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Pequeña gran guerra

Hay que llevarse bien con Rusia forzando a Moscú a comportarse bien, no porque nosotros nos avengamos a sus designios.

En el mundo tradicional, las guerras han vendo clasificadas o bien por su duración (la de los 100 años, la de 30 años, la de los seis días...), por los recursos empleados y bajas causadas (la Gran Guerra), o por su alcance geográfico (Segunda Guerra Mundial). Pero ya no vivimos más en un mundo tradicional.

La guerra de Georgia, de la que se cumple ahora su primer aniversario, fue breve, remota y con daños limitados. Pero creer que por eso fue una guerra limitada, pequeña o casi casi ridícula, es un grave error estratégico. Los conflictos armados tienen que ser juzgadas por sus efectos y consecuencias y en ese sentido, la guerra de Georgia nada tiene que envidiar a una gran guerra.

Suele decirse que las guerras son causa de grandes cambios sociales. Y lo son. Y en esto la invasión rusa de Georgia y la posterior anexión de Osetia del Sur y Abjasia han puesto en marcha y revelado cambios de índole estratégica para el emergente orden internacional en el que nos estamos adentrando.

Primera gran revelación: Rusia no es una nación normal. Ni siquiera es un país en transición hacia el modelo occidental. Putin representa y eleva a su máxima expresión la Rusia del Siglo XIX. Él es el líder de una potencia venida a menos pero que expresa sus deseos y ambiciones en términos de política de poder puro y duro, incluyendo el recurso al uso de la fuerza, el trazado de las fronteras a su antojo y la aceptación de eso tan conocido en la Historia como las esferas de influencia.

Segunda gran revelación: la confusión occidental. Todo el mundo dice que hay que llevarse bien con Rusia. Decir lo contrario sería ridículo, pero ese no es el problema. También durante la guerra fría la gente prefería llevarse bien a la confrontación con la URSS. El problema es cómo lograrlo. Ahora lo que se defiende es que para lograr llevarse bien con Moscú hay que hacer cuantas concesiones sean necesarias para mantener contentas a las autoridades del Kremlin. No hay que protestar muy alto, hay que entender sus principios y, si tienen gas, que fijen en qué condiciones lo quieren librar.

Y, sin embargo, durante gran parte de la guerra fría, la lección que se aprendió fue la contraria: para hablar de tú a tú con Rusia hay que ser fuertes y claros, establecer claras líneas rojas y no ceder en nada que suponga una concesión gratuita o contraproducente hoy e en el futuro. O sea, hay que llevarse bien con Rusia forzando a Moscú a comportarse bien, no porque nosotros nos avengamos a sus designios.

Tercera gran revelación: la crisis de Occidente. El apaciguamiento es corrosivo. Instituciones como la OTAN quedaron ampliamente en entredicho, si no en ridículo. A pesar de haber abierto sus puertas a naciones como Georgia y Ucrania, pronto quedó claro que una cosa son las palabras y otra muy distinta los hechos. La Alianza quedó como una gran maquinaria de retórica, no de defensa de principios.

Por último, Europa ha vuelto a quedar dividida veinte años tras la caída del Muro. Caída del Muro que, conviene recordar, no se produjo por el empuje occidental, sino por las propias contradicciones internas del comunismo. Es una pena y una desgracia, pero ahora es el mundo occidental el que se encuentra preso de sus propias contradicciones. Y eso parecen saberlo nuestros múltiples enemigos.

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