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Gina Montaner

Una historia de amor

Durante mucho tiempo imaginé cómo sería el momento del regreso a la ciudad donde fui joven y luego no tanto, pero con el recuerdo a salvo de los mejores años de mi vida.

Hay quien está dispuesto a saltar de un continente a otro para conocer mundo. Intercambiar ciudades con la ilusión de acumular nuevas vivencias. Hasta el cansancio he escuchado a quienes aseguran que su máximo deseo es mudarse a París para vivir en una buhardilla en el barrio Latino. O huir a una isla remota en busca de sensaciones exóticas. Cada cual con sus anhelos.

Durante mucho tiempo imaginé cómo sería el momento del regreso a la ciudad donde fui joven y luego no tanto, pero con el recuerdo a salvo de los mejores años de mi vida. Temí, desde la prudencia que proporcionan la distancia y la experiencia, que ya no la reconocería como mía ni ella a mí, como justo castigo al desaire que le hice el día que cogí las maletas y me fui.

Había soñado con el instante en el que el avión pisaría su suelo árido y ese aire seco que inunda sus mañanas de aeropuerto. Sin embargo, ya no estaba segura de que respiraría el olor a casa que en otras ocasiones había sido la seña de que siempre podía volver sin sentirme huérfana. Regresaba llena de dudas. Tambaleante. Me había hecho mayor en la travesía y, como suele suceder cuando las ausencias se prolongan, la identidad se había desdibujado en el exilio dentro del exilio. Son las cajas chinas del desarraigo.

A diferencia de los que se van sedientos de aventuras y de las emociones fuertes que prometen otras tierras, este retorno sería una balsa de sosiego a la hora de la siesta y los paisajes urbanos mil veces recorridos. Bastaba la ruta del autobús, el paseo al borde del parque, la conversación en el café de la plaza, los encuentros con viejos amigos. Símbolos identificables. Pruebas definitivas del retorno.

Embarqué en el avión con la tristeza de los afectos que el viajero siempre deja atrás, pero también con la seguridad de que el periplo había concluido y la próxima estación era el aviso de mi parada. Sólo era cuestión de llegar a mi destino y comprobar que la brisa del verano que se evapora era la caricia de la bienvenida.

Deambulo sin rumbo por esta ciudad que una vez fue mía y yo suya. Una vieja historia de amor que, como tantas pasiones, también tuvo sus agarradas. Alguna vez pensé, despechada, que lo nuestro era imposible y que no habría manera de desandar el camino de los desencuentros. He tenido que pisarla de nuevo humildemente para comprender y admitir que hay amores de los que, afortunadamente, uno nunca se cura.

Nos hemos reconciliado mi ciudad y yo. La que me regaló la feliz levedad de la juventud y me acoge, hospitalaria, en la madurez. Camino por sus gastadas calles con el agradecimiento de quien sobrevivió a un accidente. No le puedo jurar que jamás la abandonaré, pero ella ya me conoce y no pide más. Lo nuestro, sin duda, es para toda la vida.

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