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Gina Montaner

Solastalgia es otra forma de decirlo

Me pregunto si alguien habrá muerto de solastalgia o seré yo la primera en sucumbir a esta aflicción por el desencuentro creciente con un medio que me resulta hostil.

Nunca había escuchado el término hasta que lo leí hace unos días en un artículo publicado en el New York Times acerca de una disciplina de la sicología que estudia la conciencia ecológica del cerebro.

Es decir, cuando el hombre cree ver amenazado su hábitat, inevitablemente siente una sensación de angustia y desorientación como consecuencia del peligro inminente que se cierne sobre su entorno. A este estado sicológico se le ha dado el nombre de solastalgia, un derivado del latín (solacium) y del griego (algia), que expresa pena o desconcierto por los cambios que sufre el sitio donde uno reside. En el escrito se citan ejemplos como los de la comunidad inuit en Canadá, afectada por el aumento de las temperaturas, o la adaptación de los granjeros de Ghana a cambios en la época de lluvias.

El filósofo australiano Glenn Albretch, a quien le debemos este nuevo vocablo, asegura que la solastalgia es una condición global que nos afecta en la medida en que se degrada nuestro medioambiente. Para este profesor de la Universidad Murdoch, en la localidad de Perth, la gran duda es cuánto y de qué modo nos perturban estas transformaciones drásticas que cada vez nos alejan más de nuestra esencia.

El mismo día que aprendí sobre este concepto comprendí que sufro de este síndrome en el lugar donde ahora resido, y cuando más vivamente lo padezco es los fines de semana, enfrentada al dilema de qué hacer, más allá de las escapadas al cine. Me explico: la inquietud surge ante la imposibilidad de echar a andar por las calles, porque en la ciudad en cuestión apenas hay aceras y cascos metropolitanos que te lleven de un barrio a otro dando una caminata. No hay manera de asomarse a los bulevares y recorrer tiendas, bares, librerías o mercados. Imposible estirar las piernas dando un paseo sin rumbo ni concierto, perdidos en los laberintos de la urbe. Libres y sueltos como perros sin dueño, en busca de estímulos visuales mientras ejercitamos un cuerpo hecho para desplazarse sin la ayuda perpetua de un vehículo motorizado.

Siento una aguda solastalgia frente a las carreteras infinitas, los atascos imposibles, las distancias monstruosas y el tedio al volante. Es la consternación por la absurda edificación de concentraciones humanas al borde de autopistas y de espaldas al trazado romano con plazas como focos de reunión. Ciudades hechas a la medida de unas criaturas que evolucionaron hasta caminar sobre dos piernas, con un corazón que palpita gracias a las zancadas y el ritmo acompasado de los pasos que nos llevan de un lugar a otro.

Debería de ir al médico y contarle de esta enfermedad de la que conocía los síntomas pero, hasta hace poco, no tenía nombre. Tendría que exigirle una receta inmediata que me curara esta carencia de bordillos, avenidas, alamedas y parques. Una medicina que me aliviara la añoranza por otras metrópolis más benignas para unas extremidades inferiores que corren peligro de atrofiarse.

Añoranza es lo mismo que nostalgia. Y la nostalgia expresa pesadumbre por el recuerdo de algo que dejamos atrás. Viene del griego nostos (regreso) y algia (dolor). El deseo de volver a otro lugar. Entonces, deduzco, en verdad tengo dos males: solastalgia (por donde ahora vivo) y nostalgia (por lo que perdí). Dos padecimientos para dos especialistas.

Me pregunto si alguien habrá muerto de solastalgia o seré yo la primera en sucumbir a esta aflicción por el desencuentro creciente con un medio que me resulta hostil. Porque más de uno ha perecido de saudade a la espera de regresar a Ítaca. Me rebelo contra esta maldita solastalgia y me resisto a dejarme vencer por la nostalgia. Entonces, ¿será cuestión de desandar el camino?

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