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Argentina. Algunas reflexiones sobre el golpe militar de 1976

El consenso básico alrededor del cual creo que deberíamos nuclearnos los partidarios de la democracia y la pluralidad es que la tortura, la violación, la apropiación de niños, el asesinato masivo de prisioneros indefensos y el robo descarado de sus bienes como botín de guerra vuelven a la dictadura de Videla un régimen nefasto e imperdonable, y el peor que haya padecido la República Argentina. Tal vez éste debiera ser el punto de partida y de llegada del debate: ningún régimen, de ninguna naturaleza, debe cometer nunca los hechos antedichos.

Sin embargo, la líder de la agrupación Madres de Plaza de Mayo, Hebe Bonafini, y las diversas formaciones de la izquierda marxista –desde el Partido Comunista, pasando por todas las variantes trotskistas, hasta las minúsculas fracciones maoístas– han propiciado, desde el retorno de la democracia, en diciembre de 1983, un debate mucho más amplio que pone en entredicho el concepto mismo de Derechos Humanos. También el presidente de los argentinos, Néstor Kirchner, ha aportado su palabra en este sentido: lo que se conmemora el 24 de marzo, nos dijo, no son sólo los hechos horrendos de la tortura, el asesinato masivo y la apropiación de niños, sino la concurrencia de estos hechos en función de un plan mayor: el económico de Alfredo Martínez de Hoz. De este modo, tanto Bonafini como la izquierda marxista, desde el 83, hasta el actual presidente, desde su triunfo por el 22 por ciento en 2003, han sacado la discusión del necesario rechazo a la tortura, la apropiación de niños y el asesinato masivo para llevarla a cuestiones económicas, una discusión donde estos primeros hechos aberrantes juegan un rol no sustancial sino funcional, igual de importantes que el plan económico. Esta es la primera falacia que debemos deshacer.

Desde hace décadas venimos escuchando a Bonafini reivindicar los grupos terroristas y guerrilleros más diversos, desde Al Qaeda hasta el Tupac Amaru peruano, pasando por Eta, y manifestando que el neoliberalismo es equivalente a las dictaduras que violaron todos los derechos humanos.

Por el bien de los derechos humanos, de la vida y la libertad, hay que desarticular este equívoco. Haber apoyado la política económica del presidente democráticamente electo Carlos Menem, por ejemplo, no sólo no es equivalente sino que no tiene la menor semblanza con haber apoyado la dictadura de Videla luego de saber que torturaba, asesinaba masivamente y robaba niños. El propio Menem fue preso de la dictadura, y su política económica, acertada o errada, no tuvo absolutamente ninguna vinculación con ningún tipo de recorte de las libertades públicas.

Decir que cualquier persona o funcionario que proponga el liberalismo, el neoliberalismo e incluso el nunca definido "capitalismo salvaje" es similar a los esbirros de Videla, pues éstos propusieron el mismo tipo de política económica, equivale a decir que cualquier sujeto que proponga algún tipo de socialismo o de participación del Estado en la vida económica es igual a Pol Pot, a Stalin o a Mao. El socialismo fracasa por sí mismo, no porque sus propositores sean genocidas en potencia. Y sería una insensatez y una locura adjetivar como violento a cualquier sujeto que, ateniéndose a las reglas del marco democrático, propusiera el socialismo, incluso el comunismo, como forma económica de vida. Del mismo modo que resulta de un gran riesgo para la lógica y los derechos humanos intentar equiparar la tortura y la apropiación de niños, sus colaboradores y ejecutores, con un plan económico, sus ejecutores y defensores.

La convertibilidad de los 90 no tuvo absolutamente ninguna relación con la dictadura del 76: fue votada dos veces por la mayoría del pueblo argentino, y se llevó a cabo no sólo en la plena efectividad de la libertad de prensa y con la totalidad de las garantías constitucionales, sino en el marco de la Administración más pública y libremente criticada desde el retorno de la democracia, en el 83.

