger o Nigeria, o en países próximos como Libia, algunos despistados concluyen que la Operación Serval y el apoyo africano a la misma han coadyuvado a que la amenaza terrorista sea ya historia.

Pero el problema o, mejor, los problemas siguen ahí, independientemente de que se manifiesten o no cotidianamente. Mali sigue siendo un país donde los terroristas anidan, secuestran; donde los tráficos ilícitos y la corrupción no han mejorado –si es que se pretendía lograrlo– con la intervención militar, ni los desplazados y refugiados han vuelto masivamente a sus lugares de origen por haberse restaurado la seguridad. Ni unas simples elecciones ni un acuerdo (provisional) firmado por sólo algunos actores va a poner fin a décadas o siglos de desencuentros.

Los terroristas tienen que ser vencidos y no sólo desplazados a otro sitio, y ello implica seguir animando la intervención contundente contra ellos, dentro y fuera de Mali. La inseguridad en Libia ha tenido, tiene y seguirá teniendo efectos perversos en toda la región, incluido un Mali cuya inestabilidad endémica se vio agravada exponencialmente gracias a que algunos irresponsables se precipitaron para derrocar al demonizado Muamar el Gadafi. Hoy Libia está cada vez más ensangrentada, y los yihadistas que en ella se han impuesto, ante la mirada de tantos despistados, asesinaron al embajador estadounidense y a tres de sus colaboradores en septiembre; también asesinan impunemente en Siria, con la excusa de estar coadyuvando a derrocar a otro tirano. Comprobamos también cómo la obnubilación democratizadora de algunos en 2011 –en Libia, Túnez o Egipto– se quiere imponer también en Siria.

Mali es, pues, un país que sufre de conflictos muy antiguos y de rémoras de origen natural (sequías, plagas) y humano (corrupción, terrorismo) muy variadas, e implica mucho trabajo para todos nosotros, si es que queremos contribuir a arreglarlo. Son problemas que no se resuelven sólo desplegando una misión de la ONU o poniendo una urna para que la población vote.

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