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La izquierda tras el 11-S: la revancha por un fracaso

Este artículo se basa en una ponencia presentada por la autora en el curso de verano ‘¿Tiene futuro la izquierda?’, organizado en julio de 2005 por la Universidad de Cantabria y dirigido por Iñaki Ezkerra.

Cuando ocurrieron los atentados del 11-S, la izquierda que seguía sentimentalmente unida a la utopía fracasada a principios de los 90 había perdido buena parte de su capacidad de influencia. El derrumbe de la URSS y sus satélites no la había sumergido en una catarsis que la condujera a modificar sus premisas, pero había tenido consecuencias. El desastroso resultado de los ensayos por construir el paraíso en la tierra no podía dejar del todo impasibles a cuantos eran partícipes de la creencia en el socialismo. Y, en cualquier caso, dificultaba la proyección de su discurso más allá de su propio círculo.

La capacidad de atracción de la etiqueta comunista menguaría, y partidos que antes la llevaban con orgullo se despojaron de ella, cambiando de nombre. Incluso los partidos de izquierda que habían abandonado tiempo atrás sus lazos con el comunismo y el marxismo –aunque no todos sus tics– se afanarían por redefinir sus señas de identidad y encontrar, por ejemplo, "terceras vías".

Cierto que, como observaría Revel, el fracaso del comunismo y el conocimiento de sus crímenes no habían llevado al hundimiento de la ideología que los había inspirado, sino todo lo contrario: habían abierto un proceso de rehabilitación de aquélla. La ideología sobrevivía una vez más a la prueba de la realidad, y ahora parecía encantada de perder el lastre del imperio soviético: "La pesadilla ha terminado, el sueño continúa".

Pero una cosa era la supervivencia de la ideología y otra distinta que aquella nostalgia de la alternativa perdida, enviada de nuevo al limbo de la utopía, pudiera traducirse en algo más que seminarios y cursos en las universidades, libros y artículos sobre las maldades del liberalismo, y otras mercancías culturales para el segmento "rebelde" o "alternativo".

Aquella izquierda, cuyo rasgo distintivo –que cruza las demarcaciones partidarias– es el rechazo total del mundo existente vinculado a la creencia en la necesidad y posibilidad de instaurar una sociedad perfecta, se había convertido en una planta de invernadero. Un vegetal que desarrollaba sus formas más estrambóticas en el microclima de las universidades y los círculos académicos y dejaba caer sus frutos más comestibles en los medios de comunicación. Pero aparte de inocular ideas, en su mayoría falsas, sobre cuáles eran los males del mundo y sus remedios, poco hacía. Lejos quedaba la fuerza de enganche que había tenido en otro tiempo.

No obstante, algunos de los fragmentos que habían quedado girando alrededor del planeta fantasma del comunismo habían mostrado cierta capacidad de movilización, y la ejercerían en torno a la antiglobalización, nueva enseña del viejo anticapitalismo. La lucha contra lo que apodaron "neoliberalismo" y la globalización mantuvo la llama "revolucionaria" en los sectores extremistas, y encontraría eco en la izquierda moderada, ávida de retórica con la que distinguirse de conservadores y liberales.

Las manifestaciones contra la libertad de comercio en Seattle, en 1998, fueron el momento estelar del intento de recomposición de la izquierda que había quedado huérfana tras la caída del Muro. Pero, a pesar de la gran cobertura mediática que recibieron aquellas acciones –cuyos objetivos tanto perjudicaban a los países pobres que decían defender–, el fenómeno, como movimiento de masas, estaba destinado a la marginalidad.

En ese contexto de crisis larvada irrumpió el 11-S. Y de tal modo, que poco después de aquellos atentados la izquierda volvía a galvanizarse y lograba capitanear unas movilizaciones masivas. El foco de las mismas era la intervención militar contra Sadam Husein, pero a través de ellas se manifestaba un rechazo global a la estrategia de lucha antiterrorista, que, tras el 11-S, se constituía en prioridad de la acción política de las principales democracias. A ese movimiento se unirían partidos e individuos de la izquierda moderada, con la notable excepción, entre los primeros, del laborismo británico, que hubo de sufrir por ello un conflicto interno.

¿Por qué reaccionó de ese modo el grueso de la izquierda? ¿Por qué se opuso u obstruyó la lucha contra un terrorismo que amenazaba conquistas y valores que decía defender? ¿Por qué logró un seguimiento masivo la oposición a la guerra de Irak?

