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Guillermo Dupuy

Un cumpleaños y un funeral

El Ejecutivo de Felipe González no dudó en ir al asalto del Consejo General del Poder Judicial después de expropiar Rumasa.

Pocas aseveraciones rinden tanto homenaje a Locke y Montesquieu en su defensa del principio de separación de poderes que la que se encuentra en el articulo XVI de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano: "Toda sociedad en la que no se encuentre asegurada la garantía de los derechos ni establecida la separación de poderes carece de Constitución".

Así de contundente, y de la misma forma en que Hayek insistía en que la libertad no es meramente un valor singular, sino la fuente y condición necesaria de la mayoría de los valores morales, también podríamos decir que la separación de poderes no debía ser un precepto constitucional más, sino la garantía y condición necesaria para la salvaguarda de cualquier otro precepto o derecho reconocido en una Ley de leyes.

Aunque nuestra Constitución no recoja expresamente el reconocimiento de un principio tan esencial como el que nos ocupa, consideramos que tanto su letra como su espíritu se adecuan a su contenido en ese intento que pretendía Montesquieu de que "el poder detenga al poder".

Desgraciadamente, sin embargo, desde la primera legislatura de Felipe González vivimos una situación de dependencia y de politización de la Justicia que tiene su antecedente en la bochornosa expropiación de Rumasa de 1983, y su consumación en la no menos vergonzosa reforma de la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial de 1985.

En el primer caso, la mitad de los integrantes del Tribunal Constitucional se mostraron inflexibles a las presiones del Gobierno socialista, a las que sí cedió, con su voto de calidad, el presidente del Tribunal, Manuel García Pelayo, quien poco después abandonaría España, abatido y desprestigiado, para morir en Venezuela.

Después de esto, el Ejecutivo de González no dudó en ir al asalto del Consejo General del Poder Judicial para modificar la ley orgánica de 1980 que, hasta 1985 y conforme al articulo 122.3 de nuestra Constitución, establecía que las Cortes Generales sólo elegían 8 de sus 20 miembros, mientras que los 12 restantes los escogían los propios jueces y magistrados de todas las categorías judiciales. El Tribunal Constitucional, ya entonces sometido al abrumador Gobierno socialista, también accedió a dar su visto bueno a una reforma por la que los 20 miembros del CGPJ pasaban a ser elegidos en su totalidad por el Congreso y el Senado. Lo paradójico es que, en esa bochornosa e histórica sentencia 108/1986, el vicio rindió homenaje a la virtud al advertir del "riesgo de que las Cámaras atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos". Un riesgo que, desde entonces y bajo la satisfecha proclama de Guerra de que "Montesquieu ha muerto", se ha convertido en una lamentable realidad gracias a esa hipócrita sentencia.

La promesa de Aznar de restablecer un sistema de designación acorde a la separación de poderes, en el que los propios miembros del poder judicial eligieran a sus representantes, quedó en un mero maquillaje que no erradica su designación política.

En cuanto a Zapatero, nadie más interesado que él en que el poder judicial sea una prolongación del poder político. Sólo unos magistrados dispuestos a aceptar con él al pulpo como animal de compañía, podrían admitir como compatible con nuestra Ley de leyes un estatuto soberanista, del que el propio Maragall admitió que era necesaria una "previa reforma de la Constitución" para darle cabida.

Es cierto que, a pesar de su designación política, los magistrados puedan actuar con independencia, incluso en el caso, tal y como ocurre en España, de que su nombramiento no sea vitalicio. Aunque a esa posibilidad se aferre nuestra débil esperanza, el valor que damos a esa independencia es el mismo que el que otorgamos a la de un juez elegido por el acusado al que ha de juzgar.

Tal vez este articulo no haya sido el más alegre homenaje que nuestra Carta Magna reciba en sus treinta años de vida. Mas no hay vida constitucional compatible con el entierro de un principio como el de la separación de poderes. Y en esas estoy, sin saber si mi vela encendida es por un cumpleaños o por un funeral.

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