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Gina Montaner

Mamá cumple cien años

En la era de los Facebooks, los Twitters, los Tuentis y los iPads en el maletín, la legión de centenarios en ciernes choca con la decoración cambiante.

Cada vez vivimos más y en Occidente la esperanza de vida de las mujeres se ha alargado hasta los 80 años. La población envejece aceleradamente en un mundo donde cada vez se tienen menos niños, y el paisaje del futuro se presenta como un inmenso geriátrico con ancianos cuyo juvenil aspecto invita a la confusión.

Tanto hemos logrado prolongar nuestra presencia en este valle de lágrimas que describía el poeta medieval Jorge Manrique, que hasta los diarios ocupan páginas dedicadas al creciente sector de la tercera edad. Por ejemplo, la columnista Jane Brody publica en el New York Times artículos dirigidos a los hombres y mujeres que han ingresado en el otoño de sus vidas, y en sus escritos abundan los consejos para preservarnos en cloroformo hasta el final. Sin ir más lejos, hace unos días su columna trataba sobre cómo llegar a los cien años sin achaques. Confieso que me recorrió un escalofrío al pensar en la cifra mágica 100 y la idea de que tal vez acabaría como uno de esos centenarios, en plena forma y deambulando en un mundo futurista que nada tenía que ver con el que conocimos en nuestros años mozos.

Pues bien, Brody señalaba cosas básicas como el ejercicio regular y la buena alimentación, enfatizando la importancia de las caminatas diarias a modo de régimen de apuntalamiento para combatir la inevitable oxidación que trae el paso del tiempo. Entonces me vino a la memoria Mamá cumple cien años, una famosa película del cineasta español Carlos Saura, en la que los miembros de una familia se reúnen para celebrar el centenario de la matriarca. Durante la celebración se destapan los secretos de la prole y aquello se convierte en un cumpleaños truculento.

Está claro que al paso que vamos, con los tratamientos anti-aging, el bótox, el cólageno y todo tipo de cirugías plásticas para engañar a la implacable señora de la guadaña, los bisabuelos y bisabuelas cumplirán 100 años más allá de las nubes del olvido que acompañan a la senilidad. Instalados en una vejez cogida con los imperdibles de una lozanía esculpida a golpe de bisturí, a los gobiernos no les salen los números del retiro y van atrasando la edad de la jubilación; su cálculo es que los ancianos que antes se retiraban a jugar a la petanca o tomar clases de cerámica, ahora prolonguen su actividad laboral aproximándose a los setenta años. Sin embargo, si uno echa una ojeada en los centros de trabajo, lo que sobran son los jóvenes mientras muchas personas mayores son firmes candidatas a recibir bajas incentivadas para prejubilarse. En la era de los Facebooks, los Twitters, los Tuentis y los iPads en el maletín, la legión de centenarios en ciernes choca con la decoración cambiante en la que la vigencia de una Lady Gaga puede tambalearse con la rapidez con la que aparece y desaparece el último diseño de moda.

Es posible que lleguemos a los cien años a fuerza de multi-vitaminas, trotes en la estera, elixires portentosos y retoques cosméticos, pero la sensación de eterna juventud inexorablemente se apaga en el interior de un chasis remendado. Es verdad que no hay dinero para sostener las jubilaciones de millones de personas en sociedades donde el relevo generacional se ha ralentizado, pero no es menos cierta la anacronía de un setentón esforzándose por competir profesionalmente con los recién graduados que quieren comerse el mundo porque el futuro es de ellos.

Sólo tenemos la certeza de que estamos en bancarrota mientras mamá está a punto de cumplir cien años. La rigidez del bótox impide esbozar el leve y melancólico gesto de una perplejidad mal disimulada.

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