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Voluntades iraquíes

Lo que cambió para peor el nada brillante curso de la historia del Irak post-sadamista fue el ataque el pasado 22 de Febrero contra uno de las más reverenciados santuarios chiíes, el de la ciudad de Samarra.

Ni Armas de Destrucción Masiva ni resoluciones onusinas; lo único que podía legitimar la invasión de Irak y el derrocamiento del déspota gobernante era la voluntad de los iraquíes, y eso es lo que han hecho del principio al fin... al menos hasta ahora, porque el fin no acaba de verse. Salvo la minoría árabe suní, que llora amarga y violentamente el machito perdido, jamás han condenado la iniciativa norteamericana. Tampoco lo ha hecho el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y no sólo porque los yanquis tengan derecho de veto, sino porque a nadie se le ha ocurrido proponerlo. Puestos a incordiar a la primera democracia del mundo, que es una de las pocas cosas que hace bien el gran organismo internacional, poco tiene que ver la propuesta con la posibilidad de que prospere; hay que saber conformarse con menos que la perfección.

Un par de encuestas recientes vuelven a confirmar que la mayoría de la población del desgraciado país no echa de menos a su feroz dictador ni lamenta los acontecimientos que dieron con sus huesos en el banquillo de acusados. Pero la opinión respecto al papel de las tropas extranjeras se ha deteriorado notablemente a lo largo del año en curso. Dos tercios quieren que se marchen, pero sin darse demasiada prisa. Teniendo que elegir entre un plazo de seis meses y un año se inclinan decididamente por el más largo. Y dentro de un año, veremos.

Lo que cambió para peor el nada brillante curso de la historia del Irak post-sadamista fue el ataque el pasado 22 de Febrero contra uno de las más reverenciados santuarios chiíes, el de la ciudad de Samarra, sin apenas víctimas pero con la destrucción de su preciosa cúpula. Fue la explosión que hizo saltar el dique que, durante los tres años anteriores, había contenido la rabia de los chiitas, un muro formado por la autoridad moral de Sistani y los otros grandes ayatolás de Nayaf. Los clérigos comprendían que abrir las exclusas de la venganza de sus fieles contra los compatriotas árabes suníes, identificados con el régimen que los había masacrado por centenares de miles, conduciría inexorablemente a una guerra civil en la que el país quedaría a merced de todos sus vecinos, empezando por los poco fiables correligionarios iraníes. Su voz de moderación y aguante fue apagada por el atronador grito de revancha que ha hecho correr desde entonces ríos de sangre que relegan a la categoría de arroyos los que habían derramado los arabofascistas iraquíes y los islamofascistas internacionales.

En ese contexto ha aumentado drásticamente el número de los que no ven clara la utilidad de la presencia militar foránea aunque con suficientes dudas como para no desear que desaparezcan de la noche a la mañana.

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