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La vejez es una masacre: Philip Roth y el amor irrepetible

Al igual que el conde de noventa y cuatro años de Adiós a las armas, con quien Frederic Henry juega una partida de billar (a quien Frederic Henry, al partir, le dice: "Espero que viva eternamente", y que replica: "Lo he hecho").

Philip Rot, Sale el espectro

Allá por los primeros años 70, El lamento de Portnoy se convirtió en un best-seller. Yo vivía entonces en la supersicoanalizada sociedad argentina protomontonera, a punto de subir a un avión para no volver a pisar Buenos Aires hasta doce años más tarde, cuando López-Rega, su jefe Jorge Osinde y las juntas militares posteriores terminaron una carnicería de la que no toca hablar aquí.

El libro me hizo gracia pero me pareció una frivolidad (y me lo parece aún). Y me pasé treinta años sin abrir otro libro de Roth. Fue Enrique de Hériz, gran escritor y, por entonces, mi editor, con el que tengo impagables deudas intelectuales y afectivas, quien me obligó a probar de nuevo. Claro que no con Portnoy, sino con Pastoral americana, que resultó ser, a mis cincuenta y tantos, un revulsivo personal y estético, tal como lo habían sido en mi adolescencia y primera juventud Rayuela, El Siglo de las Luces, El lobo estepario o Los alimentos terrestres. Es decir, resultó ser una de las mayores novelas del siglo XX en cualquier lengua. Y, para colmo, cuando ya tenía leídos, uno tras otro, Me casé con un comunista, La mancha humana y El animal moribundo, viene de Hériz y me dice: te falta lo mejor, El teatro de Sabbath. Pues a leer El teatro de Sabbath, y terminarlo en el avión hacia Buenos Aires, donde mi amiga y librera de toda la vida Natu Poblet me esperaba, como si de una cuestión de destino se tratara, con Patrimonio.

Tuve que separar el uno del otro, y no empezar Patrimonio hasta un mes más tarde, en el avión de regreso, donde también lo terminé (no es una novela extensa como Pastoral o Sabbath). Si El teatro de Sabbath me había demolido porque conozco a Sabbath perfectamente, porque forma parte de mi vida y porque en buena medida soy tan mentiroso, histriónico y, en el fondo, ingenuo como él, Patrimonio me hirió en el alma por otros motivos: ni Nathan Zuckerman, el alter ego de Roth en buena parte de sus libros, ni yo mismo sabíamos qué hacer con la decadencia y la muerte de nuestros respectivos padres, salvo escribir sobre ella. Quizá sea un privilegio poder hacerlo. Los que no saben lo que es la escritura pueden creerlo así, pero yo pienso que es una desgracia añadida. Escribir sobre algo es empezar a no terminar jamás con ese algo. La escritura no es un psicoanálisis disimulado: es pura cirugía sin anestesia, ocasionalmente con mordaza, porque los gritos no deben parecer gritos, y con unos períodos de recuperación que se parecen tanto a una convalecencia sin curación previa, que uno prefiere volver a empezarlo todo, para cortar por lo sano, como decían los médicos militares antes de los antibióticos.

Nadie sabe qué hacer con un padre que se muere, ni antes ni después del óbito mismo, porque en determinadas etapas de la vida la distancia entre generaciones es insalvable. Ya somos otros, ya no somos los que ese hombre ha criado, hace mucho que su proyecto paterno fracasó, que lo hicimos fracasar, hace mucho que nos perdonó esa decepción, que intentó retomar el vínculo en algún punto del pasado que él consideraba común, y que nosotros, que recordábamos ese pasado de alguna otra forma, decidimos seguirle la corriente hasta la tumba: ése fue el inicio del desconsuelo para los dos. Terminamos por aceptar la razón biológica y nos despedimos lo mejor posible, tanto el que se va como el que se queda, con una cierta vaga conciencia de que no conocemos a aquél del que nos estamos separando para siempre jamás.

Roth ya había ensayado el punto de vista contrario a la razón biológica en El animal moribundo, una novela sobre la imposible relación entre un viejo profesor muy adentrado en la sesentena y una joven alumna veinteañera. Imposible, claro, porque él está al borde de la ancianidad, de la minusvalía de la vejez, que, como el propio Roth dice en alguna parte, "no es una batalla, sino una masacre"; y porque ella está apenas al borde de la vida. Sin embargo, ella muere: se acaba la razón biológica, se acaba la razón, nada puede ser así, aunque lo sea más a menudo de lo que estamos dispuestos a creer.

Pero llega el momento en que Roth/Zuckerman descubre que la vejez terrible, insuperable, irreversible, ha llegado. La muerte de Zuckerman, la mía, la de Roth, es el núcleo de Elegía, una pieza trágica de incomparable dureza, en la que se reflexiona sobre la muerte de un hombre cualquiera (el título original inglés es Everyman; Elegía es un capricho de los editores españoles, que aportan así un punto de solemnidad nada rothiana a la sencilla muerte de todo el mundo): él la narra como si en la historia de esa muerte no hubiese nada personal. Aunque entre la vejez y la muerte haya todavía un largo trecho. De soledad absoluta. De ahí que Zuckerman decida cambiar de vida en algún instante situado entre Elegía y Sale el espectro.

