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PRETORIANOS

Adolfo Suárez y Joaquín Garrigues

Reproducimos a continuación un extracto del libro Pretorianos, de dónde vienen y a dónde van los fontaneros de Moncloa, escrito por el periodista Enrique de Diego. Publicado por la Editorial Martínez Roca, se pondrá a la venta en los próximos días.

Reproducimos a continuación un extracto del libro Pretorianos, de dónde vienen y a dónde van los fontaneros de Moncloa, escrito por el periodista Enrique de Diego. Publicado por la Editorial Martínez Roca, se pondrá a la venta en los próximos días.
Adolfo Suárez tendrá siempre buen cuidado en desactivar a los prebostes liberales situándoles en aledaños del poder real, en puestos donde no puedan adquirir demasiado protagonismo. El poder es siempre una tentación a la que resulta difícil resistirse. Joaquín Garrigues, en el primer gobierno centrista, asumirá Obras Públicas, un Ministerio técnico, con escaso margen para una gestión ideológica. Garrigues se deja obnubilar por el elevado presupuesto del Ministerio y, en un análisis poco liberal, identifica gasto público con relevancia política. Su estrecho colaborador Julio Pascual le había recomendado Comercio, más pequeño, pero con campo para plasmar el ideario.
  
Pero aún así, Joaquín brilla. Es, por naturaleza, brillante. Adolfo Suárez le releva y le nombra ministro adjunto al Presidente. Un Ministerio, como es fácil comprender, sin contenido. Joaquín protesta infructuosamente. Sus relaciones con Suárez siempre serán muy peculiares. El liberal no respeta al falangista intervencionista. A los liberales les dice con ironía:
–Suárez, que os quede claro, es supermán. Lo digo por egoísmo. Nunca podría reconocer otra cosa. Con la forma que nos tiene subyugados y con la bota encima del cuello, si digo encima que es un político poco preparado sería atacarnos a nosotros mismos, no a él. Por lo tanto, supermán. ¡Que no haya duda!
  
En la mesa sin papeles de su evanescente Ministerio, Garrigues Walker escribe cartas al presidente del Gobierno pasando revista al estado de la nación. Son largas, memorándums. Caen en el vacío, sin reacción. Hasta que Suárez entra en sospechas de que su ministro está preparando un libro, una especie de Cartas a Suárez, que puede resultar demoledor, pues Joaquín no se recata en hacer críticas, en desacuerdo con el sesgo ucedero, que está incrementando el paro y generando conflictos laborales. Suárez le ordena, le impone —desde la autoridad de la Presidencia a un miembro del gabinete— que cese la correspondencia. Acepta la orden. Cambia de estrategia. Cada poco le remite un paquete de libros con una nota suya. Hay relación entre la temática del envío y cuestiones de actualidad. Si se va a debatir el programa económico o los Presupuestos generales del Estado, Joaquín Garrigues le envía un manual divulgativo de primero de carrera, con la siguiente nota: “Querido Adolfo: Por favor, léelo, lo necesitas. Empieza por el principio. Un abrazo”. Debate autonómico, le remite un Cuaderno Libra, Problemas de las autonomías en la II República española, de Santiago Varela, que acompaña con el consiguiente billete: “Presidente, estamos peor que estaban. Leételo”. Y así sobre diversas cuestiones.
  
Tampoco Suárez tiene simpatía a los liberales. Antonio Fontán será el primer presidente del Senado, y cuando, en la última etapa de UCD, los medios especulan con su nombre como posible sustituto de Suárez, éste le incluye en el gabinete como ministro de Administración Territorial. En medio de la tensión nacionalista y de los conflictos de la puesta en marcha del Estado de las autonomías —durante su etapa ministerial se aprueban el Estatuto de Guernica, el de Cataluña y el Galicia— es un puesto de desgaste. Soledad Becerril será ministra de Cultura. La cuota de poder será siempre escasa. La estética de minoría tiene sus contrapartidas. Podía ser divertida para los jóvenes, pero la atmósfera de Núñez de Balboa era de fatalismo, del tipo: nunca estaremos en la opción correcta, nunca seremos la opción de poder.
 
La muerte de El Pelícano
 
La idea de normalidad comprometida es la que mueve a Joaquín Garrigues Walker a presentarse en la segunda jornada de la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo. Joaquín está herido de muerte. Su negra pelambrera se ha trocado en hilillos tenues, tras las sesiones de quimioterapia. Su imagen lacerante ejemplifica la dignidad parlamentaria y el hemiciclo, sin distinción de partidos, irrumpe en un sonoro, prolongado, emotivo aplauso.
  
Es la última aparición en público de Joaquín. Para él no se acaban los días de vino y rosas, la vida misma se le escapa a borbotones. Tenía un futuro prometedor por delante. Para muchos, seguía siendo la esperanza blanca de la derecha, pero su cuerpo le está jugando una trastada letal. Joaquín se enteró de su enfermedad de una manera extraña. Unos meses antes, le entrevista un periodista francés del Liberation. La pregunta es un mazazo:
–¿Qué siente usted, un político en la cercanía del poder más alto de su nación, cuando ya tiene conocimiento de que su enfermedad es terminal?
  
El periodista se ha documentado bien, pero Joaquín no sabe nada. El interés del periodista tiene un lado humano:
–Usted tiene leucemia, la misma enfermedad de la que ha muerto mi hijo.
Ese día, Joaquín abronca a Sole y a Ximo por haberle ocultado su dolencia. Y esa noche hay una de las cenas mensuales en el restaurante Jai Alai, a las que asisten los parlamentarios, cargos del partido y algunos jóvenes. A los postres, Joaquín se levanta y discursea. Hay intervenciones. Joaquín utiliza a Pedro Pérez como el Pepito Grillo para fomentar controversias. Tras alguna postura chocante de algún padre del Patria, Joaquín, con gestos, anima a Pedro a contradecirle. Es un divertimento. Ese día a Joaquín de su drama interior sólo se le escapa un:
–Hoy es un día muy especial para mí y no os puede decir por qué.
  
Desde ahí será un calvario de recaídas. Es internado en la Clínica de la Concepción, en la habitación 6 C. Escribe artículos. La historia de El Pelícano, brillante en la primera parte, tremendista, al final. Transmite que se muere. Sus últimos meses de enfermedad serán una continua despedida. Un arreglar las cosas, un superar situaciones. Con Cristina Areilza, su esposa, que está de lleno con él en esos momentos tan difíciles. Es la mayor alegría para Joaquín. Lucha mucho, pues ama la vida. Hay días que se anuncian como el último y los supera. Uno entra en coma. Llaman a todos: “Joaquín se muere”. También se transmite la noticia a Adolfo Suárez, quien, dejando sus actividades, acude. No ha pasado mucho desde que hiciera su entrada en la habitación, cuando Joaquín abre el ojo, ve a Suárez y exclama:
–¡Es que tienes que venir a comprobar por ti mismo que de verdad me muero!
  
Cuando el 28 de julio de 1981, Joaquín Garrigues Walker, toda una etapa de la fecunda tradición liberal española, se extingue, Adolfo Suárez está de viaje. En un rasgo de humor negro, los liberales comentan que no ha querido tener a su lado a quien cercenó muchas de sus posibilidades políticas.
 
 
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