Menú

Los intelectuales y el capitalismo

Uno de los casos intelectuales más curiosos de la historia de España es el de Ramiro de Maeztu. De familia rica -dinero cubano- pero arruinada poco antes del 98, Maeztu fue sucesivamente bohemio terrible, fabiano y presocialdemócrata, anglófilo durante la I Guerra Mundial y partidario de Primo de Rivera. Terminó descubriendo el pensamiento contrarrevolucionario y con la República se radicalizará en posiciones reaccionarias, casi fascistas. Hay un momento excepcional cuando en 1925 lo invitan a dar unas conferencias en Estados Unidos. Entonces Maeztu descubre con entusiasmo el capitalismo y el fondo de valores e instituciones que lo sustenta. Así es como le da la vuelta a todos los tópicos que desde el 98 habían venido desarrollando los intelectuales hispánicos. El capitalismo liberal norteamericano dejará de ser la viva representación del más grosero materialismo (recuérdese los yankis "tocineros" de la guerra de Cuba) y se convierte en el fruto de una sofisticada espiritualidad hecha de sacrificio y trabajo. En cambio la cultura hispánica, que encarnaba el desprendimiento y la generosidad, pasa a ser muestra de la indigencia espiritual, de la falta de confianza, del arrasamiento sistemático de cualquier ideal.

La clase intelectual española, que andaba triscando en el limbo confortable de las obsesiones regeneracionistas, combinadas por entonces con la tendencia prosocialista procedente de Rusia, se burló de Maeztu y su descubrimiento. Los Ortega, los Azaña, los Araquistain y sus amigos estaban al cabo de la calle en este asunto. El capitalismo, el libre mercado, la propiedad privada, la iniciativa individual... minucias al lado de lo que único que contaba, que era la libertad política o mejor dicho la libertad intelectual.

Al final, aquel desprecio por las libertades económicas acabó en la demolición sistemática de cualquier libertad y los españoles pagaron muy caro el desdén de los intelectuales por la libertad.


Intervencionistas y ultraliberales

Este desprecio no ha sido privativo de los intelectuales españoles. En el siglo XX, los intelectuales han defendido con todas sus fuerzas las libertades que les son propias: libertad plena de información y de expresión, y libertad de expresarse como les venga en gana. Nada puede obstaculizar la libre difusión y circulación de las ideas y nadie tiene el menor derecho a plantear siquiera sea una mínima restricción. En este terreno, el mercado es perfecto. El productor y el consumidor son tan sofisticados que jamás se equivocan, por lo que ninguna instancia superior tiene que intervenir para corregir error alguno. En lo que respecta al mercado de las ideas, los intelectuales se declaran adeptos fanáticos del laissez-faire, libertarios auténticos, mucho más radicales que cualquier ultra o neoliberal confeso.

El panorama da un vuelco cuando se sale del mercado de las ideas. En cuanto tocan los mercados de bienes corrientes, los intelectuales se declaran partidarios de los controles, el intervencionismo, las censuras y las barreras. Como dice el economista R.H. Coase, todo lo que el consumidor y el productor tienen de refinados y clarividentes en el mercado de las ideas, lo tienen de bastos y groseros en los mercados de bienes corrientes. En este mundo soez, nadie sabe lo que quiere, ni por qué le gusta lo que le gusta, ni por qué produce lo que produce, ni por qué compra lo que compra. Hace falta una autoridad que imponga unas pautas de conducta, palie los errores y prevenga los efectos catastróficos, inevitables cuando se deja a la gente ordinaria hacer lo que le apetece hacer. En suma, que los intelectuales, espíritus libres y libertarios en su esfera, suelen ser enemigos encarnizados de la libertad en cuanto se sale de ésta.

Aun así, el mercado de las ideas presenta tantos fallos como cualquier otro. Hay ignorancia de los consumidores, que está en el origen de desigualdades graves en el acceso a los bienes disponibles. Los productores no siempre, o mejor dicho casi nunca, cobran lo correspondiente al trabajo invertido en la mercancía que ponen a disposición del público. Y sobre todo, nada compensa los costes de las equivocaciones intelectuales o las estafas voluntarias cometidas en el mercado de las ideas. ¿Cómo indemnizar a quienes perdieron a sus familias y sus bienes en el intento de plasmar en la realidad el socialismo? ¿Cómo compensar los millones de muertos que el fascismo ha causado en este siglo?

