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El gobierno contra Microsoft

El caso del Departamento de Justicia norteamericano contra Microsoft se ha convertido en uno de los episodios más apasionantes de los últimos tiempos. Las revoluciones científicas y tecnológicas, aunque benefician a la mayoría, suelen perjudicar a sectores minoritarios de la población. Las ventajas son claras: proporcionan a los consumidores productos más variados y más baratos; las empresas tienen la posibilidad de obtener mayores beneficios; los trabajadores pueden conseguir salarios más altos y mejores oportunidades profesionales. Sin embargo, quienes son incapaces de adaptarse al cambio corren el peligro de desaparecer o ver reducido su nivel de vida. En estas circunstancias, las partes afectadas por la presión competitiva recurren al intervencionismo del estado para defender sus posiciones y éste tiende e escucharles. Esta ha sido en buena medida la historia de la legislación antitrust en EE.UU. como lo ilustra una amplia literatura.[1]

El debate actual sobre Microsoft y otras nuevas tecnologías de la información es una repetición de esas viejas historias. Quizá lo más interesante del proceso actual sea la invocación por parte de la Administración norteamericana y de sus aliados de un nuevo soporte teórico para justificar sus actuaciones. En los sectores de alta tecnología, se dice, quien entra primero en el mercado y/o adquiere una gran cuota de éste puede adquirir una ventaja insuperable para sus competidores reales y potenciales. En este caso, las autoridades antitrust deben intervenir para garantizar la competencia. Este "novedoso" soporte doctrinal está asociado a conceptos como retornos crecientes, efecto red, path dependence o cierre de mercado[2]. Cuando se dan esas situaciones, las ideas clásicas sobre el funcionamiento del mercado y la bondad de sus resultados no son aplicables ya que en la industria de alta tecnología:

  • El éxito de los productos procede de estrategias comerciales, de las modas o de la suerte más que de su valor;
  • No existe ninguna seguridad de que los nuevos productos sean capaces de desplazar a los ya instalados aunque sean mejores; y
  • Cualquier acción de una empresa líder dirigida a aumentar su participación en el mercado, aunque sea mediante una reducción de sus precios, debe ser estudiada porque puede cerrar la entrada en el mercado a bienes y/o servicios superiores.

La aceptación de estas tesis lleva a un replanteamiento radical de la política antitrust, ya que los viejos planteamientos de esa legislación no son aplicables a las empresas de alta tecnología, y proporciona una coartada a quienes desean desplazar a los líderes del mercado, por ejemplo Microsoft, sin recurrir al molesto procedimiento de ofrecer productos más atractivos para los consumidores. En los enfoques clásicos del monopolio, el monopolista restringe la producción para elevar los precios. Por eso es social y económicamente malo. En la industria de alta tecnología se observa la dinámica contraria: la producción aumenta, los precios caen y la participación de los líderes en el mercado crece. Ante esta situación, el Departamento de Justicia y los competidores de la compañía de Bill Gates han recurrido a otras fuentes para legitimar su actuación.


Las nuevas bases teóricas del ‘antitrust’: una visión panorámica

Retornos crecientes: Se consiguen cuando los beneficios netos de una actividad crecen con su tamaño. Dentro de una empresa, esa meta se logra si el coste medio de producción cae cuando ésta aumenta. También los rendimientos son crecientes si una empresa tiene el monopolio de la oferta y absorbe toda o casi toda la demanda. En estos casos, el monopolio es una consecuencia lógica del mercado, se traduce en menores costes de producción y menores precios y eso es social y económicamente bueno. Como el monopolista puede sentir la tentación de reducir la producción y/o subir los precios, muchas de las compañías de este tipo se han considerado de utilidad pública (electricidad, gas…) y sus precios han estado sometidos a regulación. Sin embargo, los avances tecnológicos han quebrado el carácter de monopolio natural de muchos de esos sectores, se ha considerado viable introducir las fuerzas de mercado y, en consecuencia, se ha iniciado un proceso de desregulación.

