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ENIGMAS DE LA HISTORIA

¿Cómo llegó Mussolini al poder? (II)

Por temor hacia los que se consideraba enemigos reales o potenciales, por esperanza en un futuro mejor, por mera supervivencia en el presente, el fascismo estaba aumentando su influencia casi a diario. Pese a todo, todavía en la primavera de 1921, el fascismo —que Mussolini presentaba como una utopía revolucionaria para el futuro— hubiera podido ser detenido con relativa facilidad.

LA MARCHA SOBRE ROMA

Aparte del elemento económico que analizamos ya en la primera entrega de este enigma, existía otra razón para la rápida expansión de la violencia fascista. Se trataba del amplio apoyo, por acción u omisión, que recibía de importantes instancias de poder y de notables segmentos sociales. Para muchos ex combatientes, el fascismo había llegado a significar una forma de vida o de identificación en el turbulento mundo de la postguerra; para la monarquía, era un modo potencial de controlar cualquier veleidad republicana; para algunos sectores del capital, constituía una manera de frenar una posible revolución; para algunos miembros de las clases medias, representaba la oportunidad de parar a unas masas proletarias que competían con ellas en la durísima lucha por la supervivencia y la esperanza de recuperar una situación mejor que se había deteriorado en los últimos años. Por temor hacia los que se consideraba enemigos reales o potenciales, por esperanza en un futuro mejor, por mera supervivencia en el presente, el fascismo estaba aumentando su influencia casi a diario.

Pese a todo, todavía en la primavera de 1921 el fascismo —que Mussolini presentaba como una utopía revolucionaria para el futuro— hubiera podido ser detenido con relativa facilidad. Así lo dejó de manifiesto lo que se ha denominado el incidente de Sarzana, cuando medio millar de seguidores de Mussolini, a pesar de estar armados, fueron repelidos por un capitán de gendarmes asistido únicamente por ocho milicianos y tres soldados. La acción valerosa de las escasas fuerzas del orden tuvo un impacto inmediato sobre la hasta entonces atemorizada población de Sarzana. Envalentonada por la visión de la cobardía fascista, se enfrentó con los amedrentados seguidores de Mussolini. Al día siguiente no fueron pocos los cadáveres de fascistas que aparecieron colgando de los árboles o ahogados en las marismas cercanas.

El fascismo de Mussolini estaba aumentando su influencia en aquella época pero hubiera podido pasar a la historia como un breve sarampión de posguerra. Si no fue así se debió a que la clase política italiana subestimó el fenómeno, prefirió mantenerse dividida en favor de intereses partidistas y no adoptó una actitud de oposición enérgica frente al mismo. De hecho, aquella primavera de 1921 iba a ser testigo de la aceptación del fascismo en el seno de la sociedad política. El 15 de mayo Italia volvió a acudir a las urnas. Giolitti había abogado por una política de bloques que permitiera a las derechas obtener la hegemonía parlamentaria evitando un desbordamiento revolucionario de la izquierda y manteniendo la estabilidad de un sistema que, con sus limitaciones, había proporcionado a la joven Italia sus momentos de mayor prosperidad histórica. Llevado por el deseo de obtener una resonante victoria, decidió incluir en las listas a los fascistas junto a los partidos liberales. Pretendía con ello absorberlos en el sistema si es que no asegurarse su colaboración intimidatoria.

El error de apreciación de Giolitti iba a demostrarse fatal pero entonces no pareció tan obvio. Mussolini, que insistiría como todos los movimientos fascistas posteriores en que su ideología no era de izquierdas ni de derechas, no se sintió ofendido por el ofrecimiento. De hecho, realizó una campaña electoral en la que repudió la violencia e incluso elogió el catolicismo. No dejaba de ser un colosal ejercicio de cinismo para quien mantenía en activo unas unidades paramilitares como los fascios y tenía un prolongado pasado de rabioso anticlerical. Pero en términos de frío cálculo político mereció la pena. La alianza con las derechas finalmente dio sus buenos frutos: el fascismo consiguió treinta y cinco actas de diputado. En apariencia, Mussolini había sido arrastrado al juego parlamentario y cuando el 3 de agosto incluso llegó a firmar el Pacto de pacificación con los socialistas pudo parecer que aceptaba de corazón las reglas del parlamentarismo. Sin embargo, fuera o no sincero en su acción, lo cierto es que sus bases no le permitirían mantener su compromiso. El 16 de agosto, los miembros de 544 fascios se reunieron en Bolonia para protestar contra el Pacto. En un acto teatral Mussolini presentó la dimisión —que no fue aceptada— del comité ejecutivo. Mucho más perspicaz que sus seguidores, el futuro Duce ya había captado que el camino hacia el poder coincidía en sus primeros tramos con la senda de la legalidad. Sólo una vez conquistado el gobierno por medios legales podría llevar a cabo sus ambiciones hasta el final. Se trataba de un camino en apariencia novedoso pero que se granjearía numerosos imitadores en la década siguiente.

