La oposición –y, después, con ella, el partido gubernamental– han reducido a lo estrictamente protocolario la conmemoración del XXIV aniversario de la Constitución. El recorte ha afectado al "cóctel" (Dios, qué palabra) tradicional porque, en palabras del portavoz socialista, "no tenemos el cuerpo para copas". Me importa un bledo que los diputados y senadores se tomen o no un vino en tal ocasión, si es que están a lo fundamental, pero no por ello me parece un tanto demagógico, desde luego más que las fotografías en Galicia, este espectáculo de la sobriedad cuando, seguramente, muchos de ellos darían cuenta de buenas viandas y caldos en los restaurantes cercanos al Congreso.
Pero el recorte, lo que el papanatas de Gaspar Llamazares llama "mínimo institucional", ha convertido el homenaje a la bandera española en un rápido paso por la madrileña plaza de Colón, como si el asunto –ineludible en el día que se conmemora la Constitución– siguiera hiriendo sensibilidades. Los complejos de la izquierda en estas cuestiones simbólicas son pasmosos. Y no es precisamente por reacción a los símbolos, de los que hacen uso esplendoroso en sus reuniones y mítines, sino por lo que la bandera de España significa, que no es otra cosa que la unidad de la nación y los valores de la Constitución que la convierte en enseña oficial.
El pasmo revela complejos, pero no sólo complejos. Porque si la resistencia a los homenajes a la bandera española, e incluso a su presencia cotidiana en la vida civil y política, se compagina, como así ocurre, con un reverente respeto a las banderas autonómicas, o, más bien, a las enseñas que son aceptadas por los nacionalistas, habrá que concluir que el asunto tiene trampa ideológica. Es decir, que el sensible respeto es sólo para las banderas que se interpretan como compatibles con supuestas naciones étnicas.
Es significativo que el símbolo de la nación española, que no tiene connotaciones étnicas de ningún tipo sino que remite a las libertades y a la ciudadanía constitucional, sea la que da vergüenza a unos y otros. Pero un papanatas como Llamazares precisa un engañador. Y él, en Izquierda Unida, tiene al más majadero de todos: Javier Madrazo, defensor de todos los ataques a la libertad que a uno se le puedan ocurrir, asegura, para seguir hasta la indecencia el rastro de las idioteces nacionalistas, que el homenaje a la bandera de España es "franquista". El tipo, adolescente refugiado en las más tórridas sacristías mientras vivía Franco, sabe del franquismo menos que de los presocráticos. Pero la ignorancia no exime de los vicios totalitarios y, entre ellos, está el de identificar España con la dictadura para disimular que el contenido de ésta, tome la forma que tome, está precisamente en la raíz de su ideología. Si Madrazo es tonto, envuelto en la ikurriña se muestra, además, ridículo.
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