El Zuckerman de Sale el espectro, una acotación teatral convertida en realidad de vida, ha tenido un cáncer de próstata, le han operado, ha quedado impotente e incontinente: ha dejado de ser un hombre (tan luego él, mujeriego empedernido) en el sentido sexual del término. Para sobrellevar lo que le reste de existencia, se ha marchado de Nueva York, a una casa en los Berkshires en la que vive aislado y escribiendo. Ahora regresa, y la novela es la historia de ese regreso: ha venido a Nueva York para someterse a una nueva técnica quirúrgica que en algunos casos consigue reducir la incontinencia: él es un hombre con pañales. Ya no sueña con nada parecido al sexo, pero le iría muy bien, a sus setenta y tantos, no mearse encima.

No lo consigue, claro, pero mientras espera algún resultado surgen ciertos recuerdos, hay un fugaz encuentro con alguien del pasado, y decide, sin saber muy bien por qué, responder a un anuncio de prensa en el que una pareja de escritores ofrece su piso de Nueva York por un año, a cambio de un año en una casa de campo. Va a verles, a negociar el intercambio, y pasa lo irremediable: se enamora de la escritora, una bella mujer de treinta años. Tal vez no se enamore él mismo, sino el espectro, que sale en ese momento, en el momento de los sentimientos. Pero él ya no puede seducir, como no sea por su aura de escritor consagrado, ni tiene erecciones, ni puede retener la orina: ni siquiera desea realmente, sólo admira la belleza conmovedora de esa mujer, que tiene un marido y un amante.

Yo he creído siempre que no existen los amores no correspondidos, porque ninguna corriente de simpatía se dirige hacia otra persona si no hay señal de recepción. Las intensidades nunca son iguales: siempre uno de los dos ama más que el otro, se realice o no la relación, pero siempre hay algún nivel de correspondencia, algún punto igual (en tantas ocasiones engañoso y de alto riesgo) en que las dos personas se encuentran. Y también lo hay aquí, sin duda. Pero él se ha degradado, ya no es un adulto, ni un viejo prestigioso, es un anciano glorioso que ni siquiera controla sus esfínteres.

¿Es un amor del alma? No, en modo alguno. Es un amor absolutamente carnal. De parte de quien ya no tiene cuerpo del que servirse. O de alguien que está encerrado en un cuerpo inservible: el espectro de la carnalidad pasada, que sale como el padre de Hamlet para exponer sus reivindicaciones, de las que nadie puede hacerse cargo. Tampoco Hamlet vivo puede hacerse cargo de la desigual contabilidad de su padre, y lo hará al precio de la muerte.

Como contrapartida a Zuckerman aparece en la novela Amy Bellette, vieja, delirante, con un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo por delante, viviendo en la miseria y enamorada. Pero no enamorada de alguien real, sino de un muerto que lo está hace mucho, E. I. Lonoff, el literariamente olvidado maestro de Zuckerman. El espectro que sale para ella es el de Lonoff. Y sólo se podrá reunir con él en la muerte, aunque abriga ciertas esperanzas de dejarle literariamente vivo antes de partir, algo muy difícil, lo más difícil que quepa imaginar: devolver a la existencia a un escritor que no ha conseguido evitar el olvido.

Sale el espectro es una novela de muertos y de gente en vía de estarlo, que sin embargo continúa atada a las emociones de los más vivos: las suyas propias de cuando estaban verdaderamente vivos.

Sospecho que Roth se va a morir sin el Nobel, como Borges y como tantos otros errores suecos. Como Hugo Claus, cuya vida y cuya muerte voluntaria (ante el alzheimer, pidió eutanasia en un hospital belga y se quitó de encima la miseria) ha glosado inefablemente Tomás Cuesta en el ABC del 26 de marzo de 2008[1]. Claus, que también era un hombre profundamente carnal que, al menos, se casó con Sylvia Kristel, Emmanuelle, a quien recuerdo en la pantalla guiada en su particular comedia profana por el ya casi espectral (sin embargo, no llegaba por entonces a los setenta) Alain Cuny. (Habría que analizar en profundidad la cuestión de la carnalidad de los intelectuales, empezando por la pareja Miller-Marilyn hasta la relación de Lichtenberg con Margarethe Elisabeth Kellner, en el lujurioso e inconstante siglo XVIII, pasando, claro por Dante, cuyo espectro amaba a Beatriz al modo medieval).

