Menú
Gonzalo Altozano

Retamar o el camino de vuelta

El puritanismo ha cambiado de bando y ahora los meapilas son otros; los de La Sexta, por ejemplo.

El puritanismo ha cambiado de bando y ahora los meapilas son otros; los de La Sexta, por ejemplo.
Colegio Retamar

Se está celebrando este año el cincuenta aniversario del colegio Retamar de Madrid. Que el hecho no sea noticia se explica porque Retamar tampoco es El Pilar en sus mejores momentos, es decir, un semillero de ministros. De hecho, en medio siglo, el colegio sólo ha sido capaz de un único talento político: Alejandro Agag. Entenderán, claro, que tampoco es para ir presumiendo por ahí. O sea, un tío que le encarga la organización de su boda a un hortera como El Bigotes yo no digo que merezca que le borren de la orla de su promoción, ni que le prohíban desfilar en la fiesta deportiva del colegio, ni que sus compañeros de curso le monten un pasillo y le forren a collejas. Pero casi.

Así en el BOE como en el '¡Hola!'

Por compensar lo anterior, nombres de antiguos alumnos que han alcanzado cierta relevancia y sin frecuentar las malas compañías pueden leerse a diario en el BOE (ver la lista de funcionarios del grupo A), en las secciones con caritas de los suplementos salmón de los periódicos y en las páginas en blanco y negro de la revista ¡Hola!, esas que anuncian –se supone que previo pago– bodas, sobre todo bodas, bodas con muchos guiones en los apellidos de los contrayentes y de los testigos; bodas, en definitiva, en las que El Bigotes ese ni está ni se le espera. Pero no es el del colorín el tipo éxito del que nos enorgullecemos. O, al menos, no deberíamos.

Una derecha sin héroes

De lo que hablamos es de una suerte de heroísmo anónimo, no forzosamente el del antiguo alumno que hace años en la cafetería de la Complu le partió la cara a Pablo Iglesias, no tanto por rojo como por coñazo. El vengador con efectos retroactivos, a propósito, anda ahora muy atareado con la cosa del anonimato; en parte porque sabe que la derecha nunca ha sido demasiado generosa con sus héroes y en parte también por temor a que los de Podemos le monten un escrache a las puertas de su casa. Pero me despisto. Estaba con lo del éxito, el heroísmo y todo lo demás, lo cual puede resumirse en la idea de que la reparación de nuestro tiempo precisa, ante todo, de gente corriente, normal, con independencia de si viven para santificarse en medio del mundo o como que pasan. Y aquí el cole –o sea, Retamar– ha dado fruto abundante, copiosísimo, feraz; el ciento por uno, casi.

Aquellos maravillosos años

Que Retamar ha hecho los deberes lo prueba el alto número de antiguos alumnos que reinciden en sus hijos y los mandan a estudiar allí. Pero todavía es mayor el número de los que, de ser eso posible, no dudaríamos en volver a vivir aquellos años, aquellos maravillosos años; los mejores. Vaya por delante que escribo en mi nombre y solo en el mío, personal e intransferible. Ya se encarga el colegio de hacer su propio relato de los hechos, labor en la que, por cierto, destaca como uno de los hitos de estos cincuenta años uno ciertamente vertiginoso: la demostración al volante de su Toyota que en 1990 el flamante campeón del mundo de rallies y antiguo alumno, Carlos Sainz, hizo en los campos de arena de detrás, esos que a la hora del descanso parecían una reconstrucción histórica de las invasiones bárbaras, solo que con enanos. Yo, modestamente, estuve allí.

Los tiempos adelantan que es una barbaridad

Pero tampoco se trata de convertir la croniquilla esta en una colección de anécdotas que solo a nosotros, los antiguos alumnos, interesa. Urge, es más, revestir la cosa con los ropajes del análisis sociológico, si no, a uno nunca lo llamarán de la tele para ir a una tertulia. En definitiva, toca salir del paso con obviedades, por ejemplo, que en estos últimos cincuenta años los tiempos han adelantado que es una barbaridad. Y, por no irnos tan atrás, empezar a contar desde el curso 82-83, cuando los alegres muchachos de la XXII Promoción –sin duda alguna la mejor– empezamos el colegio.