Estos argumentos -ignorancia, desigualdad, efectos imprevistos y perversos- son los que suelen justificar la intervención en los mercados de bienes convencionales. No rigen en cambio en el mercado de las ideas, por mucho que aquí no tengan consecuencias menos terribles que en aquellos. Para salvar esta incongruencia entre ultraliberalismo y laissez-faire de un lado y desconfianza e intervencionismo del otro, los intelectuales distinguen entre mercado de las ideas y mercados de bienes corrientes. En primer lugar, hay una diferencia de origen: la libertad en el mercado de las ideas se basa en la libertad individual, mientras que la libertad en los demás mercados se basa en una nueva forma de explotación, cuando no de esclavitud, como es la que establece el empresario -antiguo "capitalista"- con los empleados -antes "trabajadores"-. Y hay una diferencia más en cuanto a los efectos, porque así como la libertad en el mercado de las ideas es el origen de la democracia, que es la forma política de la igualdad, la libertad en el mercado de bienes corrientes es el fundamento de la desigualdad social.

El razonamiento es, cuando menos, discutible. Primero porque la relación entre empresarios y empleados no tiene por qué ser de explotación, ni las desigualdades son mayores en el capitalismo que en el socialismo. Más bien al revés. La experiencia muestra que el capitalismo permite el acceso general a un nivel de bienestar inconcebible en el socialismo. Además, la historia del siglo XX demuestra que la supresión de las libertades económicas, en particular de la propiedad privada, conlleva siempre la desaparición de las demás libertades, en particular de la de expresión y circulación de las ideas. No existen unas libertades sin otras.

A pesar de la evidencia empírica y de todas las demostraciones elaboradas a lo largo de este siglo, los intelectuales siguen manteniendo esta posición, que parece consustancial a su naturaleza de intelectuales. Por eso, lo que en otros tiempos pudo ser considerado un error intelectual debe ser atribuido ahora a motivos distintos, menos nobles y más relacionados con la supervivencia y el prestigio. Al defender la propia libertad y atacar al mismo tiempo la de los demás, los intelectuales defienden sus prerrogativas y sus intereses (algo perfectamente natural, por otra parte).


Jerarquías y valores. Los límites de la libertad

Hasta aquí nos hemos tomado en serio la defensa que los intelectuales hacen de la de la libertad en el mercado de las ideas. Pues bien, también sabemos que ese entusiasmo, tan radical en el terreno de los principios, ha sido tibio y moderado en cuanto se llega al de las realidades prácticas. Los intelectuales del siglo XVIII no dudaron en prohibir el teatro popular en nombre del decoro y de la educación. A Maeztu, sus antiguos amigos lo ningunearon en los años veinte y luego, cuando llegaron al poder con la República, le prohibieron su revista, de postulados antiliberales, es cierto, pero no más que cualquier periódico o revista socialista a los que nunca se les puso cortapisa alguna. Hoy mismo la libertad de expresión está restringida en cuanto a las opiniones sobre los efectos del totalitarismo nazi, mientras que se sigue diciendo y publicando sin problema cualquier falsedad acerca del totalitarismo socialista.

Este deslizamiento desde la reivindicación de la libertad a la censura de los discrepantes ha llevado a muchos intelectuales a afiliarse de propagandistas de regímenes y actitudes totalitarias. La raíz de esta abdicación es la negación que esos mismos intelectuales hacen de las libertades económicas. Si se quiere corregir los fallos de los mercados habrá que intervenir: priorizar unos productos o actividades sobre otros, imponer reglas de contratación y despido, levantar barreras... Esta actividad requiere una justificación intelectual. Esa es la función de los intelectuales que han colaborado, más de una vez con entusiasmo, en la elaboración de una jerarquía de valores -ya sea defensa de la cultura tradicional, igualdad, redistribución o ecología- que justifique esas decisiones.

Con el mismo entusiasmo, muchos intelectuales han respaldado los aparatos de censura y represión puestos en marcha para defender esas jerarquías de valores. No se sabe que esos mismos intelectuales hayan asumido luego las responsabilidades por los costes, atroces en más de una ocasión, que esas intervenciones han tenido. Más aún, muchos de ellos, censurados, encarcelados, torturados e incluso muertos en nombre de la jerarquía de valores que ellos mismos habían contribuido a elaborar, han aceptado hacer la autocrítica de sus propios errores y desviaciones...