Lo que indudablemente puede achacarse al doctor Menem es la corrupción. Las denuncias dirigidas directamente en su contra resultan bastante razonables y creíbles. Y el hecho de que fue totalmente incapaz de controlar los actos de corrupción de sus funcionarios es una verdad innegable. Con eso bastaría para expulsarlo legalmente del Gobierno e impedirle para siempre el retorno a cualquier actividad pública. Pero, nuevamente, esto no tiene ninguna relación con torturar, asesinar masivamente o apropiarse de niños.

Si bien es cierto que Menem, votado por Kirchner y toda la cohorte peronista o neoperonista que hoy lo alaba, dictó los pérfidos indultos a los militares del 76, no lo es menos que el propio Menem fue el único presidente civil de la nación argentina capaz de reprimir con las armas una sublevación militar y, no menos importante, el único en suprimir esa continuada tortura –y hablamos de tortura, sin subterfugios– que fue el servicio militar obligatorio. Si los indultos resultan lamentables, y una mancha indeleble en su presidencia, la represión y encarcelamiento del traidor Seineldín y la supresión del servicio militar obligatorio son dos medidas ejemplares que también dejan importantes puntos a favor del doctor Menem.

Los planes económicos que respetan las libertades públicas y el proceso democrático son planes económicos de gobiernos democráticos, y como tales merecen ser juzgados por su fracaso o eficacia, y no como planes de exterminio. Porque eso banaliza los verdaderos planes de exterminio y disminuye el valor de la vida y la libertad humanas.

No quisiera terminar este apartado sin destacar que algunos de los escasos defensores de los derechos humanos en el ominoso proceso que se abrió con Videla y se cerró con Bignone fueron periodistas como James Neilson, también defensores a ultranza del más puro liberalismo económico. Y que también hubo defensores de los derechos humanos que coincidían con la política económica de José Alfredo Martínez de Hoz, pero lo aborrecían a él personalmente por ser el ministro de una dictadura asesina.

II

Hemos dicho que el peor régimen que le tocó padecer a la Argentina fue el de la dictadura de Videla, sus secuaces y continuadores. Pero el segundo en importancia, en cuanto a la desgracia que ocasionó a la vida política nacional, no fue otra de las dictaduras previas, sino el terrorismo de Estado ejecutado por el primero líder todopoderoso y luego presidente electo Juan Domingo Perón, a partir de su último regreso al país, en junio del 73, y su continuación, el Gobierno de la nefasta viuda Isabel y su consorte político, el siniestro brujo José López Rega.

Me atrevo a llamar "el peor" a Videla y sus secuaces –hablamos de Camps, Galtieri, Massera, etcétera– por tres hechos básicos: la apropiación de niños, la violación y la tortura de mujeres embarazadas. Estas aberraciones, realizadas sistemáticamente al amparo del poder del Estado, diferencian la Junta del 76 del resto de las iniquidades que el país ha debido sufrir de sus gobernantes. Ningún otro déspota, surgido de las urnas o del poder de las armas, ha llegado tan lejos en el camino del Mal.

Una vez dicho esto, hay que aclarar que el régimen de terror que implantó el general Perón desde su retorno al país en el 73 también fue terrorismo de Estado. El hecho de que Perón no fuera presidente nada más pisar el país –por meros formalismos– no invalida la realidad comprobable de que fue el responsable de la masacre de Ezeiza –colocó al represor Osinde y a López Rega como sus lugartanientes en aquella carnicería– y el impulsor de la Triple A, dirigida por su heredero político, José López Rega, luego de haber asumido formalmente la presidencia.

Estoy convencido de que Perón, ante la disyuntiva de que lo consideraran culpable o inocente del accionar de la Triple A, hubiera elegido ser tenido por culpable antes que por desprevenido. Creer que Perón no sabía que las matanzas sistemáticas de la Triple A se pagaban con el erario público es insultar su inteligencia. Acusarlo de senil tampoco es un argumento válido: en cada reunión con sus hijos descarriados, los Montoneros –aclarándoles, casi suplicándoles, que abandonaran las armas, llamándolos al redil; hasta sus encendidos discursos llamándolos estúpidos, imberbes, y amenazándolos con el "escarmiento"–, Perón demostró la lucidez y la capacidad de decisión que lo acompañó durante toda su vida política. Igual de lúcido que cuando, apenas unos años antes, les enviaba cartas de amor citando a Mao y admirando al Che Guevara. No era precisamente Perón el que se confundía.