El Follonero nos visita

Nosotros, los de entonces, y otros como nosotros, vimos cosas que hoy nadie creería. Vimos, por ejemplo, a nuestros profesores fumar en clase, y lo vimos con naturalidad, a los seis años. De hecho, había un encargado de cenicero, cuya labor consistía en vaciar las colillas. El siempre entretenido ejercicio de preguntarnos qué habría sucedido hoy daría como respuesta la expulsión del profesor, el cierre del colegio y el internamiento de los niños –nosotros, los de entonces– en un psicólogo. Y, más duro de sobrellevar incluso que un psicólogo pesado, un especial de Jordi Evolé seguido por otro de Ana Pastor seguido por otro de García Ferreras, muy escandalizados los tres. Lo cual demuestra que, a lo largo de estos años, el puritanismo ha cambiado de bando y que, ahora, los meapilas son otros; los de La Sexta, por ejemplo.

Ahí nos las dieron todas

Y eso que lo del cenicero no fue lo único. Todos los que desfilamos por el colegio aquellos años nos llevamos al menos una leche de un profesor. Es verdad que unos no se llevaron ninguna y otros, en cambio, más inclinados a dar y poner la cara –ahí se las dieron todas–, se las llevaban como panes y a diario. Pero estadísticamente todos tocamos a una. Cabe descartar, sin embargo, después de tantos años, una de esas campañas de denuncia con aluvión de querellas por malos tratos. Y por una sencilla razón: no hubo malos tratos.

La letra con sangre no entra

Los intrépidos exploradores a la hora del descanso de los túneles y las alcantarillas del colegio lo confirman: allí encontraron dragones pero no mazmorras. La filosofía de Retamar no era la de la letra con sangre entra. Las tortas eran la anecdótica expresión de un momento –o, mejor, de una época–, mas no una constante pedagógica. Algunas, sí, dejaron huella, y en sentido literal, pero en la cara, no en el ánimo. O sea, que las más de las veces estaban muy oportunamente dadas; sobre todo, si era otro el que se las llevaba.

La Gestopus

¿Exonera esto de responsabilidad a los tarados –que haberlos los había; pocos, pero los había– que por allí pasearon sus frustraciones y su sadismo, más psicológico que físico, por cierto? No, no los exonera. Se encuadraban los hijos de la chingada en lo que algún fénix de los ingenios dio en llamar la Gestopus, siniestra deformación de un sanísimo espíritu fundacional, el del cole. Qué enfermiza obsesión la suya de creer y, sobre todo, hacer creer o tratar de hacer creer que la condenación del alma dependía solo del número de luxaciones de muñeca. El recuerdo grimoso de tales personajes nos sirve hoy al menos para, en lo sucesivo, verlos venir de lejos; a ellos y a los que como ellos se las gastaban. Son, en cualquier caso, los riesgos de hacer el recuento de los años, incluso si estos fueron los mejores: que, sin tú quererlo, al final te salen uno o dos perturbados. Y sin embargo…

… 'Vivant professores'!

Sin embargo, los que pusieron todo aquello a funcionar haciéndolo posible fueron otros, más y mejores que los pocos fanáticos aquellos. La distancia de los años permite por fin hacer un merecido elogio del profesorado de Retamar sin que a uno sus compañeros le dediquen un no menos merecido abucheo, por pelota. Eran –ellos, nuestros profes–, cada uno con sus cadaunadas, auténticos apasionados de la enseñanza. Y aunque el usteo y la tarima marcaban las distancias justas y necesarias, nunca fueron tales como para impedir el trato afectuoso y el consejo preciso. Porque ellos sí sabían de qué iba la cosa esta tan manida de la vida, y sin arrogarse el papel de guardianes del tarro de las esencias ni del de estado mayor de nada. Les bastaba y sobraba con ser maestros; ahí es nada. Y su influencia benéfica dura hasta hoy, confundidos ya con el paisaje, el paisanaje y la memoria del colegio, con sus figuras y sus venerables batas blancas al final de la escalera, esa que subía de la entrada del aparcamiento al edificio central.

