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Gina Montaner

Todos podríamos ser Arizona

Como hija de refugiados cubanos que en su día se beneficiaron de una ley hospitalaria que los cobijó y les dio alas para superarse, me avergonzaría desearles otra suerte a los más desfavorecidos.

Barack Obama sabe que lo tiene muy difícil pero no evita el peliagudo asunto. La reforma migratoria es una asignatura pendiente que ya había intentado impulsar su predecesor, George W. Bush.

El pasado 5 de mayo, Obama aprovechó un acto público para señalar que tiene intención de sacar adelante dicha reforma antes de que concluya el año; también recalcó su rechazo a la ley antiinmigratoria que la gobernadora de Arizona acaba de aprobar. El presidente insistió en la perversión de una medida que propicia la discriminación racial y el atropello de las autoridades. Sin embargo, según una encuesta publicada la pasada semana, la mayoría de los estadounidenses considera que es urgente modificar las actuales leyes de inmigración por considerarlas insuficientes y, también, hay un apoyo mayoritario a la ley de Arizona. Seguramente muchos de los encuestados ignoran que, a pesar del trasiego humano que tiene lugar en la frontera, en este estado el índice de criminalidad no guarda relación directa con la presencia de inmigrantes.

Está claro que el ciudadano de a pie tiende a sentir aprensión frente a la imparable avalancha de extranjeros que huyen de sus países en busca de una prosperidad que, en casos como el de los cubanos y venezolanos, también está ligada al deseo de mayor libertad. Es natural que las sociedades teman por su hegemonía en un creciente paisaje heterogéneo, pero trasformar a la policía de Arizona en sabuesos a la caza de indocumentados no es la respuesta pragmática a una realidad desbordante.

Se calcula que hay unos 10 millones de inmigrantes residiendo ilegalmente en Estados Unidos, y la cifra continúa aumentando porque los más pobres y necesitados de este mundo están dispuestos a jugárselo todo con tal de llegar a tierras menos inhóspitas. No hay muros ni mares lo suficientemente grandes para detener la oleada de extranjeros que se niegan a vivir sin horizontes.

Hay quien prefiere creer que los agentes del orden acabarán por atestar las comisarías de individuos con aspecto de no tener papeles y a punto de ser deportados a sus países de origen; pero me temo que aumentarán los casos de abusos, equívocos y extralimitaciones en una zona de claroscuros que se presta a vulnerar los derechos civiles.

Sin duda, es preciso diseñar una reforma migratoria que escalonada y periódicamente le proporcione a los indocumentados la posibilidad de insertarse en el mainstream, siempre y cuando puedan demostrar que han desempeñado trabajos honrosos y carecen de antecedentes penales. O sea, todos aquellos capaces de indicar que son unos ciudadanos de bien, en algún momento deberían tener los mismos derechos para así exigirles las obligaciones que tiene la población con estatus legal.

Lo que desde luego no va a mejorar las condiciones de nadie (ni la de los americanos temerosos ni la de los indocumentados agazapados), es una clandestinidad que favorece sobrevivir al margen de la ley y que condena a los más jóvenes a un círculo de pobreza y ostracismo, negándoles el progreso por medio de estudios superiores.

Lo razonable es explorar caminos para que la senda hacia la legalidad no sea necesariamente una carta blanca a la desidia de las subvenciones públicas, sino un compromiso en dos direcciones: se puede aspirar a tener los papeles en regla si el inmigrante se presenta avalado por los comprobantes de una trayectoria afanosa, responsable y digna durante los años que permaneció en las catacumbas de los indocumentados.

La nación está rebosante de hombres y mujeres intachables y laboriosos que, si llegaran a tener sus documentos en regla, ellos y sus hijos constituirían un aporte aún más valioso a la sociedad. En cambio, con el ominoso precedente de Arizona, la expansión de los guetos y el acorralamiento de los inmigrantes, perdemos un caudal humano en los abismos de la marginación.

Como hija de refugiados cubanos que en su día se beneficiaron de una ley hospitalaria que los cobijó y les dio alas para superarse, me avergonzaría desearles otra suerte a los más desfavorecidos.

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