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LIBERTADES

El discurso del odio

En 1942 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos falló contra un ciudadano que había llamado "maldito chantajista" y "fascista" a un policía, que por tal motivo le había interpuesto una querella. La Corte entendió que las palabras del demandado no estaban protegidas por la Primera Enmienda, que reconoce el derecho a la libre expresión, porque su "mero sonido" infligían "daño" y no eran "parte esencial de la exposición de las ideas".


	En 1942 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos falló contra un ciudadano que había llamado "maldito chantajista" y "fascista" a un policía, que por tal motivo le había interpuesto una querella. La Corte entendió que las palabras del demandado no estaban protegidas por la Primera Enmienda, que reconoce el derecho a la libre expresión, porque su "mero sonido" infligían "daño" y no eran "parte esencial de la exposición de las ideas".

En 2011 la misma Corte Suprema estudió el caso de la Iglesia Baptista de Westboro, que se había congregado a cierta distancia de donde tenía lugar el funeral por Matthew Snyder, un marine fatalmente herido en Irak (murió ya en EEUU), para corear mensajes ofensivos. Los miembros de tal congregación vocearon su convicción de que Dios odia a los Estados Unidos, entre otros motivos, por permitir la homosexualidad, especialmente por tolerarla en el Ejército. Entre sus mensajes estaban los siguientes: "Dios odia los Estados Unidos. Gracias a Dios por el 11 de Septiembre", "Dios te odia" o "Irás al infierno", este último en referencia al soldado Snyder. Terminaron media hora antes de que empezase el funeral.

La familia del marine Snyder, que había sido informado de las intenciones de la Iglesia Baptista de Westboro (lleva décadas haciendo estas concentraciones), llevó a ésta ante los tribunales. Alegaban la angustia que le producía a Matthew la idea de que se manifestasen en su entierro, idea que no podía separar de la de su propia muerte.

En este caso, la Corte Suprema siguió un derrotero distinto:

El discurso es poderoso. Puede mover a la gente a la acción, puede provocar lágrimas de gozo y de pesar, y también (como es el caso) puede infligir gran dolor. Sobre los hechos que se nos presentan, no podemos reaccionar ante tal dolor condenando a quien habla. Como nación hemos elegido un curso distinto: proteger incluso el discurso hiriente sobre cuestiones públicas para asegurarnos de que no reprimimos el debate público. Esta opción requiere que libremos a Westboro de responsabilidad por manifestarse en este caso.

Entre estas dos decisiones hay una lucha histórica en el seno de la propia Corte Suprema respecto del hate speech, el discurso del odio, y su inclusión o no como parte del derecho penal. En su última decisión, Snyder vs Phelps, el Tribunal Supremo seguía la tendencia de las últimas décadas de interpretar de un modo más estricto la Primera Enmienda y proteger la libertad de expresión. Pero en todo el mundo resuena la expresión discurso del odio, y en muchos países está penado utilizar expresiones que puedan causar daño a los demás por su pertenencia a un grupo. Son habituales los casos relacionados con el antisemitismo, el racismo o la condena moral de la homosexualidad. El gobierno español, al que le quedan muy pocos días de legislatura, pretendía implantar una legislación muy estricta en este sentido que, de haberse aprobado, habría acabado virtualmente con la libertad de expresión.

Viene todo ello al caso de la condena de John Galliano, que tendrá que pagar 6.000 euros por decir que amaba a Hitler y proferir insultos vejatorios contra los judíos. Galliano se dejó llevar por el esnobismo, pues meterse con los judíos es una enfermedad moral extendida, con los humores exaltados por el alcohol. La prensa recoge la noticia con evidente decepción. "Simbólica" condena de "sólo" 6.000 euros, por lo que Galliano "se libra de la cárcel".

¿Debe penarse el discurso del odio?

Es a mi entender muy claro que no podemos criminalizar un discurso, por más cargado de odio que esté. En primer lugar, porque no hay ni puede haber una prueba de que quien sostenga ese discurso esté movido por el odio. En segundo lugar, porque, aunque así fuera, un mal sentimiento no debe ser objeto de condena. Si la razón es otra, el daño que inflige, el terreno es muy resbaladizo. Porque cualquier persona puede sentirse herida por cualquier manifestación de los demás. Nadie puede negar tu dolor por cualquier manifestación de la cultura o del discurso. Y erigir ese dolor en razón para la censura permitiría a cualquiera oponer sus sentimientos frente a cualquier expresión. Como, de nuevo, nada puede demostrar la sinceridad de tus sentimientos, nadie puede tampoco demostrar que no sean ciertos. Si se eleva a los sentimientos al rango de argumento para la censura, se acabó para siempre la libertad de expresión.

Se dice que el discurso del odio sólo afecta a determinado tipo de personas. De hecho es así como está reconocido en las legislaciones que recogen esta figura. Pero entonces cabe preguntarse cuál es el motivo por el que determinadas razas, la pertenencia a una denominación religiosa o una condición sexual otorga a ciertas personas el privilegio de poder censurar las expresiones de los demás, mientras que al resto no se le reconoce ese valor añadido.

El discurso es un elemento moral. Y su condena debe ser también moral. Las sociedades libres pueden protegerse eficazmente frente a los discursos que resulten ofensivos. John Galliano fue despedido por su empresa, y le costará encontrar un empleo del prestigio y el caché que tenía en Dior.

Quienes defienden la inclusión en el Código Penal del discurso del odio no tienen amor, precisamente, por las sociedades libres.

 

© Instituto Juan de Mariana

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