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FOROS PúBLICOS E IRRACIONALIDAD

Decir lo que se piensa sigue siendo peligroso

Hace cinco años (es decir, más o menos en la prehistoria de Internet en español), quien esto subscribe participaba en algunos foros de la red organizados todos ellos bajo la rúbrica común de “sociedad y política”.

Como es natural, no todas las personas que concurren en dichos foros coinciden en sus criterios, ya que si fuese así, más que de un foro, estaríamos hablando de un tostón basado en la retroalimentación de las ideas, que es ni más ni menos lo que ocurre en las sectas, donde los barruntos de verdad, a fuerza de alimentarse de autoconvencimiento, acaban por mutar hacia engendros disparatados (este tipo de procesos los encontrarán ustedes tanto en un foro de política como en uno de petanca o de cuidado de pájaros). Cuanto más firmes son las creencias, más impermeable resulta el propio criterio con relación a todo lo que suponga aumento del conocimiento. A fuerza de saber mucho de una cosa, o bien de hallarse convencido de que el curso mental propio es el único racional, la sabiduría adopta formas de estupidez creciente y ya se sabe que la estupidez, como la pobreza, son circunstancias extremadamente contagiosas.

El caso es que en uno de los foros de política que se mencionan más arriba, tuve el atrevimiento de dar a conocer mi espontánea opinión acerca de un tema que ahora no viene al caso, pero que suscitó entre los contertulios cierta controversia. Como es de suponer, unos se manifestaron a favor, otros en contra y otros, tal como sucede en la ciencia jurídica y en muchas otras disciplinas, mostraron una actitud ecléctica y, en algunos casos, contemporizadora y por tanto orientada hacia la búsqueda de un consenso sobre el tema que era objeto de discusión. Digamos que hasta aquí llegó el escenario más civilizado de la controversia. Pero al cabo de unos días, la cosa cambió radicalmente y las cajas de los truenos se desataron.

En efecto, uno de los participantes consiguió ponerse en desacuerdo con todo el mundo, lo que ciertamente tiene su mérito. Podríamos decir que esa persona fue objeto de un ataque de negatividad absoluta: se oponía incluso a los razonamientos de las personas que, de alguna forma, estaban de acuerdo en algunos aspectos de sus afirmaciones. Algunos contertulios, animados por un espíritu samaritano, y tal vez intuyendo que ese individuo no mostraba lo que se podría denominar una actitud equilibrada, invocaron el peligroso concepto de “la libertad de expresión” en su sentido más directo, a saber, que cada cual puede opinar lo que le venga en gana.

Fue un error. Al día siguiente, mi buzón de correo electrónico se inundó con docenas y docenas de mensajes de protesta en inglés (el foro donde yo participaba estaba en español) acusándome de estar utilizando fraudulentamente sus direcciones de correo electrónico. Los remitentes mostraban direcciones de correo con desinencias europeas. Al cabo de unas horas, y por efecto del uso horario, empezaron a llegar más y más mensajes de protesta procedentes de todas las latitudes. Me tomé la molestia de responder personalmente a cada una de esas personas, asegurándoles que en modo alguno yo utilizaba su correo electrónico y que, más aún, ni siquiera tenía el placer de saber quiénes eran ni nada por el estilo. Finalmente, tuve que dar de baja la cuenta de correo.

Uno días más tarde, me puse en contacto con algunos de los participantes en el foro de quienes poseía sus direcciones de correo y pude comprobar que habían sido objeto del mismo ataque. Para no entrar en cuestiones técnicas (que yo desconocía en aquellos momentos primitivos de Internet) bastará decir que el proceso consistió en que alguien había “pinchado” la lista de participantes y había introducido direcciones de correo electrónico extraídas de sabe Dios qué directorios de la Red, produciéndose mensajes cíclicos que crecían de forma exponencial como un cáncer. El foro fue cancelado. Nadie más pudo volver a expresar allí su opinión. Desde el punto de vista de un pirata informático, la jugada fue una auténtica obra maestra, aunque desde la perspectiva del sentido común, se trató de una maniobra repugnante. Para que se hagan una idea, las expresiones menos malsonantes, pero más frecuentes, de los mensajes de protesta eran “abogados”, “llevar a juicio”, “le denunciaré a la CIA” y “le denunciaré al FBI”. Afortunadamente no iban en serio (bueno, tampoco estoy seguro de eso). Y claro, ya se imaginan ustedes quien fue el individuo que montó está tan infantil como dañina venganza.

La lección a extraer de todo esto, a mi juicio, es que las nuevas tecnologías, lejos de conformar el paradisíaco entorno libertario cibernético que los medios de comunicación proclamaban hace un lustro, sigue siendo un caldo de cultivo de la irracionalidad exactamente igual que como sucede con cualquier otra invención humana. Piensen por un momento en la imprenta: son muy distintos los usos que se pueden hacer de este ingenio, ¿no es cierto? Usted puede publicar “Las Florecillas de San Francisco de Asís”, pero también “Mi Lucha”. El “progreso” para los países subdesarrollados en los primeros años de la década de los sesenta no significó “tractores” sino “ametralladoras” y “minas anti-persona”. No hemos avanzado gran cosa desde los tiempos de las cavernas. Pero, por otra parte, los seres humanos nunca hemos tenido, a nivel individual, tanta responsabilidad como tenemos ahora. Ya veremos en qué queda todo esto.
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