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DE UN VIAJE A CUBA

2. Lo social y lo humano

El escritor Calvert Casey, en un precioso librito titulado Memorias de una isla, publicado cuando aún estaba inmerso en la pachanga cultural de la incipiente Revolución cubana, proponía una revisión del costumbrismo decimonónico que nos dejó de la Gran Antilla una imagen romántica, colorista y amable.

El escritor Calvert Casey, en un precioso librito titulado Memorias de una isla, publicado cuando aún estaba inmerso en la pachanga cultural de la incipiente Revolución cubana, proponía una revisión del costumbrismo decimonónico que nos dejó de la Gran Antilla una imagen romántica, colorista y amable.
Esa imagen era falsa porque sólo era media imagen, la cara iluminada de la luna, mientras se ocultaba y silenciaba la cara sombría, la imagen sórdida, la de las masas que no hacían “vida social” en la acepción burguesa del término. La Revolución pondría remedio a ese estado de cosas, si no con efecto literario retroactivo, sí con efecto social inmediato, pues fue desde entonces esa “masa desconocida” la que ocuparía el proscenio de la Historia. Esa “gente que nunca salió en las crónicas de La Habana Elegante ni veraneó en la Seiba ni bailó en la Playa”, como escribía Casey, esa “masa anónima” saldría por fin al primer plano, no ya literario, sino social, y ocuparía las quintas del Vedado, las casitas mesocráticas con jardín de Marianao, las mansiones porticadas de Centro Habana, los pisos frente al mar del Malecón. Este maremoto igualitario sólo se detendría ante las fastuosas residencias de Miramar, reservadas al Cuerpo Diplomático y a los jerarcas de la Revolución. De este modo, La Habana quedaría convertida en una especie de Pozo del Tío Raimundo. El Pozo del Tío Raimundo fue en tiempos el crisol madrileño del catolicomunismo e ignoro si sigue siéndolo, pero muchos de los que iban a él para “concienciarse” subirían con el tiempo a otras esferas donde se podía vivir mejor sin tener por ello que abdicar de la “conciencia de clase”.
 
Las orgías siempre acaban mal y a las altas mareas de antaño suceden las profundas resacas de hoy. De este modo, aquella “masa anónima” que, según los marxistas, hace la Historia y, según las personas sensatas, la padece, iría retrocediendo del proscenio para dejar paso a las “fuerzas del progreso”. Un botón de muestra puede ser el Malecón de La Habana, cuyos majestuosos edificios, una vez desalojados los infelices que en ellos hacinó la Revolución, empiezan a ser restaurados por cuenta de la Junta de Andalucía. Todo sea por el socialismo y el turismo.
 
Una de las primeras medidas de la Revolución triunfante fue cerrar los hoteles, muchos de los cuales, como el Hotel Sevilla, entre el Prado y Trocadero, funcionaban como casinos de juego. Los hoteles de hoy, renovados, puestos al día, son maravillosos oasis de la sociedad de consumo que permiten visitar el mundo socialista sin tener que sufrir sus inconvenientes. Porque a veces Cuba es como la guerra para los italianos, “bella ma incòmoda”. Yo me he visto a las seis de la tarde —en el trópico además anochece de golpe— en un “carro” soviético de chapa corroída y sin gasolina a cien kilómetros de la capital y a diez del único surtidor existente entre La Habana y Pinar del Río. Apenas nos habíamos apartado al arcén, delante de un camión cuyo conductor comía en una especie de venta donde alquilaban habitaciones, cuando llega, pedaleando cansinamente, un hombre de campo con gorra caqui y bigotes caídos. Uno de mis acompañantes se dirigió a él:
 
-Ven p’acá, “henmano”, ¿qué tú sabes de alguien que nos vendiera uno o dos litros de gasolina pa llegar al Cupex? ¿Está lejos? Se le pagaría en divisas.
-El Cupex está a unos seis kilómetros. Le pregunto a mi cuñado, que a lo mejor tiene algo.
-¿Vive muy lejos tu cuñado?
-No; a veinticinco metros. Si dentro de un cuarto de hora no vine, es que no tiene.
 
 
Mis acompañantes hicieron vagas exploraciones sin resultado por los alrededores. El Cupex (la estación de servicio) no estaba a seis kilómetros, sino a diez. La noche se avecinaba y ya me veía pasando la noche a la intemperie o en aquel bohío donde cenaba el camionero. Éste, menos mal, le dijo a uno de ellos que así que acabara de comer lo llevaría hasta la gasolinera. En ese momento, vemos venir al de la bicicleta con una lata de gasolina.
 
-¿Cuánto es?
-Pse… Sesenta pesos.
-Dale dos dólares —me dijo mi amigo.
-¡Pero esto es mucho! —protestó el viejo.
-¡Si ha sido usté la Providencia! —le dije.
-Es que pa eso estamos, pa ayudarnos en lo que podamos.
 
España es muy diversa y cada una de sus regiones es un mundo. Además, hay regiones de España que nunca visité, por ejemplo, las Baleares, con lo cerquita que están de la Península y con la de años que me he llevado haciendo la spola entre Italia y España. Por la misma regla de tres que conocí Méjico antes que Granada, en lugar de ir a unas islas que están como aquel que dice a la vuelta de la esquina, me veo en una isla que está a diez horas de vuelo y estaba a diez días de navegación. Decía Rafael el Gallo —lo recordaba Agustín de Foxá— que iba a iniciar su temporada en la plaza de La Coruña, “a la vera de La Habana”. Para mí, ir a Cuba ha sido como visitar una de las muchas regiones de España que aún no conocía.
 
 
 
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