Menú

El silencioso siglo XXI

Sigmund Freud se hizo cargo de una tradición, la de la curación por la palabra, y la llevó hasta sus consecuencias últimas. Se sabía desde antiguo que la palabra poseía un poder terapéutico, fuese cual fuere la forma en que se empleara: en la profecía que orientaba el destino, en el murmullo inaudible –y probablemente incomprensible– del sanador, en la visión narrada del chamán. El médico vienés, positivista malgré lui, como correspondía a un hombre formado en la medicina decimonónica, trató de dar asiento a la vieja magia entre las ciencias. No ignoraba la condición esotérica de su técnica. En su casa de Londres, junto a su sillón y el diván, se ve una mesita baja en la que campan por sus respetos las cartas del tarot. Cabe que ésa fuera la distribución original, como cabe que su hija Anna la haya dispuesto después de la muerte del padre, tan dolorosa como liberadora, según la doctrina.

En esa misma casa museo se puede ver un vídeo en el que Freud declara a los micrófonos de la BBC que ha abandonado Austria "para morir en libertad". En la voz se nota la dificultad con que se expresa, la rasposidad que el cáncer ha instalado en su garganta. Un cáncer que, según he leído, y con las limitaciones del conocimiento de la época –hace ochenta años–, debió de ser primitivamente de lengua y se extendió a la laringe. Moriría mudo el hombre que había dado un lugar de relieve a la palabra a lo largo de todo el siglo XX.

Freud, que era un gran propagandista, como demuestran sus cartas a discípulos fieles e infieles a "la causa", como él denominaba al psicoanálisis en los tiempos de su expansión, solía preparar cuidadosamente todas sus apariciones públicas. Aquélla, sin embargo, fue singularmente espontánea. Cerraba un largo ciclo de resistencia a la realidad, de negación de la evidencia del nazismo, resistencia y negación que eran compartidas por muchos de sus coetáneos (en 1938, año de la anexión de Austria, el Anschluss, sólo 37.000 judíos, de una población de 400.000, menos del diez por ciento, habían abandonado el territorio alemán).

Desde poco antes y a partir de la muerte de Freud, acaecida en Londres el 23 de setiembre de 1939, el siglo XX empezó a ser el de los grandes discursos, muchos de los cuales devendrían consignas. Las consignas como motor de la conciencia política venían desde la Revolución Francesa, pero habían sido recuperadas en 1898 por Zola en su "Yo acuso", acta de nacimiento de la intelectualidad comprometida, al principio con los movimientos de izquierdas, más tarde también con los movimientos fascistas.

La consigna es la degradación del discurso articulado. Porque "el hábil empleo de la palabra mágica no lo es todo. Para que la palabra pueda producir su efecto consumado hay que completarla con la introducción de nuevos ritos", apunta Cassirer en El mito del Estado; "nada puede adormecer mejor nuestras fuerzas activas, nuestra capacidad de juicio y de discernimiento crítico, y quitarnos nuestro sentido de la personalidad y responsabilidad individual, como la persistente, uniforme y monótona ejecución de los mismos ritos". La consigna, fraseada o cantada (Giovinezza, Cara al Sol, Los Muchachos Peronistas...), es el paradigma del rito, de la colectivización, de la conversión de la idea en la nada colectiva.

En 1917, por las obligaciones contraídas con Alemania por la ayuda que le prestó para pasar a Rusia –ayuda interesada, porque los alemanes querían que los bolcheviques tomaran el poder y cancelaran de facto el desgastante frente oriental en la Gran Guerra–, Lenin resume muchos y largos volúmenes teóricos y décadas de debate enconado en "Paz, pan y trabajo", en ese orden: la paz –con Alemania– en primer término, aunque él sabía perfectamente que el estallido de la guerra civil iba a ser inmediato.

Un año antes, en 1916, de modo coherente con su lucha por la entrada de Italia en el bando aliado, Mussolini había empezado a repetir y hacer pintar en los muros de toda Italia la frase Meglio vivere un giorno da leone che cento anni da pecora(«Mejor vivir un día como leones que cien años como borregos»), absolutamente coherente con el espíritu squadristi que iba a dar lugar en 1922 a la Marcha sobre Roma, y que terminaría siendo grabada en las monedas de 20 liras en 1928, cuando ya empezaba a popularizarse otra idea jíbara: "Dentro del Estado, todo, fuera del Estado, nada", reconvertida años más tarde, en Cuba, en "Dentro de la Revolución, todo, fuera de la Revolución, nada", que significaba exactamente lo mismo, en la medida en que la Revolución era y es el Estado.