Efecto red: Las denominadas externalidades de la red se consideran un caso especial de rendimientos crecientes. Con un efecto red, el beneficio para el comprador de adquirir un determinado producto depende del número de usuarios de ese producto. La relación de este fenómeno con la obtención de retornos crecientes es sencilla. La popularidad de un producto, la generalización de su utilización influye de modo decisivo en su aceptación por los usuarios potenciales, en el valor que éstos le conceden. Esto da una ventaja a las grandes compañías con elevadas cuotas de mercado, lo que puede llevar a la desaparición de sus competidores más pequeños y a la imposibilidad del acceso al mercado de otros nuevos. La materialización de esta hipótesis es posible pero no conduce de modo inexorable a una posición monopolística y, como en el caso del monopolio natural, esto no tiene por qué ser ineficiente ni socialmente indeseable. Desde luego, el monopolista puede elevar los precios, pero Microsoft no lo ha hecho.

El cierre de mercado: Como el monopolio es una consecuencia muy probable del efecto red, la cuestión es saber si los consumidores eligen o no el mejor producto o tecnología. La literatura de este tipo concede grandes posibilidades al hecho de que el monopolista elegido sea el peor. En este caso, el riesgo de una posición monopolística no es la restricción de la producción y la subida de precios, sino una selección adversa a la de Gresham, es decir, el producto malo desplaza al bueno. En otras palabras, los consumidores tienden a equivocarse de manera sistemática. Esta hipótesis resulta en el mejor de los casos voluntarista. Es difícil sostener sin sonrojo la existencia de un comportamiento irracional permanente por parte de los consumidores.

En un reciente trabajo[3] se realiza un apasionante viaje por algunos de los casos invocados por los nuevos teóricos del antitrust en favor de sus propuestas. Los resultados son radicalmente opuestos a los formulados por ellos. Aunque los ejemplos son numerosos, quizá el más famoso fue el combate Beta-Sony versus VHS-Matsuhita-JVC por el mercado mundial de vídeos. Siempre se ha considerado como una verdad evidente la superioridad de Beta sobre VHS. Sin embargo, esto es falso. La única diferencia técnica real entre ellas era la forma en la cual la cinta se enrrollaba y el tamaño de una u otra. Sony apostó incialmente por una cinta pequeña y manejable (una hora de duración luego ampliada a dos horas); Matsuhita-JVC por una duración que permitiese ver íntegras las películas. Ambos grupos trenzaron alianzas poderosas. El referéndum del mercado fue claro: eligió la duración. Beta mantuvo un monopolio inicial durante dos años. Pero VHS le fue ganando terreno. A mediados de 1979 vendía ya el doble y, en 1984, Sony aceptó el VHS. El mercado no se cerró porque Beta llegase primero, sino que se desplazó a VHS. Sucedió lo opuesto a lo sugerido por los teóricos del efecto red.

Otro caso típico es el uso por una gran parte de académicos y científicos del lenguaje Fortran cuando hay otros mejores en el mercado como el Pascal, C, C++ o Java. Esto reflejaría la tendencia de los consumidores a elegir mal en los mercados de red. Pues bien, los usuarios manejan todavía el Fortran, no porque quieran ser como los demás, sino porque el coste de desplazarse de ese lenguaje a los otros es aún muy alto. Los efectos de red, si realmente existiesen, deberían haberles impulsado al cambio hace mucho tiempo. No lo hacen porque esto supone fuertes costes, no externalidades de cualquier tipo. Cuando cambiar hacia los lenguajes más modernos y de mayor calidad sea más barato, ese movimiento se producirá.

Para decirlo en una línea, la evidencia empírica disponible no avala las "nuevas teorías antitrust".

El caso Microsoft: un breve comentario

Las nuevas doctrinas antitrust se han forjado siempre en conexión con los grandes casos, en los que se han visto envueltas empresas emblemáticas: la Standard Oil y ATT en el pasado y ahora Microsoft. Sus problemas con el Departamento de Justicia comenzaron en 1994 cuando la compañía de Bill Gates quiso adquirir Intuit, un fabricante de software financiero, y han alcanzado su cénit con el conflicto con Netscape. Este último litigio tiene la clara impronta de las nuevas teorías antes comentadas: mediante acuerdos contrarios a la competencia, Microsoft intentaría inclinar el mercado hacia su buscador, Internet Explorer. Como proclama la teoría del efecto red, eso se traduciría en un incremento de su cuota en el mercado de buscadores, generaría una posición de dominio y acabaría con la competencia, ya que los sistemas operativos de Microsoft gozan de gran popularidad, aceptación y lealtad por parte de sus usuarios por ser los primeros en llegar a ese mercado. Es curioso que las autoridades antitrust no acepten ni siquiera como hipótesis de trabajo que, tal vez, los productos de Microsoft se imponen en el mercado porque son los mejores.