Carácter es destino

Fueron ellos, en resumidas cuentas, los que nos educaron en el carácter. O, al menos, lo intentaron. Porque de eso se trataba. De educar en el carácter. Cobra ahora sentido lo de las metas apuntadas en la pizarra de los primeros cursos –las metas de carácter–, y que los equipos por clase de esos mismos años tuvieran nombres sacados de las epopeyas clásicas, como Ulises o Leónidas. El carácter, en fin, como destino, como odisea. Ojalá las cosas sigan así por ahí y el colegio no haya caído en la trampa esa de la emotividad, con coachs como del planeta TEDx en lugar de profes de los de toda la vida. Porque la educación que recibimos fue una buena educación, ciertamente útil para lo que nos vino después.

Nuestros 'waterloos' particulares

Mucho se ha escrito acerca de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos de entrenamiento de Eton. La sola comparación de Retamar con Eton no se tiene en pie y coloca a quien la insinúe en la línea del ridículo. Y no solo por la distancia de unas instalaciones deportivas con otras, por más que las de nuestro colegio, antaño arenosas y polvorientas, ahora luzcan como Valdebebas. También porque a nosotros no nos tocó librar guerra alguna, con lo que no sabremos si hubiera ayudado a ganarlas el marchar en formación al comedor –¡firmes, ar!, ¡a cubrirse, ar!–, o las interminables partidas de frontón en el porche de los vestuarios, o el traicioneramente resbaladizo foso de la piscina, o los cross de Navidad, o el minitramp, o los concursos de lapos. Lo que sí tuvimos que afrontar fueron nuestros waterloos particulares, cada uno los suyos.

De pie en un mundo que se tambalea

Porque nos equivocamos si alguna vez pensamos que éramos los mejores, que en la vida solo tendríamos que elegir con cuidado y que el mundo habría de girar siempre de acuerdo con nuestros deseos y con nuestros intereses. El fracaso, en ocasiones, sí resultó ser una opción y no necesariamente de cobardes. Porque que levante la mano quien en todo este tiempo no haya sentido alguna vez el suelo temblar bajo sus pies, mientras todo alrededor se desplomaba. Y no digo yo que entonces hubiera que haber corrido a refugiarse en Retamar, pero al menos sí recordar que fue allí donde nos enseñaron el camino de vuelta, por si alguna vez nos perdíamos.

Una pica en Estocolmo

Pero sin dramatismos, tú, que la cosa, de momento, tampoco ha marchado tan mal y queda, todavía, la segunda parte del partido, la cara b de la cinta. En nuestra promoción, la XXII, unos mejor que otros, todos vamos tirando. No es que seamos una piña, pero de aquellos años sí nos queda un cierto atavismo de tribu; más para lo bueno que para lo malo, eso también es verdad. Así, todos sentimos como propio el éxito de aquel que se ligó a la heredera de una de las casas reales europeas. Fue como si el curso entero pusiera una pica en Flandes. O, para ser exactos, en Estocolmo. El muy fuera de serie se empeña en negarlo, caballerazo español como es, lo cual es la prueba palmaria de que sucedió tal como lo cuentan. Claro que tanta solidaridad en el éxito no significa necesariamente que demos la espalda a aquel al que ya en sus cuarenta vemos salir de un after acompañado por una escort mientras los demás vamos a la oficina. Porque es verdad que buena parte de la vida se nos va en ir cambiándonos de acera para evitar a los palizas a los que hemos ido conociendo con los años… salvo si fueron compañeros nuestros del colegio.

En España

    0
    comentarios