El peligro son… los Estados Unidos

En cuanto cayeron las Torres Gemelas, en la izquierda se hizo el análisis de lo ocurrido. Fue rápido porque era sencillo: los Estados Unidos se lo habían buscado, cuando no se lo habían merecido. Más que un análisis, se trataba de una confirmación. Aquellos ataques eran la prueba de la justeza de su visión del mundo, una visión según la cual los Estados Unidos sembraban el odio y ahora, como había sido previsible, lo recogían en la forma del mayor atentado terrorista de la historia.

Diversos intelectuales, políticos, escritores y artistas expresaron públicamente aquel razonamiento, que conducía a desplazar la culpa de los atentados desde los autores de la matanza hacia país que la había sufrido.

Jean Baudrillard escribió, así, que aquella superpotencia mundial, por su "insoportable poder", había "fomentado toda esta violencia por el mundo", y que lo que habían hecho aquellos fanáticos era, en el fondo, lo que "todo el mundo sin excepción" había soñado. Susan Sontag dijo que los atentados eran la consecuencia de la política y las alianzas concretas de los Estados Unidos. Noam Chomsky siempre había dicho que su país era el Estado terrorista por excelencia, de forma que ahora pudo decir que el único terrorismo existente era "la guerra contra el terrorismo".

En la izquierda moderada, donde sí se condenó sin paliativos el atentado, dominaron al mismo tiempo opiniones como la de Pascual Maragall, quien haría notar que había, tras los ataques, "un elemento muy importante de rencor con base real". El presidente español, Rodríguez Zapatero, diría lo mismo pero de otra forma tras los atentados de junio de 2005 en Londres, al referirse a un "mar de injusticia universal". Estas opiniones, que pretendían atender a las causas o raíces del terrorismo, llevaban implícita o explícita la idea de que EEUU, y Occidente en pleno, eran responsables de aquel "mar" y de la violencia que generara. También los moderados procedieron, pues, a trasladar la culpa.

Pero el traslado se iba a hacer con dos piernas. Simultáneamente se procedió a un doble desplazamiento: el de la culpa y el del peligro Y así, desde el primer momento se instalaría en la izquierda la percepción siguiente: el principal peligro no era aquella nebulosa terrorista que había asesinado a miles de personas, sino la respuesta que pudieran dar los Estados Unidos a los ataques.

De ese sentir que embargó a muchas personas de izquierdas en las horas y días siguientes a los atentados ofrecería una expresión sintética un titular de El País del día después del 11-S: ‘El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush’.

El gran peligro era que Estados Unidos respondiera. Que aquel "vaquero loco" apretara, en un momento de ira, el botón nuclear, o desencadenara de otra forma una conflagración mundial. Este temor, entonces impreciso, se concretaría en vísperas de la intervención en Irak. Grupos de izquierda, y algunas de sus figuras destacadas (como Santiago Carrillo), afirmarían entonces que la intervención nos abocaría a una "tercera guerra mundial", entendiendo por ella algo distinto al conflicto que los ataques habían desencadenado ya.

En la peor tradición

A ojos de un observador ingenuo, estas actitudes parecerían incongruentes. Si la izquierda estaba a favor de la libertad y la democracia, ¿no debería manifestar ante todo su voluntad de defender ambas frente a quienes se proponían destruirlas? Si rechazaba el terrorismo, ¿no debería tener claro que la culpa era de los terroristas, y que ellos eran la principal amenaza? Pero la traslación de la culpa y el peligro resultaba coherente tanto con una visión del mundo según la cual aquellos valores nunca pueden ser auténticos en la sociedad capitalista como con la tradición política de la izquierda.

La izquierda promovió, por ejemplo, el desarme de las democracias frente al comunismo. Esto era lógico en los comunistas, pero una parte de la socialdemocracia secundó esa estrategia. Muchos intelectuales la apoyaron, y lo hicieron asimismo aquellos que condenaban el stalinismo pero que se definían, ante todo, como anti-anticomunistas.

Durante el pacto nazi-soviético los comunistas suspendieron su enemistad con Hitler y condenaron como una guerra interimperialista la que se libraba contra la Alemania nazi. Hasta ese momento se habían declarado tanto antifascistas como antiimperialistas, pero durante los dos años del pacto se opusieron a los esfuerzos defensivos de las democracias frente al nazismo. Los intereses de la URSS pesaban más que el antifascismo proclamado.

Además, desde la izquierda se ha respaldado, protegido y justificado a aquellos regímenes totalitarios, así como a los grupos armados y terroristas, que considerara afines a su ideología y a sus objetivos. Es decir, que la izquierda se ha mostrado dispuesta a apoyar a quienes suprimían la libertad y violaban los derechos humanos, pese a que en otros contextos se presentara como campeona de ambos. Su hostilidad al capitalismo y a las democracias liberales ha sido más poderosa que los valores que dice abanderar.