Uno de los argumentos contra Microsoft es su intento de extender su posición de dominio en una parcela del mercado a otra u otras. Existen muchas dudas de que una operación de esa naturaleza sea factible y/o rentable. Si Microsoft exige a cada consumidor adquirir una copia de cualquier otro producto de su marca, esto no añade nada extraordinario a sus beneficios. El problema surgiría si la compañía de Gates fuese capaz de expulsar del mercado a cualquier rival que vendiese sus productos a los consumidores que no usan su sistema operativo. Si, por el contrario, los productos que se fuerzan a comprar sólo funcionan bajo el sistema operativo de Microsoft, la extensión del mercado no ofrece ninguna ventaja adicional a la empresa de Gates sobre sus competidores. Esto es precisamente lo que sucede. Ahora bien, nadie puede impedir a Microsoft que incluya en su sistema operativo los programas que considere oportunos y se los venda en un paquete indivisible a sus potenciales compradores.

La más reciente acusación contra Microsoft es el supuesto uso predatorio del sistema operativo Windows. La integración de su buscador en el sistema operativo es, se dice, un intento de expulsar del mercado a los competidores. Esto desborda el problema del buscador y remite a otros temas como lo que debe ser un sistema operativo o la naturaleza del progreso en la industria de software. La legislación antitrust define las acciones predatorias como aquellas inconsistentes con la maximización de beneficios excepto cuando logran dejar fuera del mercado a los competidores. Este tipo de actuaciones llenan miles de páginas en la literatura económica pero son muy difíciles de encontrar en la práctica, ya que los costes para quienes las desencadenan suelen ser muy superiores a sus beneficios. Si el depredador decide subir los precios por encima de lo que están dispuestos a pagar los consumidores, otras empresas tendrán muchos incentivos para entrar en el mercado. En este caso, en industrias como las de red, con un elevado porcentaje de inversiones fijas muy costosas y con largos procesos de amortización, el bajar los precios por debajo de sus costes y durante un largo período de tiempo conduce a situaciones financieras insostenibles. Si el mercado permanece abierto, resulta imposible elevar los precios lo necesario y el tiempo suficiente para absorber las pérdidas cosechadas durante la estrategia predatoria.

Si una empresa con una posición de control del mercado o de un producto añade otro a su oferta, los competidores han de enfrentarse a un producto que se ofrece gratis. Si Microsoft incluye en su sistema operativo una pieza de software, competitiva con otras vendidas en un mercado hasta ese momento separado, todos los compradores de ordenadores tendrán una copia del nuevo software. Esta dinámica no tiene por qué ser contraria a la competencia. Si el nuevo producto es superior, en relación a su coste, al de sus competidores, esa medida no es predatoria. El nuevo software podría triunfar en el mercado de cualquier manera e integrarlo en el sistema operativo es más barato que venderlo por separado. Si el producto vale más para los consumidores de lo que cuesta crearlo, la opción es igualmente buena.

Por supuesto cabe el caso contrario: el nuevo producto es inferior a sus alternativas o su valor para los usuarios es también inferior a su coste. En este contexto, Microsoft sólo puede ganar la batalla expulsando del mercado a sus competidores, situando el precio de su producto por debajo de sus costes, y luego subiéndolo para recuperarse de sus pérdidas. Aquí se reproduce la escena antes comentada. Microsoft empezaría a perder dinero antes que sus rivales porque su programa cuesta más de lo que vale para los consumidores. Mientras tanto, su competencia podría mantener su producto en el mercado al precio que refleje sus ventajas sobre el de Microsoft. En el caso extremo, el de la bancarrota, los perdedores podrían ofrecer gratis en la web su producto y, en consecuencia, los usuarios no estarían dispuestos a pagar un sobreprecio por una alternativa más cara y de peor calidad. La ruina es una posibilidad abierta, pero el talento creador de ese programa superior estaría disponible, presto a ser comercializado por empresas potentes (IBM, por ejemplo) dispuestas a competir con la de Gates.