Altruistas profesionales

No siempre la escasa confianza en la libertad que suelen tener los intelectuales llega a extremos tan dramáticos. Hay otros casos en los que el respaldo a la intervención masiva del Estado ha tenido efectos positivos. Según el lugar común historiográfico, la aparición del intelectual va relacionada con la creación de un público capaz de entender lo que dice. Conviene aclarar que el intelectual, en sentido estricto, no es el artista, el erudito o el investigador, especialistas en ramas concretas del saber o de la expresión que han existido siempre. El intelectual es aquel que, siendo o no especialista, asume la función de intermediario y divulgador de un saber o unas ideas. Habiendo aparecido en el siglo XVIII, o a finales del XVII, el intelectual encuentra su razón de ser cuando se impone la educación obligatoria y se crean las condiciones que harán posible el establecimiento de un mercado lo bastante amplio como para que el intelectual pueda vivir de su labor de intermediario.

Nadie discute los beneficios de la educación obligatoria y nadie echará de menos la situación previa de privilegio y restricción. Cabe, eso sí, imaginar formas menos estatalizadas y dirigistas de conseguir el mismo efecto, como ocurrió en Estados Unidos. Pero sea lo que sea, no habrá que olvidar que la propia figura del intelectual y su apego de orden casi profesional a la "libertad" en el mercado de las ideas está relacionado, en su mismo origen, con un gigantesco experimento llevado a cabo desde el Estado sobre la sociedad.

Además, los efectos de esta intervención no siempre han sido positivos. La educación obligatoria tiene en un primer momento un efecto innovador, propiamente revolucionario. Hasta ahí la educación estaba restringida a quien tenía responsabilidades directas sobre la administración de sus propiedades, individuales o familiares. Desde que se instaura la enseñanza obligatoria accede al saber, y en consecuencia a un cierto grado de poder, a veces considerable, gente que, como dice Hayek, "no conoce la experiencia directa del funcionamiento del sistema económico que da la administración de la propiedad".

El intelectual, surgido justamente con la aparición del capitalismo, tiene ahí, en esa escisión entre el poder y la realidad económica, la verdadera fuente de su poder y su prestigio. Claro que el intelectual, intermediario de la información, es imprescindible para que un sistema basado en la circulación permanente de la información funcione correctamente. De ahí que muchos intelectuales, sobre todo hasta principios del siglo xx, consideraran inseparables la libertad en el mercado de las ideas y la libertad en los mercados de bienes corrientes, y se adscribieran por tanto al liberalismo en el sentido más amplio y común del término.

Pero desde otra perspectiva, el intelectual, al no ser un especialista, y siendo por tanto ajeno al conocimiento práctico y sin responsabilidad directa sobre la realidad, queda colocado en un disparadero peligroso, del que sólo le rescatarán la sensatez y la rectitud moral. Éstas no son corrientes en el gremio, a causa de la propia naturaleza del intelectual, especialista en nada. Entonces el intelectual se identifica con una visión idealizada de la sociedad en la que él encarna una nueva clase, sin propiedad, ni patria, ni especialización: una suerte de encarnación viva de la humanidad pura, sin ataduras ni responsabilidades...

Así es como el intelectual se consagra en cuerpo y alma a su misión, que será ni más ni menos que la salvación de la Humanidad (o de la Nación, la Comunidad, la Raza o el Proletariado). Al mismo tiempo, esta sublime dedicación le permite olvidarse de lo más próximo, de lo que le atañe a él personalmente, de todo aquello que ata a una responsabilidad diaria al común de los mortales que no disfrutan de esa emancipación total propia del intelectual. Rousseau, Marx, Tolstoi y Sartre son figuras egregias de este santoral. Hay muchísimos más, aunque a medida que pasa el tiempo la antigua épica se va diluyendo en rasgos grotescos, fruto más del resentimiento propio del desclasado (como sostenía Mises) que de cualquier forma de ambición.

