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No es casual

Hagámonos a la idea de que a más decadencia europea y mayor éxito estadounidense, el antinorteamericanismo irá a más entre nosotros

La campaña electoral en los Estados Unidos ha sido una nueva oportunidad para comprobar el excelente estado de salud del antinorteamericanismo en España. Hemos descubierto que Kerry, el siempre hierático y distante senador bostoniano, hasta hace nada desconocido entre nosotros, despertaba pasiones entre los españoles. Y eso a pesar de compartir con su rival la mayor parte de los principios que han regido la política exterior norteamericana en los pasados cuatro años. ¿Qué encanto oculto tenía para despertar tantas pasiones? Cabe sospechar que, en realidad, el senador no era el objeto de admiración, sino que se le valoraba como mero instrumento para derrotar al máximo responsable de la foto de las Azores. No es verdad que se rechace una América porque se defiende a la otra. Por más vueltas que se le de al tema, republicanos y demócratas están de acuerdo en lo fundamental, precisamente ese conjunto de ideas que nuestros izquierdistas patrios rechazan con tanto furor.
 
Varios son los elementos que configuran este rechazo de la civilización norteamericana, pero hay dos que merecen cierto detenimiento por lo mucho que revelan de nuestra política nacional.
 
La democracia norteamericana es la expresión de una cultura política que tiene su fundamento en las comunidades religiosas de iglesias dissenters, que abandonan Inglaterra en busca de unos nuevos territorios donde desarrollar sus ideales. Como Tocqueville describió con extraordinaria inteligencia, no se puede entender ese modelo de convivencia, en el que desempeña un papel esencial la responsabilidad individual, sin tener en cuenta la influencia de estas iglesias en la formación de un conjunto de principios y valores que vertebran la vida social.
 
La democracia norteamericana es, también, hija de la Ilustración y la filosofía liberal, las ideas que habían triunfado en Inglaterra y que los colonos trasladaron a las colonias con el ánimo de perfeccionar su aplicación, de extraer de ellas todo el potencial que las rigideces de los regímenes europeos impedían desarrollar.
 
¿Cómo puede aceptar nuestra izquierda que la democracia más avanzada, aquélla que ha permitido a Estados Unidos disfrutar de bienestar, convivencia y desarrollo hasta límites nunca antes conocidos y que se fundamenta en principios tan "reaccionarios" como la religión y el liberalismo, pueda ser un modelo para todos nosotros? Cuando el Partido Socialista se inventa problemas para combatir gratuitamente a la Iglesia Católica, cuando se plantean políticas sobre la homosexualidad que casi nadie demanda, cuando la filosofía liberal sigue siendo despreciada como un resto del viejo egoísmo burgués, cuando las instituciones tradicionales que han dado sentido a nuestras sociedades, desde el matrimonio al estado, son puestas en duda, no puede ser casual el resurgir del antinorteamericanismo. Desde una Europa en decadencia, que ve como su capacidad productiva y su productividad se reducen, el éxito del modelo norteamericano supone una irritante comparación.
 
Cuando se ha llegado a la democracia desde el leninismo, y no se han hecho las necesarias reconversiones, las cosas se ven de otra manera. La democracia entonces no es tanto un conjunto de valores como un mecanismo de toma de decisiones. Hagámonos a la idea de que a más decadencia europea y mayor éxito estadounidense, el antinorteamericanismo irá a más entre nosotros.

GEES, Grupo de Estudios Estratégicos

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