Hasta ahora, que yo recuerde, sólo Proust y, antes que él, Montaigne habían muerto registrando las impresiones de su tránsito a la eternidad. Roth lleva varias novelas haciendo eso, hablar de lo que no se habla. Casi todas las religiones coinciden, basándose en una estadística psicoanalítica que nadie ha hecho pero que forma parte de la experiencia de los sabios, que el duelo por un finado dura entre seis meses y un año, después de lo cual es razonable que el viudo o la viuda vuelvan a casarse y las aguas de la vida retornen a su cauce como si nadie hubiese nadado entre ellas nunca. El proceso que lleva al duelo suele ser mucho más prolongado y, a diferencia de los que sucede después de la muerte, cuando se sabe que no habrá regreso, está rodeado de esperanzas estúpidas, que cultiva en primer lugar el candidato a la fosa. Cuando un tipo decide hacerle frente al asunto con plena conciencia, tomando nota de sus sensaciones, de sus pérdidas, de sus venganzas insatisfechas, de sus abandonos imperdonables y, a la vez, observando el penoso desistimiento del cuerpo, que le abandona sin remisión (empezando por su sexualidad), hace algo terrible que, me temo, le cierra las puestas tanto de la Academia Sueca como de las casas de la gente corriente, los everyman, que prefieren seguir viviendo como inmortales. Roth no tiene perdón.



[1] "A Hugo Claus le murieron la semana pasada en un sonado ejercicio de eutanasia. Pedir cita a la parca y anotar en la agenda el horario de trenes hacia el otro barrio es un derecho por el que algunos luchan y que otros consideran una inmoralidad aberrante. Polémicas al margen, el gigantesco autor de La pena de Bélgica no quiso que el alzheimer le convirtiera en un fantasma y acudió a un hospital a que le despenaran mientras que media Europa aparcaba la crisis penando en los atascos de los días de Pascua. Y tanto las circunstancias de su fallecimiento como el momento que eligió para precipitar el tránsito, han coadyuvado a que su entierro no haya estado a la altura de su talla. El mutis por el foro de Hugo Claus ha echado el telón al siglo XX desde el punto de vista literario. Sigue habiendo tragedias en cartel, sainetes groseros, comedias hilarantes, pero ni los actores son los mismos, ni tienen tantas tablas, ni puede compararse la dimensión del escenario.

"Para Claus, el hecho de ser belga era una manera de no-ser y el tiempo ha demostrado que no se equivocaba. Siempre escribió en flamenco, sin embargo, porque era su lengua, no su coartada. Y llegó a convertirse en novelista universal pasando por encima del lloriqueo identitario. Por eso da coraje que en algún obituario se haya motejado de fabulista neerlandés a un personaje que oscilaba entre el mito y la fábula. Claus no concebía otras fronteras que aquellas que se alzan para ser traspasadas. En la vida lo mismo que en el arte. Narrador, poeta, dramaturgo, pintor de brocha fina, cineasta... Hugo Claus tocó todos los palos y se llevó a la cama a todas las vanguardias. Hablando de tocar (y de llevarse a la cama) hasta se desposó con Sylvia Kristel –la mítica Emmanuelle, la calentura en gran formato–, que, como touch of class, no era moco de pavo. ¿A quién iba a importarle el Premio Nobel cuando tenía la dinamita en casa? Porque Hugo Claus, a ese respecto, era borgiano y acabó convertido en el perpetuo candidato. Peor para el Nobel, claro.

"Borges, precisamente, decía que Quevedo era, en sí mismo, una literatura, no sólo un literato. Mutatis mutandi, del bueno de Hugo Claus se podría afirmar algo semejante. El cojo espadachín y el burlador mundano desinfectaban la amargura con el cauterio del sarcasmo. Y si aquél se dolía de la ruina de España, éste alzaba la voz sobre una Europa anémica, huera de contenido, sin fibra, sin sustancia. Atrapada en el lapsus entre un mañana incierto y un ayer infame. Claus posó su pluma –desdeñaba el teclado– en millares de páginas sin dar cuartel a nadie. Saldó sin titubeos la vergonzosa deuda de sus compatriotas con el régimen nazi. Le sacó los colores a la ramplonería progresista. Se partió el bazo de risa con la modernidad estrafalaria. Puso patas arriba al confortable plat pays que iba en derechura hacia el encefalograma plano. Claus fue un moralista a su pesar, un impecable observador que no pecó de doctrinario. Y fue un nítido ejemplo del intelectual comprometido con la lucha diaria. Un compromiso ajeno a la revolución prêt-à-porter y al mesianismo ex cathedra, pero que exige una dedicación en cuerpo y alma. Porque Claus, por supuesto, nunca rompió el carné de militante en la palabra.

"Claus levantó un edificio inigualable con un idioma mínimo, casi insignificante. Pero cuando se es grande (grande entre los más grandes) no hay corsés que valgan. Ni los que marcan los políticos, ni los ligados al lenguaje. De ahí que el señor Claus, en Belladona, dejase a los flamencos con el trasero al aire. Y en purititas bragas a esa legión de ganapanes que ramonean en el páramo de las culturas sojuzgadas. Para flamenco, él. Y después, naide. Si en Cataluña, por ejemplo, hubiese un Hugo Claus, doble contra sencillo a que tendría que marcharse. ¿Cabe imaginar a un catalán, dueño y señor de un catalán apabullante, que airee las miserias de los catalanes? Ni el mismísimo Pla se metió en ese charco.

Pero esa es otra historia que aún va para largo. La de Claus se despide a la manera clásica: "Los tuyos no te olvidan". A no ser que el alzheimer disponga lo contrario" (Tomás Cuesta, "La pena de Bélgica", ABC, 26-III-2008).

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