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Gina Montaner

La Dama de Hierro hecha chatarra

A la salida del cine me sumé al club de damnificados que no alcanza a comprender cómo se ha perdido tan magnífica ocasión de llevar a la gran pantalla la apasionante trayectoria de uno de los políticos más relevantes del siglo XX.

Ya iba avisada antes de ver La Dama de Hierro, el biopic dirigido por Phyllida Lloyd sobre la ex primera ministra británica Margaret Thatcher. Aunque hay consenso en lo que se refiere a la magistral interpretación de Meryl Streep, el filme ha decepcionado a buena parte de la crítica por quedarse en la orilla de un personaje con mucha más sustancia de lo que la directora y la guionista, Abi Morgan, han sido capaces de proyectar.

A la salida del cine me sumé al club de damnificados que no alcanza a comprender cómo se ha perdido tan magnífica ocasión de llevar a la gran pantalla la apasionante trayectoria de uno de los políticos más relevantes del siglo XX por diversas razones: en 1975 Thatcher fue elegida para dirigir el Partido Conservador y en 1979 se convirtió en la primera mujer en ganar las elecciones en Gran Bretaña. No exenta de polémicas y con numerosos detractores, bajo su mandato el país dio un salto económico que lo sacó de la recesión, aplastó a la Junta Militar argentina en la Guerra de las Malvinas y, junto con su amigo Ronald Reagan, contribuyó al colapso del bloque soviético. Al cabo de más de 11 años de gobierno y el consiguiente desgaste, la Thatcher se vio obligada a abandonar el poder cuando su propio partido maniobró para sacarla del juego político. Fue la amarga época de la dimisión de Geoffrey Howe, su hombre de confianza, y la pugna interna por heredar el cetro vacante.

Lamentablemente, la directora y la guionista han despojado de fuerza la historia al desarrollarla entre la bruma de una Margaret Thatcher enferma de Alzheimer. Desde la perspectiva de una anciana con principios de demencia, cualquier recuerdo, se haya sido política o ama de casa, será siempre un reflejo vidrioso de lo que se dejó atrás. Lo de menos en el camino vital de esta mujer que creció en un barrio obrero de Londres son los achaques y miserias propias de la vejez. Cualquier vejez. Y en ese mar de confusión, junto a la constante rememoración de su esposo Denis, se diluye una trama que pudo haber descifrado la forja de una estadista de alto vuelo a quien Howe, en una entrevista que en 2009 le hizo el periodista español Eduardo Suárez, calificó de “la mejor primera ministra después de Churchill”.

Sorprendentemente, a medida que avanza la cinta se tiene la sensación de estar presenciando una existencia fallida cuya valoración final es la de la insatisfacción y el remordimiento, y no el formidable recorrido de una figura que marcó un antes y un después en Inglaterra. La clave del gran fallo del guión radica en el comentario que la octogenaria Thatcher le hace a un médico al quejarse de la manía contemporánea de enfatizar los sentimientos por encima del mundo de las ideas. Educada con rigor, el exceso de emotividad le chirría a una figura que se sentía más cómoda en el ámbito del pensamiento y las batallas ideológicas. Sin embargo, el filme es un canto a lo que ella rechazaba: la ñoñería de los sentimientos. La híper sensibilidad femenina por la vía de la culpa ante la maternidad y las tareas de la casa. En suma, imponer el prisma doméstico y de mesa camilla para dejar a un lado la estatura de una estadista cuya complejidad iba más allá de los consejos que su padre, un político local y tendero de profesión, le infundó desde muy pronto.

A brochazos y valiéndose de socorridas imágenes de archivo, la directora repasa con desgana y de modo esquemático el ascenso de Thatcher; los disturbios sindicales contra sus medidas de austeridad; el fin de la Guerra Fría; la complicada relación con los miembros de su partido. Tanto apremio se debe al afán por anclarse en el eterno y trillado drama mujeril de la ambición vs. el  redil del hogar. Y para ilustrar el culebrón al que aparentemente se enfrentaba la mandataria, no podía faltar la imagen de su primer día como miembro del parlamento, abandonando a sus dos hijos mientras éstos, a lágrima viva, le suplican que no se vaya de casa, como si se tratara de un episodio de Marco en De los Apeninos a los Andes.

¿Y que les suele ocurrir a las mujeres que, como la Thatcher, se atreven a escalar hasta lo  más alto? Pues que, a modo de lección de humildad, en la soledad de la vejez están abocadas a la inevitabilidad del fregadero y la cocina. O sea, en vez del viaje a la semilla es el viaje a la descascarada taza de té. Vienen a decirnos que una dama de hierro en chatarra se convertirá. Y yo que creía que ese era el fin de todos. No solo el de Margaret Thatcher.

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