En descargo del general Perón hay que decir que no fue el primer líder en convocar a los jóvenes a luchar con las armas por su retorno y, una vez conseguido esto, a abandonar las armas y obedecerlo. Desde De Gaulle a Ben Bella, los líderes revolucionarios o de la Resistencia vivieron momentos de convocatoria a la lucha y luego de necesario llamado a la calma. Porque, como bien decía Perón, no se puede vivir en una revolución permanente. Y ya antes lo había dicho el Eclesiastés: hay un tiempo para cada cosa.

En lo que se diferenció Perón del resto de los líderes revolucionarios, en la Resistencia o depuestos fue en la virulencia con que contraatacó a sus partidarios de la izquierda radicalizada. Comenzó a masacrarlos desde su frustrada llegada a Ezeiza (porque finalmente aterrizó en Morón), y no paró de matarlos, con toda la parafernalia militar del Estado y toda la metodología ilegal, hasta su propio deceso.

De modo que no es en lo que hace al terrorismo de Estado que podemos diferenciar el Gobierno electo del general Perón del Gobierno de facto del general Videla, puesto que ambos ejercieron el terrorismo de Estado, sino en cuanto a la magnitud y cantidad de los hechos aberrantes cometidos al amparo del régimen de este último.

III

Hay discusión entre casi todos los polos de este debate respecto a si la represión de los grupos guerrilleros ERP y Montoneros fue o no una guerra. La discusión es dentro de cada uno de los polos: dentro de la derecha violenta, de la derecha democrática, de la izquierda violenta y de la izquierda democrática, así como dentro de cada uno de los factores pensantes de la Argentina existe una discusión, nunca saldada, acerca de si el enfrentamiento de los grupos guerrilleros contra, sucesivamente, los gobiernos de Cámpora, Perón, Isabel y la dictadura de Videla fue o no una guerra. Algunos de la derecha dicen que fue una guerra, y otros que no. Algunos dentro de la izquierda dicen que fue una guerra, y otros que no.

No nos vamos a remontar al surgimiento de ambos grupos guerrilleros; pero sí vale advertir que los dos nacieron bajo gobiernos de facto y que sus objetivos eran básicamente militares. Es cierto que cometieron tal o cual acción delictiva contra civiles en procura de dinero para comprar armas, pero sus ataques armados con el objetivo de matar se dirigían contra las fuerzas del orden. Sin embargo, para terminar esta aclaración, aunque ambos surgieron bajo gobiernos dictatoriales, en ninguno de los dos casos sus objetivos eran la democracia ni las libertades públicas: en el caso del ERP, querían implantar una dictadura marxista, sin absolutamente ningún tipo de concurrencia popular por medio del voto o la opinión. Y en cuanto a Montoneros, su objetivo coincidía con la democracia en ese momento preciso, pero no era ésta su fin último. El método era el regreso de Perón, pero el fin último también era una dictadura de corte tercermundista, una extraña mezcla, nunca del todo definida, de "socialismo nacional", influencias cubanas y espíritu clerical.

Ni el ERP ni Montoneros se planteaban un país en el que pudieran coexistir partidos liberales con partidos de izquierda, ni que el pueblo votara dentro de las instituciones democráticas y el sistema representativo parlamentario.

Una vez dicho esto, creo que el recorrido previo al Proceso de Reorganización Nacional, en lo que hace a las guerrillas, y por sangriento e injustificado que haya sido el asesinato de Aramburu, debe comenzar por la declaración de guerra del ERP contra el Ejército luego de la asunción de la presidencia por parte del doctor Cámpora, el 11 de marzo de 1973. Esta es la primera ocasión en que uno de estos dos grupos guerrilleros se alza contra la democracia, contra un Gobierno elegido con toda la legitimidad y la fuerza numérica de la mitad más uno del pueblo, especialmente de los trabajadores, a los cuales, ya con argumentos psicóticos, decían defender.

