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ARZALLUZ CONTRA LA CONSTITUCIÓN

Don Julio y los leones

La Constitución, sin mi voto y contra el de Arzallus, fue aprobada por la mayoría del censo votante y es desde entonces, nos guste o no, la ley fundamental de la nación.

El 15 de mayo de 1995, un diario nacional dedicaba un apasionado editorial al político Arzallus con estas palabras inadmisibles: “Javier Arzallus tiene derecho a defender la independencia del País Vasco…”. Estas palabras eran inadmisibles porque en un Estado de Derecho nadie tiene derecho a ponerse al margen de la ley, máxime cuando esa ley es la llamada “ley de leyes” o Constitución. A mí no me gusta la Constitución por motivos opuestos a los de Arzallus; pedí el “no” en el referéndum correspondiente y no la voté por tener que viajar en aquellos días al extranjero. Ahora bien; esa Constitución, sin mi voto y contra el de Arzallus, fue aprobada por la mayoría del censo votante y es desde entonces, nos guste o no, la ley fundamental de la nación. Esa Constitución tiene un artículo 2, en cuya virtud el señor Arzallus hace tiempo que tendría puesto un bozal, si es que eso del “Estado de Derecho” no fuera un rollo macabeo. El mismo fiscal general del Estado que estudiaba procesar a García Damborenea por presunta apología del terrorismo, no pensó ni por un momento pedir el oportuno suplicatorio para procesar a señores que violan la Constitución a grito pelado y que no se recatan en comprender y justificar la barbarie terrorista cada vez que les peta. La presunta apología del terrorismo de Damborenea consistía en reconocer su participación en actividades de contraterrorismo, único recurso que contra esa plaga tienen por lo visto las democracias emasculadas por la filosofía de los “derechos humanos”.

Los tontos que se consuelan con el mal de muchos pueden alegar que así se acabó en Estados Unidos con las Panteras Negras, en Francia con la OAS y en Alemania con la Baader-Meinhof. No sé si saben además que así yugularon el bandolerismo andaluz gobernadores civiles como don Julián de Zugasti y don Antonio Machado y Núñez, el abuelito de los hermanos poetas, con el progresista Rivero en el Ministerio de la Gobernación. De entonces data la célebre “ley de fugas”. La ley de fugas y el tiro en la nuca son los procedimientos de que se suele valer la democracia cuando se ve obligada a aplicar esa pena de muerte de la que abomina en público. El tiro en la nuca lo patentaron en España los asesinos de Calvo Sotelo. He aquí una de las razones por las que yo estaba contra la Constitución, porque si hay que matar a alguien, prefiero que lo haga el verdugo después de un juicio con plenas garantías, a que lo haga un sicario con alevosía y nocturnidad.

Lo malo de ese contraterrorismo fue que se recurrió a él para defender lo mismo que su descubrimiento puso por lo visto en peligro: la democracia, o, afinando más, el partido político que se consideraba consustancial con ella. Tanto es así, que algunos voceros de este partido no vacilarían en llamar “vendaval antidemocrático” a la ofensiva generalizada de jueces y periodistas. “¡La democracia está en peligro! ¡Ciudadanos! ¡Acudid a salvarla!”, gritarían emulando al alcalde de Móstoles. En este sentido cabría entender la justificación ética del contraterrorismo como “legítima defensa” por parte del sabio profesor Aranguren. Uno de los argumentos más frecuentes de los enemigos de la pena capital —y me figuro que Aranguren lo era— es que el Estado no puede ponerse a la altura del delincuente. Pues bien; tuvo por lo visto que abolirse esa pena en la Constitución para que el “Estado de Derecho” se pusiera a esa altura.

Al morir en Vera de Bidasoa el benemérito don Julio Caro Baroja, el diario ABC exhumó su última tercera en la que decía lo siguiente: “Supongamos ahora un pueblo inquieto y dividido por cuestiones raciales. El que desde dentro de él sea capaz de observar el peso de los argumentos que gravitan sobre sus componentes, tendrá, sin duda, mucha más autoridad que el que, desde fuera, por una simple cuestión de principios, considere que esas cuestiones no debían existir con la virulencia que existen”. Como quiera que yo a don Julio lo he leído algo y, según los casos, lo he criticado o alabado, encuentro entre las hojas de un libro suyo otra tercera suya de 1985 en que demuestra que un antropólogo español como él podía opinar certeramente sobre la Camorra napolitana y sobre el narcotráfico colombiano sin necesidad de “estar dentro” de esas sociedades. Entre otras cosas decía haber oído a un narcotraficante presentarse a sí mismo en una entrevista radiofónica como un luchador contra el imperialismo yanqui y los gobiernos “monárquicos” de América. “Y acaso haya todavía algún camorrista o algún mafioso que se justifique por las opresiones que ejerció el Gobierno napolitano en su país, hace ciento cincuenta años”, comentaba don Julio. Cuando yo vivía en Italia, vi por televisión a unos mafiosos que se presentaban como víctimas de unas leyes fascistas que los habían confinado a las islas de Lipari. ¿No le recuerdan nada estos argumentos a cualquiera que reflexione en España sobre las virulencias de ciertas cuestiones raciales en algunas de sus provincias?

Yo no sé si con todas estas cuestiones la democracia está o no en peligro y, la verdad, el asunto no podría importarme menos; lo que sí me importa es algo de lo que todos tienen miedo de hablar y que es la nación española, cuya existencia histórica y cuya integridad territorial reconoce hasta la propia Constitución.

En el más antiguo de los artículos citados, contaba don Julio la anécdota de un niño que, en el circo romano, en que se les han echado cristianos a los leones, le comenta a su abuelo: “Mira, abuelito, ese pobre león no tiene cristiano que comer”. Y concluía el articulista refiriéndose a camorristas y mafiosos: “Son pobres leones sin cristianos que comer”. Los antiguos romanos, que por lo visto estaban más civilizados que nosotros y que sabían distinguir un ser humano de un león, no se escandalizaban como nosotros del comportamiento de las fieras. Las fieras, como diría mi amigo Muñoz Rojas, están “en lo suyo”, que es matar; a mí lo que me escandaliza es que anden sueltas y que de vez en cuando se les eche algún cristiano que otro para que sacien su apetito. En tiempos de UCD, decía Rodolfo Martín Villa, Ministro del Interior: “O nosotros acabamos con la ETA o la ETA acaba con nosotros”. Huelga decir dónde está UCD. Ningún ministro del PSOE incurrió en esa baladronada, pero por bajo cuerda se intentó hacer lo que los otros no intentaron siquiera. El resultado es que el PSOE, como antaño la UCD, estaría con el aparejo en la barriga, mientras la ETA se permitía el lujo de jactarse desde las páginas de su prensa oficial de haberle perdonado la vida por dos veces nada menos que a Su Majestad el Rey.


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