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Gina Montaner

Tristes guerras

Todos eran niños cuando sintieron que la carne se les quemaba y sus extremidades se separaban como naves que se extravían en otra galaxia. Hoy esos huecos son muñones endurecidos o prótesis artesanales construidas con palos o mimbre entrelazado.

Desde el 2007 el fotoperiodista Gervasio Sánchez viaja por el mundo mostrando una impactante exposición fotográfica bajo el nombre de "Vidas Minadas", que está recopilada en un bello libro (Editorial Blume). Ahora estas instantáneas en blanco y negro de las víctimas de las minas anti-personas pueden verse en el Centro Cultural Español de Coral Gables hasta finales de julio. Un recorrido de más de una década en el que este curtido reportero gráfico y veterano de más guerras de las que habría querido presenciar se dedicó a plasmar las devastadoras consecuencias de estas armas sucias.

En la presentación de su obra Gervasio Sánchez se expresa con pasión y compromiso a la hora de denunciar la venta y tráfico de bombas de racimo y minas que han quedado enterradas después de conflictos bélicos en Bosnia-Herzegovina, Mozambique, Angola, El Salvador, Colombia y otros países en los que los enfrentamientos se han cobrado miles de vidas. Pero el fotógrafo cordobés, ganador del Premio Ortega y Gasset en la categoría de fotos, no se ha limitado a entrar y salir de los campos de batalla con un parco testimonio gráfico destinado a las agencias y diarios, sino que ha seguido muy de cerca la trayectoria de seres de carne y hueso que perdieron extremidades o sufrieron severas desfiguraciones tras pisar las minas.

Los protagonistas de esta terrible historia contada en una serie de retratos tienen nombre y apellido y sus vidas se han visto marcadas por las heridas, las incontables cirugías, la ausencia de ojos, brazos o piernas. Vidas amputadas que saltaron por los aires de camino al colegio, al mercado, al pozo del pueblo o a los campos. Porque las minas anti-personas no discriminan y el dolor que infligen es cruelmente democrático: lo mismo desguazan a un niño que dejan a una madre condenada a una silla de ruedas. Y ahí están las instantáneas de estas existencias horadadas para recordarnos lo seguro que es el mundo en el que vivimos los más privilegiados: son la mozambiqueña Sofía, el bosnio Adis o el camboyano Sokheum. Todos eran niños o adolescentes cuando sintieron que la carne se les quemaba y sus extremidades se separaban como naves que se extravían en otra galaxia. Hoy esos huecos son muñones endurecidos o prótesis artesanales construidas con palos o mimbre entrelazado. Los más afortunados han recibido de organizaciones internacionales como la Cruz Roja piezas ortopédicas que necesitan ser reemplazadas periódicamente.

Lo más dramático de la exposición es, paradójicamente, la serenidad de los rostros, la resignación de las miradas, la leve sonrisa frente al infortunio, la manifestación del amor que se impone a la tragedia. Porque en esta larga galería de individuos mutilados lo que se desprende es la capacidad de superación a pesar de tanta desgracia inexplicable y absurda. A fin de cuentas, nadie lo resumió mejor que el poeta Miguel Hernández: en un pedazo de carne cabe un hombre. Fue él, antes de morir en una mazmorra después de la Guerra Civil, quien escribió "Tristes armas si no son las palabras/tristes, tristes". No hay guerras sin penas. Las vidas minadas de Gervasio Sánchez dan fe de ello.

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