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Obama y la sanidad: a vida o muerte

La perspectiva del incremento de la dependencia estatal y correspondiente contracción de la iniciativa y de la responsabilidad individual sobre las que se ha asentado la grandeza del país, es motivo más que justificado para rechazar de plano el proyecto.

Cuando aparezca este artículo, puede que ya hayan votado en la Cámara baja. No hay tema más importante en la política interior americana. La magnitud de su importancia se debe no sólo a que no es simplemente coyuntural, la cuestión del momento, que polariza el debate político de la gran nación, lo que ya le prestaría una gran relevancia. Afectará decisivamente a las elecciones parlamentarias del próximo noviembre. Puede pesar gravosamente sobre las presidenciales del 2012. A más largo plazo, podría afectar al equilibrio entre los partidos y al carácter del responsable del proyecto, el demócrata. Mucho más allá de la actualidad y el partidismo, el apasionamiento en torno al asunto procede de la percepción de que se trata de algo que cambia de modo sustancial la naturaleza de las relaciones Estado-sociedad y más que ninguna otra cosa, más que la misma universalidad de la cobertura sanitaria que constituye el objetivo central de la compleja ley, es esa percepción o expectativa lo que determina la actitud cerradamente antagónica de los dos partidos y lo que divide a los americanos, con 40% a favor y 49% en contra, según el promedio de un amplio número de encuestas. 

Para el equipo de la Casa Blanca y los líderes demócratas en el Congreso se ha convertido en un fin que justifica todos los medios, y pocos han sido los que se han ahorrado. Es un ideal perseguido durante más de un siglo, desde los tiempos del primer Roosevelt, Theodore, a comienzos del XX, y en el que diversos presidentes demócratas se han apuntado éxitos y fracasos. Personalmente para Obama es el sueño de alcanzar un hito histórico. Junto al principio ideológico de la imposición de la cobertura sanitaria universal está la expectativa partidista de ampliar su base social y la por igual partidista e ideológica de extender el dominio del Estado sobre la sociedad, alargando su mano sobre un sector que pronto puede representar más del 20% del PIB.

Para los conservadores y otros que no lo son tanto, la perspectiva del incremento de la dependencia estatal y correspondiente contracción de la iniciativa y de la responsabilidad individual sobre las que se ha asentado la grandeza histórica del país, es motivo más que justificado para rechazar de plano el proyecto. De manera más inmediata está el horror a los abultadísimos déficits que la nueva sanidad inexorablemente creará y a la subida de impuestos que traerán consigo.

Cuando se habla de la amplia panoplia de dudosos métodos usados por Obama y los suyos en la persecución de su objetivo, puede muy bien empezarse por la obvia manipulación de las cuentas, presentando, contra toda evidencia, la financiación del nuevo sistema como economizador de recursos y reductor del déficit público, inflado ya elefantiásicamente por Obama a propósito de la crisis. Otra contribución más de grueso calibre a semejante cáncer económico estaría abocada a tener serias consecuencias sobre el dinamismo americano y su posición en el mundo.

En manifiesta contradicción con las promesas electorales de superación de las divisiones políticas, la Casa Blanca ha utilizado sus mayorías en las dos cámaras como una apisonadora que le permitía eludir las tradicionales prácticas de bipartidismo, tan ajenas a la política europea. Los demócratas han tenido que ceder en algunas de sus propuestas más radicales, pero sólo después de comprobar que no encontraban suficientes votos entre los suyos, con congresistas temerosos por el futuro de su escaño en distritos que no simpatizaban con la medida. Han desempolvado toda clase de extrañas reglas parlamentarias, que en Europa producirían alaridos de protesta por el pisoteo de la democracia, combinándolas en una amalgama que como tal no se había utilizado nunca, lo que ha permitido escamotear los procedimientos ordinarios de ambas cámaras, de manera que puede que se llegue a la aprobación del proyecto sin que se produzca un voto directo sobre el mismo. Han embutido la ley de prebendas para algunos estados cuyo representante senatorial no veía claro y han ejercido toda clase de presiones sobre los que dudaban o no se decidían. Frente a ello el Partido Republicano ha dado muestras de una disciplina absolutamente inusitada en el sistema americano, y no ha vacilado un momento frente a las acusaciones muy fundamentadas de ser el partido del no. Ha actuado en defensa de principios centrales a su ideario y con la expectativa de recoger los frutos a partir del próximo noviembre.

Pero pase lo que pase, la cuestión no ha terminados y las consecuencias serán de largo alcance.

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