Todo eso iba a ser heroicamente superado por Winston Churchill, cuando tuvo la honestidad de decir, el 13 de mayo de 1940, en la Cámara de los Comunes: "No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor", que pasaría de inmediato a la lengua coloquial en todos los idiomas como "sangre, sudor y lágrimas", más taxativa que el original, más lograda retóricamente, porque el esfuerzo se daba por descontado y las lágrimas iban sin remedio al final. Y, desde luego, Churchill no ofrecía todo eso, sino que lo pedía al pueblo británico.

No eran partes de un pensamiento, sino síntesis intuitivas de lo que podía haber sido pensamiento pero que ya se había estructurado como ideología: como respuestas automáticas a la realidad, susceptibles de ser explicadas racionalmente si lo exigen las circunstancias, pero que habitualmente no requieren un paso por la conciencia antes de ser enunciadas, omisión nada despreciable si se tiene en cuenta que la generalidad de las gentes espera ideas, si no de los políticos, sí de los revolucionarios. Las ideas se tienen, dice Ortega y Gasset, en las creencias se está. La ideología es creencia. La consigna es un elemento sobre todo litúrgico y, como tal, tan misterioso como mecánico.

Todas las consignas, sin excepción, del «Padre nuestro que estás en los cielos», cuestión discutida y discutible, al «Hasta la victoria siempre» (¿es que no se va a alcanzar nunca?), son fácilmente desmontables a poco que se las razone, tanto desde el punto de vista lógico como desde el político. ¿Acaso tiene sentido decir que «la sangre derramada jamás será negociada», cuando la sangre se derrama precisamente para negociar sobre nuevas bases, cuando de lo que se trata es de sumar la fuerza a la razón, cuando la política no se suspende en la guerra, sino que continúa con más encono aún porque en ella se realizan todas las contradicciones? Todas las consignas son una renuncia al discurso, son una forma de silencio. Y cuando no las crean los dirigentes, más o menos demagogos y populistas siempre, en todas las tendencias, las generan quienes, escuchando, quieren, necesitan reducir.

En 1962, el 4 de febrero, en la Segunda Declaración de La Habana, Fidel Castro dijo: «Y esa ola de estremecido rencor, de justicia reclamada, de derecho pisoteado que se empieza a levantar por entre las tierras de Latinoamérica, esa ola ya no parará más. Esa ola irá creciendo cada día que pase. Porque esa ola la forman los más mayoritarios en todos los aspectos, los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores, hacen andar las ruedas de la historia, y que ahora despiertan del largo sueño embrutecedor a que los sometieron». Claro que esa ola parará, retrocederá, cambiará de forma, volverá a avanzar, tal vez en otro sentido, porque la realidad se mueve más allá de los propósitos de los individuos y de los hombres sumados en masa. Ese discurso, que también venía del alma, quedó fijado en consignas. En silencios, en frases que, bien leídas, poco dicen, si es que dicen algo. «¿Voy bien, Camilo?».

Lenin tuvo que crear la fórmula «Paz, pan y trabajo» y guardarse para mejor ocasión un sesudo discurso sobre el materialismo y la dialéctica. Mussolini era un hábil charlatán al que esas cosas le salían de lo más profundo, y en Churchill predominaba el periodista que entendía de titulares, como en Fidel Castro el abogado. Todos esos discursos fueron, sin embargo, catárticos y hasta exhibicionistas. En ellos se decían cosas que nadie antes se había atrevido a decir, porque la historia había puesto unos límites a lo que se podía y no se podía expresar. La revolución, como dijo una campesina nicaragüense allá por 1979, es «el gran permiso»; la guerra también.