Siguen quedando muchos resabios, en particular en la posición de los intelectuales ante la educación y la difusión del saber. A la larga, la educación acaba fomentando el acceso a la propiedad. Pero el intelectual que se conciba a sí mismo como salvador pierde influencia en una sociedad de propietarios libres y responsables. Cuanto más independientes y autónomos sean los individuos a la hora de tomar las decisiones que crean convenientes, es decir cuanto más abierto, libre y dinámico es lo que los intelectuales llaman despectivamente el mercado, menos influencia tendrán éstos. En la ingeniosa hipótesis de Robert Nozick, los intelectuales, que suelen ser buenos alumnos en la escuela, no suelen tener éxito en el mundo no reglado y abierto del capitalismo: su aversión a la economía de mercado expresaría su inconsolable nostalgia de aquel mundo ordenado y jerarquizado en el que brillaron de jóvenes...

Los intelectuales tampoco suelen estar a favor de la libertad de enseñanza, que abre la competencia entre centros y corrientes educativas y permite la creación de nuevas elites. Militan por una enseñanza fuertemente intervenida, cuando no monopolizada por el estado, como quisieron imponer los miembros de la Institución Libre [sic] de Enseñanza cuando llegaron al poder en la España de los años treinta. También prefieren una enseñanza comprensiva, que no fomente la competencia de los alumnos ni incite a la superación ni al orgullo individual. Cuantos más derechos crean tener, cuanto más conscientes de su debilidad sean las personas, es decir cuanto más dependientes sean, mejor para los intelectuales, auténticos profesionales del altruismo -que consiste en decidir por los demás. En cambio, como decía Aron, nunca se ha visto a los intelectuales firmar manifiestos de apoyo a la investigación fundamental, ni siquiera por el establecimiento de controles de calidad en la enseñanza.


Buscadores de rentas

Pero la querencia intervencionista de los intelectuales no acaba ahí. Al establecer una distinción de jerarquía entre el mercado de las ideas y los mercados de bienes corrientes, los intelectuales también sustraen el primero a las reglas que rigen en los otros. Reclaman que las instituciones o el Estado intervengan financiando y promocionando productos que no le interesan a nadie: cine que nadie va a ver, música que nadie escucha, libros que nadie lee. Por supuesto que en una sociedad abierta cada cual es muy libre de producir y poner en circulación productos nuevos, creando una demanda para ofertas hasta ahí inexistentes. Pero el problema no es ese, sino cómo se llega a justificar la paradoja de que esa libertad no existiría de no mediar la intervención de una autoridad superior.

Se suele comparar esta situación a la del Príncipe, sin cuya liberalidad no habrían visto nunca la luz las más altas obras del arte y de la inteligencia. Pero el Estado moderno no tiene ante la creación y el intelecto la misma relación que Luis XIV con Racine, o Felipe IV con Velázquez. Luis XIV y Felipe IV sabían lo que estaban encargando, mientras que el Estado no sabe o, más exactamente, no ha de saber lo que apoya. El encargado de guiarle es justamente el intelectual. El intelectual no es el que recibe el apoyo, en forma de subvención directa, o de apoyo a la promoción o de barrera proteccionista, sino el que sabe a quién se le ha de conceder.

El servicio no se presta gratis. Como es natural, el intelectual intercambia con otros de su profesión los favores que logra del estado y las instituciones. Hoy por ti, mañana por mí: en torno de las fuentes de recursos crecen redes de buscadores de rentas que acaban formando grupos parasitarios más o menos teñidos de ideología: ideología en el sentido marxista de la palabra, es decir claves simbólicas que disimulan intereses económicos no siempre modestos (véanse las subvenciones al cine o el precio fijo de los libros).

Además, el intelectual se hace valer ante la sociedad como el más alto representante de la libertad, su encarnación más pura y aquilatada. Siguiendo la ley más simple, la que rige cualquier intercambio económico, incluido el de las ideas, el intelectual intentará vender su mercancía lo más caro posible. Para ello se especializa en el desprecio hacia la sociedad que lo acoge y lo aplaude. De profesional en la intermediación y la divulgación del conocimiento, el intelectual pasa a ser profesional de la crítica de aquellos valores de libertad, de independencia y autonomía que hacen posible su propia existencia. Los intelectuales aprendieron pronto lo rentable que es este mecanismo.

Probablemente fue Rousseau el primero en aprovecharlo, cuando comprobó que cuanto más insultaba a sus protectores, mejor le trataban éstos.

0
comentarios