El ERP declara la guerra al Ejército, que entonces era el brazo armado de la Nación, dirigido por un Gobierno democrático votado por la mayoría del pueblo y que no sólo validó todas y cada una de las libertades democráticas, sino que había soltado, sin ningún tipo de proceso legal, a todos los presos políticos de las dictaduras previas. A este Gobierno, al Ejército de este Gobierno, declara la guerra el ERP. La guerra popular prolongada, lo que sea que esto signifique, que para colmo era un concepto maoísta, y no trotskista.

¿Pero eran realmente trotskistas los del ERP? ¿Guevaristas? ¿Qué significa ser guevarista? ¿Cuál es la teoría guevarista? Lo único que queda claro es que querían matar. Fuera una teoría u otra, lo que los miembros del ERP y sus dirigentes no podían soportar es que hubiera algún tipo de proceso político pacífico acompañado pacíficamente por los trabajadores. Ellos querían matar, y que los mataran. Y si no, no.

De ese modo, declararon la guerra con un sofisma que creo es único entre las declaraciones de guerra, ya sean internacionales o insurgentes: declararon la guerra al Ejército, pero no al Gobierno del doctor Cámpora. Si no fuera trágico, sería gracioso.

Le explicaron a Cámpora, por medio de una proclama esotérica, que ellos estaban en guerra contra el Ejército, no contra su Gobierno. ¿Quién puede descifrar semejante disparate? En toda la historia de las conflagraciones civiles o internacionales, no creo que haya existido nunca el antecedente de un grupo armado que le aclara a un Gobierno que atacará a su Ejército sin atacar al propio Gobierno. Me recuerda, pero con tonos siniestros, la blablería infantil: yo no te toco, toco el aire.

El caso de Montoneros es más complejo. Tenían una real inserción popular, participaron activamente de la vida civil desde el regreso de Cámpora y mantenían un fluído contacto –de progresivo deterioro– con Perón. Hay que decir que fueron los primeros en padecer muertos cuando su adorado líder regresó a la Argentina en el 73. Gritar "La vida por Perón" mientras Perón los masacraba no puede ser considerado un rasgo de lucidez política, pero tampoco una provocación violenta como la del ERP.

Lo cierto es que durante el Gobierno de Cámpora los montoneros decretaron una verdadera tregua e intentaron insertarse en lo que ellos reconocían como un "Gobierno popular", para progresivamente convertirlo en revolucionario. Hay que decir en mérito del doctor Cámpora y sus partidarios que el suyo fue un Gobierno que respetó las libertades públicas y la libertad de prensa, y en ningún caso, en lo que al doctor Cámpora se refiere, tuvo complicidades con los asesinatos que el propio Perón propiciaba, por medio de personeros como Osinde y López Rega.

Creo que es el asesinato del líder sindical José Ignacio Rucci, el 25 de septiembre de 1973, con Perón ya elegido presidente, lo que vuelve a convertir a Montoneros en lo que ellos mismos eligieron ser al momento de su aparición, con el secuestro y asesinato de Aramburu: un grupo de asesinos políticos. Podemos decir que el asesinato de Rucci, así como el posterior asesinato de Mor Roig, podría incluirlos dentro de la categoría de terroristas. Pero quiero ser muy puntilloso a la hora de definir el término "terrorista". El terrorista es aquel que mata indiscriminadamente a civiles indefensos con el ánimo de generar terror. En el caso de Montoneros, son asesinos políticos: hay una lógica asesina, no terrorista, detrás de sus injustificables atentados.

Sospecho que será de poco consuelo para los parientes de Aramburu o de Rucci, pero hay una diferencia entre matar a mansalva mujeres y niños y dirigirse a un blanco preciso con una vinculación política precisa. Esto no los exonera: son asesinos. Pero distintos de los terroristas. Del mismo modo que es distinto que violar, torturar o apropiarse de niños. De todos modos, ¿deberían ir presos por esos asesinatos? Por supuesto, con todo el rigor de la ley.

