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Un mundo feliz

Nadie se plantea otro escenario, como el de un Irán libre del yugo y radicalismo de los ayatolás fundamentalistas. Y, por contra, los beneficios de un hecho así son indiscutibles.

Es comúnmente aceptado que si se fuéramos capaces de resolver el conflicto israelo-palestino, el mundo se volvería automáticamente un lugar mucho mejor. No estamos muy seguros de cómo un posible acuerdo de paz entre el Gobierno de Jerusalén y la Autoridad Palestina iba a afectar positivamente a, por ejemplo, la guerra de la OTAN contra Gaddafi, o en los cambios sociales y políticos de Túnez o Egipto, pero es verdad que es una creencia muy arraigada.

Sin embargo, nadie se plantea otro escenario, como el de un Irán libre del yugo y radicalismo de los ayatolás fundamentalistas. Y, por contra, los beneficios de un hecho así son indiscutibles. Por ejemplo, ya habríamos podido intervenir en ese lacayo iraní que es Basher el Assad, al final tan carnicero como su padre, pero al que nadie se atreve a tocar (excepto sus propios ciudadanos) por temor precisamente a la reacción de su protectora Teherán.

Por otro lado, sin el miedo a un Irán nuclear, reacciones como la saudí de invadir Bahrein hubieran sido innecesarias y no nos habrían colocado en esa posición de absoluto cinismo según la cual hay ocupaciones malas y ocupaciones buenas o menos malas. Tampoco sería de temer un Medio Oriente en plena carrera nuclear con todos los peligros que esa región tendría bajo un sistema polinuclear.

Con otro Irán, además, los grupos terroristas que utiliza para agrandar su influencia en la zona, Hezbolá en el Líbano y Hamás en la Franja de Gaza, perderían su capacidad de actuación. Y eso relajaría sin duda a Israel que, presumiblemente, podría ser aún más generosos en otros frentes, incluido el palestino.

Sin un Irán que hace gala de un chiismo expansivo y que cree que debe ser la potencia hegemónica en el islam, el cisma entre suníes y chiítas podría llegar a amortiguarse. Es más, la pugna actuador el liderazgo del frente antichií perdería todo sentido y las relaciones entre Egipto, Turquía y Arabia Saudí podrían ser más constructivas.

En realidad, y en la medida en que es el Irán de Jamenei y Ahmadinejad, el problema último para la región y para Occidente, su transformación sólo podría ser positiva. Muchos de los problemas a los que nos enfrentamos se esfumarían y el mundo podría vivir mucho más seguro y feliz.

Lástima que no sea ni vaya a ser así. De momento Irán va dos cero: primero, impidiendo poner fin a las matanzas que vemos diariamente en Siria y de las que nos hacemos oídos sordos; segundo, avanzando aceleradamente en su programa nuclear sin que las principales potencias mundiales digan y hagan algo de verdad y en serio.

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