Pero los grandes discursos y las frases catárticas no se detienen ahí. Hace poco, comentando los veinte años de la caída del Muro de Berlín, escribí acerca de los discursos que dieron allí dos presidentes de los Estados Unidos. No sé que impresiona más: si el discurso de Kennedy en 1963 (26 de junio), o el de Reagan en 1987 (12 de agosto). Los dos están en Youtube, bendita sea la tecnología. Cuando me propusieron escribir sobre el tema, busqué el discurso de Kennedy, sin imaginar –mi edad me permite haber sido contemporáneo de los dos acontecimientos– que lo iba a encontrar filmado.Y el repaso de los videos llevó de una cosa a la otra. Pasé del "Ich bin ein berliner" de Kennedy, quizás la mejor intervención didáctica de un político en toda la Guerra Fría, al "Mr. Gorbachev: tear down this wall" de Reagan. El de Kennedy se inscribe en la breve aunque decisiva lista de las grandes alocuciones del siglo XX. El de Reagan tiene otro carácter, menos perfecto literariamente, más eficaz en términos cinematográficos; es un desafío que corona lo mejor de la obra del viejo presidente, la gran baza de una guerra terminal que los Estados Unidos no estaban en condiciones de emprender, en el saloon de la Guerra Fría. La caída del Muro era el símbolo de su triunfo, logrado sin mostrar las cartas, y cuando pronunció esas palabras lo hizo a conciencia de que ya había ganado: dos años más tarde, los 43 kilómetros de la pared de separación entre dos mundos que, a pesar de todo, seguían siendo uno, los 160 kilómetros que, en total, separaban Berlín del resto del territorio y la zona occidental de la ciudad de la oriental, fueron derribados.

Entre los dos se alza el impecable "Yo tengo un sueño" de Martin Luther King, la poderosa y elocuente exposición de su deseo de justicia, de coexistencia armoniosa entre las razas. Fue el 28 de agosto de 1963, en las escalinatas del Monumento a Washington, durante la Marcha por el Trabajo y la Libertad, un hito en la lucha por los Derechos Civiles.

Todos ellos, desde Lenin a King, hablaron sobre todo del futuro, de su deseo, de un proyecto que, por un instante, fue el de todos. Después, en todos los casos, llegó la traición, a veces propia (Mussolini, Fidel), a veces ajena (Kennedy, King), a veces hija de la fiera venganza del tiempo, como dice el tango (Lenin, Reagan). Sólo se salva, en la verdad de sus palabras, Churchill. A veces, también, la traición se debió a la reducción, al paso de un grande y armado e inspirado discurso a una simple consigna. Churchill, el que más reveló y menos ocultó en sus términos, perdió las elecciones al terminar la guerra y fue sustituido por el laborista Atlee, que había desempeñado un importante papel en la contienda pero no daba la talla como gobernante. La gente estaba harta de tanta verdad trágica.

Las palabras, dice don Francisco Rodríguez Adrados, de la Real Academia, son como el chicle: todo lo tapan. Pero, al mismo tiempo, son el único medio por el que algo nos es revelado, de tanto en tanto.

Todo lo dicho, sin embargo, corresponde al pasado, muy pasado siglo XX.

Éste, el veintiuno, es un siglo sin discursos. O con discursos mediocres. O con discursos sin público, o con un público muy limitado, porque los medios de comunicación niegan su espacio: véase el caso del discurso de Aznar en Jerusalem, probablemente el más importante pronunciado en los que va de siglo, que casi no ha sido comentado: los medios en general lo arrojaron a la basura en el paquete israelí, del mismo modo en que ignorar por sistema Friends of Israel.

Lo que se revela es a través de la elocuente acción. La presente centuria se inició el 11 de setiembre de 2001 (maldito 11 de setiembre, el de la muerte de Sarmiento, el del ascenso de Pinochet, siempre un día negro), en las Torres Gemelas. Y se continuó en el 11 de marzo de 2004 en Madrid. Y el 7 de julio de 2005 en el metro de Londres. Las acciones del siglo XX (Nigeria, AMIA y embajada de Israel en Buenos Aires, el primer intento a las Gemelas, etc.) fueron ensayos que iban finalmente a decretar la sustitución de la palabra por la explosión, que es el colmo del silencio. Del silencio anónimo, por cierto. El que, al final, nos matará de un cáncer de lengua o de laringe. O ni siquiera nos dejará llegar a eso.

0
comentarios
Acceda a los 1 comentarios guardados