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Guillermo Dupuy

El derecho de criticar y elogiar las sentencias

En buena parte de la clase política y mediática de nuestro país impera un papanatismo, a veces estúpido, otras interesado, según el cual todas las resoluciones judiciales merecen un mismo respeto y una misma valoración por parte de los ciudadanos.

De las sentencias judiciales podríamos decir lo mismo que venía a decir Pericles de la política en Atenas: que si bien sólo unos pocos pueden darle origen, todos nosotros tenemos derecho de juzgarla.

Aunque en todos los regímenes políticos sea un imperativo legal el sometimiento a lo que dictaminen las sentencias, lo característico de las democracias es que ese deber de acatamiento no lleva aparejado una pérdida del derecho ciudadano a la hora de valorar públicamente las resoluciones judiciales según su buen o mal fundamentado criterio. Respecto a las sentencias judiciales se puede decir en democracia que hay de todo, como en la viña del Señor: hay sentencias buenas, malas y regulares. Hay sentencias incluso espléndidas, como las hay escandalosamente vergonzosas. La propia existencia del recurso de apelación o la del voto discrepante es un reconocimiento por parte del sistema de administración de Justicia del hecho de que las sentencias no son infalibles.

Desgraciadamente, sin embargo, en buena parte de la clase política y mediática de nuestro país impera un papanatismo, a veces estúpido, otras, interesado, según el cual todas las resoluciones judiciales merecen un mismo respeto y una misma valoración por parte de los ciudadanos. Esta errada "corrección política", propia de "demócratas parvenu" –valga la expresión–, nos presenta como falta de respeto al Estado de Derecho lo que, en realidad, es un ejercicio democrático esencial como es el de valorar las sentencias según nuestra particular escala de estimación, con extremos igualmente legítimos que van desde la admiración al desprecio.

Esta estúpida corrección política es, en el fondo, tan poco respetuosa con la democracia como la sería la de quienes censuraran la critica y la valoración de las políticas de un gobernante por el hecho de que éste haya sido designado democráticamente.

El derecho de crítica a las resoluciones judiciales, que incluso puede ser a veces considerado como un deber, está aun más justificado si tenemos en cuenta la designación política de los miembros de los máximos órganos judiciales que nos aboca a que el poder judicial sea una mera correa de transmisión del poder político. Esa falta de separación de poderes, y no el derecho de los ciudadanos a valorar lo que consideren oportuno, incluidas las sentencias de los tribunales, es la que constituye una lacra y una falta de respeto a nuestro Estado de Derecho.

Que conste que si digo esto no es porque dé por descontado que el Tribunal Constitucional vaya a hacer el trabajo sucio que el Gobierno de Zapatero –esta vez y gracias a la presión de las víctimas del terrorismo– no se ha atrevido a hacer con Bildu como sí hizo descaradamente con ANV. Lo digo porque el temor, que sí tengo, de que el Constitucional tumbe la sentencia del Supremo radica precisamente en esa dependencia política de nuestro sistema judicial, que es y seguirá siendo una lacra para nuestro Estado de Derecho, con independencia de que el fallo del Constitucional permita o impida que los proetarras vuelvan a colarse en las instituciones. Lo que pueden dar por descontado es que mostraré mi desprecio o mi elogio a los magistrados precisamente en función de cómo sea su sentencia.

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