En la disyuntiva abierta por el 11-S, el doble desplazamiento fue una reacción genuina y natural en una izquierda acostumbrada a creer que el mayor desprecio y los peores ataques a la libertad, a la democracia y a los derechos humanos vienen siempre de la propia entraña de las sociedades basadas en la economía de mercado.

Contra Occidente

Ahora bien, el enemigo de las democracias que había surgido el 11-S no se proponía establecer el Edén socialista, sino extender por el mundo el imperio de su Islam fanatizado. Su propósito era instaurar teocracias fundamentalistas en las que se anularían los derechos y libertades más elementales y se arrojaría a la mujer a posiciones de sumisión absoluta.

Se trataba de un totalitarismo de nuevo cuño, que algunos analistas denominan "islamofascismo", y cuya doctrina se situaba, a primera vista, en los antípodas del ideario de la izquierda. Sin embargo, la izquierda se mostraría despreocupada, indulgente o amistosa con aquella ideología reaccionaria.

Y ello sería así, en buena medida, porque la reorientación iniciada por la izquierda en los 60 la ha llevado desde la crítica total de la sociedad capitalista hasta el rechazo absoluto de Occidente. El repudio tradicional del capitalismo y la democracia "burguesa" se ha completado con el repudio de los valores de la civilización occidental. El antioccidentalismo ha englobado y, en cierto modo, sustituido al anticapitalismo.

La visión relativista, según la cual todas las culturas y civilizaciones son igualmente valiosas, ha aparecido unida a otra de corte absolutista, que considera que la occidental es intrínsecamente dañina y la hace responsable de los desequilibrios y males del mundo. En suma, lo que antes se achacaba al sistema capitalista se ha echado sobre las espaldas de la civilización occidental, de raíz judeocristiana.

En la izquierda ha aflorado una corriente de simpatía hacia las "culturas" no occidentales, hacia las "culturas" hostiles a la occidental y hacia aquellos que se presentan como víctimas de la civilización occidental, tal como hacen los islamistas. Una simpatía o comprensión que ha llegado, en la extrema izquierda, al punto de la alianza y la colaboración con los islamistas, pues los que se proponen destruir la civilización occidental no cuentan entre los enemigos sino entre los aliados.

El 11-S haría cristalizar esta actitud que ha ido apoderándose de la izquierda. Y no sólo de los extremistas: el rechazo de Occidente y la tendencia a culpabilizarlo ha prendido en la izquierda moderada y en sectores de las sociedades desarrolladas. Los ataques de 2001 sólo exacerbarían un preexistente impulso a la autoinculpación. Un impulso que se proyectaría hacia Estados Unidos y también hacia Israel, presentados como los dos grandes "provocadores" del mundo islámico. No por azar, tras aquellos ataques surgirían con enorme empuje el antiamericanismo y el antisemitismo.

La hora de la revancha

Pero volvamos al principio, a la situación en que se encontraba la izquierda tras el hundimiento del comunismo, que no de su ideología. Era una situación caracterizada por el sentimiento de pérdida, pues había perdido la alternativa al capitalismo en los dos sentidos: ya no la tenía y, además, aquélla había fracasado. Como consecuencia de lo cual, la izquierda había perdido también su capacidad de influencia y de movilización social. El 11-S era una oportunidad para darle la vuelta a la tortilla.

Pocos días después de los atentados, ante miles de estudiantes y en un campus universitario, Noam Chomsky afirmaba que el único cambio que había introducido el 11-S era que "las armas apuntaban en la otra dirección". Y no iba a lamentarlo. Otros iban a ser aún más explícitos, como Nicholas de Genova, un profesor de antropología, que en un acto contra la intervención en Irak afirmó que se necesitaban "un millón de Mogadiscios"; una referencia a la derrota sufrida en 1993 por los soldados americanos en Somalia a manos de un grupo de Al Qaeda.

Y, en efecto, tras el 11-S la derrota de EEUU dejaba de ser un sueño imposible. La potencia americana, el capitalismo y las democracias, que parecían invencibles tras la desaparición del que había sido su gran adversario, tenían ahora enfrente a un enemigo que podía infligirles daños incalculables. Y un enemigo con el que no se podía negociar; uno que, a diferencia del que había representado la URSS en los últimos tiempos, era incontrolable.

Para la izquierda que había querido destruir el "sistema", la aparición de ese enemigo no era una mala noticia. Para quienes creyeran, como había predicado Marx –aunque no lo hubieran leído–, que era preciso destruir lo existente para que surgiera una sociedad mejor, los terroristas islámicos podían ocupar, al menos temporalmente, el puesto de "sujeto revolucionario" que había quedado vacante.