Así, Mussolini, no siempre comprendido por sus partidarios, iba a desarrollar una táctica doble que le proporcionaría enormes beneficios. Por un lado, se presentaría como el político moderado y conciliador, amante de la legalidad, y abierto al diálogo con otras fuerzas; por otro, seguiría utilizando a sus hombres para provocar, agredir y mantener el clima de desestabilización que, crecientemente, exigiría una mano dura que restaurara el orden, una mano que, forzosamente, debía identificarse con la suya. A finales de 1921, Mussolini fundó el Partido Nacional Fascista (PNF), tras insistir en que la conquista del poder se llevaría a cabo de manera legal. A los pocos días, el 15 de noviembre, denunció el Pacto de pacificación suscrito con los socialistas y afirmó que si el Estado era incapaz de combatir, los fascistas estaban dispuestos a sustituirlo.

En los meses siguientes, Mussolini hizo todo lo posible para crear la imagen de que, efectivamente, el Estado carecía de la fuerza necesaria para cumplir con sus deberes. Sabía a fin de cuentas que cuanto más desprestigiadas estuvieran las instituciones de la monarquía liberal, más cerca se hallaría del poder. El año 1922 estuvo marcado desde el principio por un recrudecimiento de la tensión. Mientras la economía se resentía (quiebra de la Banca di Sconto, cierre de las industrias Ansaldo e Ilva, etc), Mussolini se dedicó a obstruir con tenacidad la labor parlamentaria. En febrero se produjo la caída del Gobierno Bonomi y Mussolini vetó abiertamente cualquier posible combinación que tuviera visos de intentar controlar la marea fascista. Finalmente, fue encargado de formar gobierno el débil Luigi Facta.

En paralelo, y de manera ciertamente simbólica, concluía la configuración de la estructura de las milicias paramilitares fascistas con la aparición de los cuerpos infantiles y juveniles, y se recrudecía la labor de desestabilización de los camisas negras. A esas alturas, convertido en una fuerza parlamentaria de cierto peso, el fascismo alcanzaba con una extraordinaria virulencia los centros urbanos. El episodio de Sarzana, que hubiera podido generalizarse antes de la llegada de los fascistas al parlamento, ahora resultaba impensable. Cuando estalló la huelga general del 31 de julio, tras desafiar abiertamente a la Confederación General del Trabajo y al mismo Gobierno, los fascistas reincorporaron a los obreros a sus puestos de trabajo a punta de pistola.

Cuando se celebró en Nápoles el congreso nacional del PNF, Mussolini afirmó algo que a cualquiera que hubiera examinado sólo el número de escaños con que contaba en el parlamento le hubiera parecido desproporcionado: los fascistas entrarían en el gobierno pero no por la puerta de servicio. En aquellas horas, el fundador del fascismo se jactó de que si no se les entregaba el Gobierno, marcharía a Roma a apoderarse de él. No se trataba de una simple baladronada. En el hotel Vesuvio de Nápoles, Mussolini acordó esa noche junto a otros dirigentes fascistas una movilización general de sus fuerzas para el día 27 y la conquista de Roma para la jornada siguiente. Como medida previa e indispensable, el territorio nacional fue dividido en doce zonas desde las que los fascistas debían acudir a Marinella, Mentana y Tívoli. A las once de la noche del 27, el ministro de la guerra fue informado de que había comenzado la marcha sobre Roma. A la misma hora del mismo día, el rey Víctor Manuel III, que se hallaba en San Rossore, llegó a la capital de Italia. A primeras horas del 28, Facta, el primer ministro, presentó al monarca un decreto proclamando el estado de guerra para que lo firmara e impidiera que la acción emprendida por Mussolini tuviera éxito. Era un intento sensato de frenar la llegada al poder de los fascistas y salvar a la monarquía constitucional. Resultó, sin embargo, tardío.

Víctor Manuel III se negó rotundamente. En los años siguientes se especularía sobre las razones de su acción que pudieron ir desde su simpatía por el fascismo al temor de que el duque de Aosta, su primo, que había visitado al estado mayor fascista en Perugia, lo desplazara del trono. Lo cierto es que las motivaciones tuvieron menos relevancia que las consecuencias. Fuera lo que fuese lo que impulsó al rey a rechazar la petición de Facta, su acción resultó decisiva. De hecho, al llegar la noche del 27 había quedado rotundamente de manifiesto que los fascistas no destacaban precisamente por su eficacia táctica. Tan incapaces eran de dar un golpe con éxito que en todos los lugares donde las fuerzas del orden habían cumplido con su deber, siquiera parcialmente, los fascistas habían fracasado. En la misma Roma, la famosa Marcia destacó por su desorganización. Las tres columnas que debían tomar la ciudad —unos cincuenta mil hombres— llegaron carentes de coordinación y de puntualidad.

Lejos de proceder como un disciplinado cuerpo dispuesto a conquistar el poder, los fascistas se dedicaron más bien a asaltar tabernas y restaurantes llevándose sin pagar bebidas y comestibles. No se trataba ciertamente de la conducta que se hubiera esperado en unas fuerzas disciplinadas que pensaban triunfar en un golpe de estado. El mismo Mussolini no fue tan imprudente —ni tan valeroso— como para participar en la Marcha a pesar de las versiones heroicas que después difundirían los autores fascistas. Observó desde la distancia y, finalmente, el día 29 a las dos de la tarde recibió un telegrama del general Cittadini en el que se le comunicaba que el rey deseaba que fuera a Roma para encargarle la formación del gobierno. Aquella noche, Mussolini emprendió el viaje hacia la Ciudad eterna en coche-cama. El 30 de octubre fue nombrado jefe del Gobierno por el monarca.


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