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Nuestras misiones en el exterior

Seamos realistas: no hay dinero para apuntarse a las misiones internacionales que vayan surgiendo; y de hecho, no lo hay ni para seguir manteniendo las que tenemos en el exterior. Hay que decidir cuáles son nuestras prioridades.

Durante los últimos años, España ha jugado a tener una Defensa como la de los países de nuestro entorno pero dedicando a ella la mitad del dinero. La consecuencia ha sido el lógico colapso presupuestario, con un Ministerio lastrado por dos aspectos: una brutal deuda y una ineficaz gestión. No sólo se gasta mucho más de lo disponible: se gasta mal. Y un capítulo importante en el malgasto es la alegría en comprometer a nuestras tropas en misiones en el exterior, en las que España aporta poco y gasta mucho, y no obtiene beneficios en forma de más peso internacional.

De los 8100 millones de euros de gasto real en el año 2011, 890 se los han llevado las misiones en el exterior, que a menudo se caracterizan por su carácter irreflexivo. De entre todas, la misión libia ejemplifica los peores vicios. Por un lado, fue una misión cara, que hizo saltar las cuentas que, por imprevisión o mentira, dio Carmen Chacón en marzo. Entonces estaba ya claro que no sería misión de un mes, sino de muchos más, y mucho más cara.

Por otro lado, la participación española en la coalición internacional ha sido irrelevante. Su concurso no era necesario para derrocar a Gadafi; ni siquiera para el embargo de armas al bando gadafista (recordemos que al de los rebeldes le suministraban armas los mismos países de la OTAN que "ejecutaban" el embargo a las partes). El papel de los F-18 fue secundario, alejado de cualquier acción de combate real, y perfectamente prescindible para americanos, británicos o franceses. El coste total, incluido el repliegue, está en 110 millones de euros.

Tras el regreso del contingente enviado allí, quedan tres misiones principales. La primera es la de Afganistán, donde el próximo gobierno deberá gestionar, de acuerdo con los aliados, especialmente Estados Unidos, la retirada a partir de ya. La guerra ya está perdida, los talibanes se preparan y negocian para volver a Kabul, y lo más lógico es negociar con nuestro socios una salida rápida, barata y lo menos costosa posible.

La segunda es la Atalanta, donde la participación española, pese a los aspavientos de Chacón, tampoco es imprescindible, máxime cuando "per se" no está destinada a nuestros atuneros. El envío de instructores a tierra, siguiendo a los franceses, tampoco ha resultado efectivo. Aquí, al coste de 75 millones de euros al año que afirma Chacón que nos cuesta Atalanta –nosotros creemos que son más– hay que sumar el dinero que la ministro otorga para seguridad privada. Por si fuera poco, España es el país que más dinero aporta al entrenamiento de militares y policías en Somalia.

En tercer lugar, la de Líbano es la que más problemas plantea, tanto de justificación como de previsiones. Los soldados españoles allí desplazados con mandato ONU lo fueron para ayudar al gobierno libanes al desarme de la Hezboláh. Pero aquél, demasiado débil, no ha procedido al desarme, y ante los ojos de los cascos azules Hezboláh ha multiplicado su arsenal de cohetes. En cuanto al futuro, depende sólo de Hezboláh decidir cuándo y de qué manera atacará de nuevo a Israel, si es que no decide antes presionar a tan incómodos visitantes, como ha hecho antes (recordemos nuestros 6 militares que murieron en 2007). Además del coste y de la ineficacia, plantea cada vez más un serio problema de seguridad.

Seamos realistas: no hay dinero para apuntarse a las misiones internacionales que vayan surgiendo; y de hecho, no lo hay ni para seguir manteniendo las que tenemos en el exterior. Hay que decidir cuáles son nuestras prioridades, cuáles nos interesan más, cuáles menos, y en dónde queremos gastar nuestro dinero, porque al final los carros de combate se quedan aquí en los hangares, pero destinamos decenas de millones de euros a entrenar a militares somalíes sin tener muy claro para qué emplearán sus concimientos.

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