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11-S: Dos conmemoraciones

Conmemorar el aniversario del 11-S es inevitable. Pero también puede resultar una trampa e incluso un escándalo, un escándalo moral. No he podido ver la retransmisión completa de las ceremonias en Estados Unidos, pero creo haber visto lo suficiente para argumentar las dos afirmaciones.

La ceremonia celebrada en Nueva York, en la Zona Cero, repitió la del año pasado aunque en un registro un poco menos grandilocuente. Se sucedieron los instantes de silencio, los sonidos de las campanas y la lectura de los nombres de todos los asesinados por el ataque terrorista a cargo de unos niños. Los niños podían seguir la lista o decir el nombre de alguno de los asesinados si este era pariente o amigo suyo, o de su familia.

En Washington la ceremonia se desarrolló en el cementerio de Arlington. Rumsfeld y el jefe del Estado Mayor depositaron una corona de flores ante un pequeño monumento con los nombres de los asesinados en el edificio del Pentágono hace dos años. Antes Rumsfeld había leído un impresionante discurso sobre el significado del patriotismo. Patriota, vino a decir Rumsfeld, es quien honra y venera los valores de libertad encarnados en su patria. Y los honra y los venera hasta el punto de estar dispuesto a dar la vida por ellos. El discurso tenía dos claves. Una de homenaje a los muertos el 11-S. Y otro de invitación al patriotismo a los presentes en el acto y a todos los americanos que lo estaban escuchando.

La ceremonia de Nueva York fue un acto de dolor y de duelo. Responde a la ola de emoción que todavía nos sobrecoge al pensar en la inmensidad del dolor causado en unos momentos por unos asesinos. La ceremonia de Washington responde a otra cosa. En Arlington se recordó que los hechos del 11-S requieren del trabajo y del sacrificio de todos. No es cuestión de venganza, ni siquiera de justicia. Es cuestión de dignidad.

Las víctimas del 11-S, como las del País Vasco en España, no fueron muertas por casualidad ni por error. Tampoco lo fueron por sus ideas ni por sus creencias, ni porque fueran individuos particularmente odiosos a sus asesinos. Fueron asesinados porque al estar al aquel día en el World Trade Center, en Manhattan, Nueva York, encarnaban un proyecto de vida hecho de libertad y de confianza en los demás, un proyecto que sus asesinos querrían ver desaparecer del mundo. Es la misma razón por la que ETA planta una bomba en un hipermercado o asesina a unos guardias civiles o, aunque algunos crean lo contrario, a un político o a un militar. Los terroristas no buscan la muerte de un individuo, buscan la destrucción de algo más.

Las víctimas son siempre víctimas individuales, claro está. Tienen nombre y rostro. La atrocidad de la muerte que padeció cada uno de ellos nunca será lo suficientemente recordada. Y sus familias y sus amigos han de ser apoyados y tienen el derecho a recibir el afecto y la solidaridad de todas las personas decentes, de su país y del resto del mundo.

Por eso la ceremonia de Nueva York es inevitable. Pero no hay que dejar de recordar también que con ellos se atacó algo más, algo que está más allá de su propia vida individual y que incluye y trasciende su dolor y la compasión que podamos sentir por ellos y por quienes les sobrevivieron y ahora han de recordarlos.

Lo que los islamofascistas o los neonazis islámicos atacaron el 11-S, como lo hacen los nazis vascos en España, es la raíz misma de aquello que les permitía vivir sus vidas como individuos. El 11-S fue un ataque al lazo social que los había hecho libres, un ataque contra Estados Unidos, contra su patria, y por extensión, contra los principios básicos de la civilización. Por eso la conmemoración de los muertos del 11-S en Nueva York, aun siendo necesaria, me parece insuficiente. Sin la ceremonia de Washington, podría incluso resultar escandalosa. Los asesinados en las Torres Gemelas, en el Pentágono y en el avión que se estrelló en Pennsylvania, como los asesinados por ETA en España, exigen de nosotros algo más que un duelo perpetuo.

Si no lo comprendemos, caeremos en la misma trampa en la que han caído casi todos los medios de comunicación occidentales, sin excluir los norteamericanos. Bajo el disfraz del duelo, al final siempre se trata de lo mismo: justificar la violencia y la muerte.

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