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Gina Montaner

Lecciones para una shopaholic

Fue en la Gran Depresión cuando muchos comercios establecieron un plan de pago en efectivo para adquirir una prenda o un artículo que uno deseaba tener, pero no contaba con el dinero necesario para obtenerlo en el momento.

La película pretendía ser una comedia ligera dentro del género de lo que se conoce como chick flicks. O sea, con temática dirigida a las chicas jóvenes, inspirada, sobre todo, en series del corte de Sex and the City, en las que se siguen las peripecias y desventuras de unas mujeres que parecen buscar frenéticamente la felicidad. Pero antes de su estreno, el filme Confesiones de una shopaholic ha tenido que volver a la cabina de montaje para cambiar un final que se ajuste a los tiempos de recesión que se viven en los Estados Unidos.

Los productores de este filme sobre una muchacha adicta a la ropa de marca y las tarjetas de crédito temen que la audiencia no perdone la ausencia de una lección moralizante, cuando millones están perdiendo sus empleos y sus hogares. Antes de que los castiguen en la taquilla, están dispuestos a sumarse a la prédica de la austeridad para aliviar la culpa colectiva por la fiebre consumista que ha acabado con el crédito de muchos americanos.

No sé cómo redimirán a la protagonista dependiente de Gucci y Prada sin que caiga fulminada por el síndrome de abstinencia en la Quinta Avenida de Nueva York, pero, tal vez, la solución para una shopaholic es el retorno de los planes de layaway. Me explico: precisamente fue en la Gran Depresión cuando muchos comercios establecieron un plan de pago en efectivo para adquirir una prenda o un artículo que uno deseaba tener, pero no contaba con el dinero necesario para obtenerlo en el momento. Durante un periodo de un mes el interesado entregaba una pequeña cantidad y a cambio le apartaban el producto sin acumular intereses, hasta que entregara la totalidad de su valor. Si el cliente no cumplía con los pagos establecidos, simplemente le devolvían lo que había dado y se quedaba sin su soñada adquisición, pero sin las deudas que genera el abuso de la mágica tarjeta de plástico.

Pues bien, ahora grandes almacenes como K Mart y Sears han desempolvado el layaway con la esperanza de resucitar un mercado con débiles signos vitales a pesar de las luces de Navidad que ya adornan los hogares de suburbia. Estas maniobras de marketing inevitablemente me traen memorias de mi abuela paterna, cuando, siendo yo una niña que en los veranos la visitaba en su sencilla casa en el sur de la Florida, la acompañaba a unas tiendas donde ella sacaba de un sobre unos cuantos dólares que entregaba a la dependienta y, para mi sorpresa, nos marchábamos con las manos vacías. Entonces yo no comprendía aquellas transacciones de las que mi abuela no se llevaba ni un vestido o un electrodoméstico. Con los años comprendí que su sueldo de costurera en una boutique no le alcanzaba para derrocharlo alegremente con una engañosa tarjeta de crédito. De hecho, mi abuela murió sin deudas y con su vivienda pagada. Fueron el fruto del esfuerzo, el ahorro y la prudencia. Así de simples y básicas son las lecciones para una impenitente shopaholic.

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