Pero a lo que íbamos es que también acá Montoneros encuadraba sus asesinatos dentro de una "guerra popular revolucionaria". Tenemos acá, entonces, que tanto el ERP como Montoneros concebían sus acciones militares como una guerra contra la clase dominante antes, durante y después de la democracia. Esto es: no tomaron las armas porque Videla conculcó el poder. Ya las habían tomado antes. Y su objetivo no era derrocar a Videla para brindar al país elecciones libres: en ambos casos el objetivo era tomar el poder violentamente, fuera el Gobierno democrático o dictatorial, e implantar, en el caso del ERP, una dictadura marxista totalitaria, o, en el caso de los Montoneros, un régimen no del todo definido, con características similares a la dictadura cubana pero también con elementos clericales y un inefable "socialismo nacional". Sí, ambos declararon la guerra.

Creo que no es posible llegar a una conclusión epistemológica exacta acerca de si el enfrentamiento entre el ERP y Montoneros y los militares argentinos posterior a marzo del 76 se trató o no de una guerra. Lo que sí podemos decir es que los dos bandos la concebían como tal. De eso no hay duda. Tanto Montoneros, como el ERP, como los militares argentinos declaraban, firmaban y documentaban estar librando una guerra. Y ninguno ahorró esfuerzos al respecto. El hecho de que el Ejército contara con una desproporcionada y abismal ventaja frente a los grupos guerrilleros no invalida el hecho de que estos grupos guerrilleros, efectivamente, le declararon la guerra. Ahora bien: ¿está justificada la tortura por la guerra? ¿Está justificada la violación, la apropiación de niños, el asesinato masivo de prisioneros indefensos? Ninguna de estas aberraciones está justificada. Que haya sido o no una guerra no tiene ninguna relación con esos hechos, que de ningún modo contribuyen a la victoria o derrota en una guerra.

Es evidente que ni la violación ni la apropiación de niños, ambas sistemáticas, pueden ser consideradas como "excesos". En una guerra el exceso puede ser matar al enemigo cuando se ha rendido; la violación es un delito aparte. Una degeneración que no guarda ninguna relación con la victoria o la derrota. La apropiación de niños, sistemática como fue, es un dato novedoso en la cartografía del Mal que marcará a los argentinos por generaciones y cuyos culpables deben ser apartados de la sociedad por lo que duren sus vidas.

Las guerras tienen reglas. A menudo pueden servir para que, al amparo de su fragor, los malvados absolutos ejecuten pecados que pergeñarían en cualquier circunstancia propicia; pero en ningún caso disminuye la afrenta ética que estos actos inaprensibles representan.

Mis conclusiones son las siguientes:

  • El único modo de tomar el poder debe ser por medio del consenso, en el marco democrático, y la elección de la mayoría del pueblo. Si estas reglas son rotas, toda resistencia armada debe tener un único fin: restituir estas mismas reglas inmediatamente, sin otro objetivo que la elección de un Gobierno, por medio del consenso, por la mayoría del pueblo.
  • No se debe declarar la guerra, genéricamente, contra un enemigo militarmente superior, como ha hecho, por ejemplo, muy recientemente el autodenominado Subcomandante Marcos en la Selva Lancadona. Marcos, a grandes rasgos, tuvo suerte. Pero lo cierto es que los militares latinoamericanos, cuando se les declara la guerra, suelen aceptarla.
  • En cambio, frente a ataques como los de la Triple A, amparados por el Estado, sí pueden existir metodologías de autodefensa, en el siguiente orden: primero, no apoyar a quien nos mata (en este caso concreto, no intentar dar la vida por Perón mientras Perón me está matando); segundo: tratar de buscar algún tipo de metodología política y pacífica, de alternativa, al presente estado de cosas; y sólo en última instancia, agotadas todas las posibilidades, defenderme. No vengarme, no planificar estrategias, no tomar el Poder: defenderme. Y procurar siempre el retorno a las condiciones de legitimidad y democracia antedichas.
Hoy nos encontramos en un momento privilegiado para preservar por todo el tiempo posible, para todos nuestros descendientes, un futuro democrático y pacífico.

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