Por último está la innovación. Gracias a su poder de mercado, Microsoft tiene capacidad de frenar la innovación y ninguna pequeña empresa con dinamismo innovador tiene posibilidades de competir con ella. Esto no es muy exacto. Hay casos en los cuales Microsoft ha incorporado programas en su sistema operativo y quienes antes fabricaban productos similares han desaparecido del mercado. Esto sucedió, por ejemplo, con los programas de gestión de la memoria. Sin embargo, ese proceso no se ha producido en otros como los de fax o desfragmentación del disco. Su inclusión en Windows no eliminó a la competencia. Para que esto sea posible, Microsoft ha de fabricar algo tan bueno o mejor de lo ya disponible en el mercado. Ahora bien, esto no supone ningún daño para los consumidores. Por otra parte, a diferencia de lo que se considera habitualmente, el tamaño de las empresas tiene una escasa relación con la innovación. Los estudios realizados son bastante concluyentes sobre este punto[4]. Por añadidura, la naturaleza de los mercados de software exige que los fabricantes añadan funcionalidad a sus productos. Los consumidores no tienen razones para volver a comprar un procesador de textos o un sistema operativo, salvo que aporten mejoras substanciales. Esta mezcla innovación-funcionalidad, impulsada por el proceso competitivo, proporciona a los consumidores mejores programas a costes más bajos (los grandes programas integrados son más baratos que su uso individualizado) y los varios componentes que los integran funcionan mejor juntos que separados.

Conclusión

El caso del Departamento de Justicia contra Microsoft se apoya en nuevas teorías económicas refutadas por una considerable evidencia empírica. Ahora bien, el debate de fondo es la errónea visión del mercado que inspira la legislación antitrust. En la economía real, el vigor del crecimiento y de la innovación procede del deseo de los empresarios de conseguir el dominio del mercado. Gracias a esta posibilidad, las empresas tienen incentivos para innovar, bajar los precios y ofrecer mejores productos a los consumidores. El premio obtenido por un empresario creador es un monopolio temporal y unos beneficios extraordinarios también temporales. Sin embargo, ese poder tiene una escasa vida, salvo que el gobierno cree barreras en defensa de los intereses de quienes se ven amenazados por la emergencia de un nuevo competidor o establezca regulaciones que, bajo el pretexto de favorecer la competencia, imponen barreras de entrada en el mercado y, por tanto, la reducen. Esta dinámica, propia de una economía de mercado, es claramente visible en la industria de software. Aquí, las innovaciones y la competencia gozan de una vitalidad extraordinaria y nadie, incluido Microsoft, puede considerar consolidado su puesto en el mercado sin servir a los intereses de los consumidores. Durante los últimos diez años, la industria norteamericana de software ha crecido siete veces más que el conjunto de la economía y ha creado 600.000 puestos de trabajo. Si el sector del automóvil o el aeroespacial hubiesen explotado con la misma intensidad que aquellas tecnologías de la información, un coche costaría unos dos dólares y se podría comprar un Boeing 747 por el precio de una pizza.



[1] Ver A. Greenspan, "Antitrust", en Ayn Rand, Capitalism: The Unknown Ideal, New American Library, 1967; T.J. DiLorenzo, "The Origins of Antitrust: A interest Group Perspective", en International Review of Economics, núm. 5; D.T. Armentano, Antitrust and Monopoly, Independent Institute, 1990.

[2] Una buena exposición de este enfoque puede verse en Brian A., "Competing Technologies, Increasing Returns and Lock-In by Historical Events", en Economic Journal, núm. 97, 652-65, 1989,

[3] Leibowitz S. y Margolis S.E., "Dismal Science Fictions (Network Effects, Microsoft, and Antitrust Speculation)", en Policy Analysis, num. 324, Cato Institute, 1998.

[4] F.M. Sherer, Industrial Market Structure and Economic Performance, 2º Ed., Rand McNally, 1980; W. Shughart, The Organization of Industry, Richard D. Irwing, 1990.

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