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Gina Montaner

Días de vino y de rosas

Desde que la Bolsa se pusiera a temblar con esta crisis, por ahora imparable y con efecto dominó en el planeta, los relatos sobre los desmanes de los directivos de las grandes entidades financieras ocupan hoy el rencor popular.

Los ejecutivos de Wall Street creyeron que la orgía sería perpetua. Una vez más, se equivocaron. La fiesta ha llegado a su fin y han terminado tan maltratados como Jack Lemmon y Lee Remick en aquel melodrama de Blake Edwards, Días de vino y de rosas, en el que los excesos acaban por pasarle la cuenta a los desdichados protagonistas.

Desde que la Bolsa se pusiera a temblar con esta crisis, por ahora imparable y con efecto dominó en el planeta, los relatos sobre los desmanes de los directivos de las grandes entidades financieras ocupan hoy el rencor popular. Las masas se rebelan y contemplan crueles fantasías para vengarse de los chacales con traje y corbata. Sin embargo, es más que improbable que el peso de la justicia caiga sobre ellos porque, aunque moralmente censurable, el reparto de ganancias que eran botines millonarios no está tipificado como delito. Sería cuestión de que el FBI interviniera los documentos sobre todas sus operaciones, en busca de irregularidades o prácticas fraudulentas. Sin ir más lejos, en el caso de AIG se cree que llegaron a falsear números para ocultar los malos pronósticos que se avecinaban.

Las noticias de los últimos días describen a unos individuos inescrupulosos que, a sabiendas de que el común de los mortales podía perderlo todo en el torbellino de esta feria de las vanidades, no les tembló el pulso a la hora de repartirse el dinero mientras el imperio de Wall Street se iba abajo. Por ejemplo, poco después de que el Gobierno inyectara millones a AIG para salvarlo de la bancarrota segura, un grupo de directivos de la empresa decidió celebrar el rescate financiero en el exclusivo Saint Regis, dejando atrás una cuenta de casi medio millón de dólares. Fueron, de nuevo, días de vino y de rosas para estos impenitentes y compulsivos derrochadores que se alojaron en suites presidenciales e hicieron uso de un lujoso spa con servicios diseñados para príncipes saudíes.

Cuando Richard Fuld, el consejero delegado de Lehman Brothers, testificó ante la Comisión del Congreso, en ningún momento mostró contrición o sonrojo por haber saqueado a la compañía antes de que ésta se desplomara. Se ha podido saber que unos días antes de que se hiciera oficial el cierre de esta institución, un empleado le propinó un sonoro puñetazo a Fuld en el gimnasio de la empresa. Tras declarar frente a la Comisión, el altanero ejecutivo se limitó a ignorar a los manifestantes que lo esperaban a la salida.

Recientemente el columnista del New York Times David Brooks interpretaba el enajenamiento de los corredores de bolsa o traders como una deformación de una actividad que, por su naturaleza –alejada de la gente de carne y hueso en la frialdad de las pantallas que arrojan proyecciones y por cientos–, los incapacita para relacionarse con la realidad circundante, encerrados en una versión High Tech de la Cueva de Platón. Algo de eso hay en la mirada fría y metálica de estos brokers sin remordimientos.

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