Y así sería. Los talibanes y los secuaces de Al Qaeda que combatieron contra las tropas norteamericanas en Afganistán fueron saludados como si se tratara de la reencarnación de los guerrilleros de los 70; y más celebrados que los terroristas palestinos, ya que se enfrentaban de tú a tú a la potencia hegemónica y en el marco de un combate que la propia nebulosa terrorista planteaba a nivel cósmico.

Las bandas que cometían atentados en Irak contra las tropas aliadas, contra los extranjeros y la población civil, fueron elevadas a émulos de la Resistencia europea contra los nazis. Y esto, no por grupos marginales, sino por intelectuales de prestigio. Buena parte de los medios de comunicación optaría significativamente por denominar a aquellos grupos "la resistencia iraquí".

La irrupción del nuevo enemigo abría, así, una espita para dar salida al resentimiento y la frustración acumulados desde principios de los 90 en la izquierda. Ahora, los Estados Unidos, sus aliados, el "sistema", la cultura occidental, podían ser humillados y parcialmente derrotados, y en todo caso tendrían que encajar los golpes que les asestaran. Era la ocasión de cobrarse la revancha.

Y se abría una oportunidad para resurgir de las cenizas. En el nuevo escenario, la izquierda podía centrar de nuevo su discurso, impulsar movilizaciones, intentar recuperar protagonismo e influencia. Aquellos fragmentos que habían estado girando en torno al planeta fantasma del comunismo podían volver a agruparse alrededor de un cuerpo visible: obstruir la política antiterrorista de EEUU y sus aliados.

La guerra como pretexto

La oposición a la guerra de Irak fue compartida por grupos e individuos no vinculados a la izquierda que alegaban motivos de distinta índole, desde objeciones morales y legales hasta razones de oportunidad. Pero en la coalición que iba a constituirse en el motor de las movilizaciones la cuestión no era si esa guerra constituía un medio acertado o equivocado para luchar contra el terror islamista. Se rechazaba el concepto mismo del combate contra el terrorismo, el cual, en la óptica de la izquierda, sigue viéndose como producto directo de las condiciones económicas (la pobreza, la desigualdad), pese a múltiples pruebas en contrario.

Tampoco era la suya una actitud "pacifista" clásica, pues no habían dado, ni darían, muestras de oposición a ninguna de las guerras en que no estaban implicados los Estados Unidos. A la postre, y como había sido tradicional en la izquierda revolucionaria, la guerra de Irak era un pretexto, una ocasión para concentrar y amplificar la hostilidad hacia el enemigo principal; para desenterrar el hacha contra quienes encarnaban el "sistema".

Así que, antes de que EEUU hubiera anunciado una respuesta a los ataques, arrancó una campaña contra cualquier posible acción norteamericana. Fue una movilización preventiva. Con ella se negaba el derecho de los atacados a defenderse. Entre el 11 y el 30 de septiembre se registraron en suelo norteamericano y en otros países unas 250 manifestaciones, además de teach-in y vigilias en campus universitarios, con ese objetivo.

La campaña adquirió cuerpo cuando los USA atacaron al régimen de los talibanes. Éste había sido condenado, también desde la izquierda, por sus violaciones de los derechos humanos y, en particular, por la brutal represión que ejercía contra las mujeres. Pero ello no fue óbice para que ahora la izquierda se opusiera a derrocarlos.

Cuando EEUU comenzó a presionar a Irak, la movilización llegó a su cenit. El régimen de Sadam había asesinado a cientos de miles de personas, había utilizado armas químicas contra su población civil y era conocido por sus violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Pero la izquierda se opuso a ponerlo contra las cuerdas y a derrocarlo si persistía incumpliendo las resoluciones de la ONU. El grueso de ella no vio necesario distanciarse de la dictadura baazista. Más aún, algunas de sus figuras fueron personalmente a Bagdad a darle su respaldo.

Estas posiciones no sólo entraban en contradicción con la retórica de la defensa de los derechos humanos y la democracia, también con las críticas que solían hacerse a los USA por prestar apoyo a las dictaduras. La izquierda los había fustigado cuando tenían una política de "conservadora", de mantener el statu quo, y los volvía a fustigar cuando querían acabar con unas dictaduras y establecer democracias (el "sueño" de Kennedy, por cierto).

Luego, se resistiría a apoyar los procesos democratizadores en Afganistán e Irak. Del "no a la guerra" pasó al "no a la ocupación", y mostró su respaldo, su comprensión o su simpatía a la "resistencia" que torpedeaba el proceso. Es decir, se desentendía del bienestar del pueblo por el que había dicho que se movilizaba, del mismo modo que los organizadores del movimiento contra la guerra de Vietnam se olvidaron de los vietnamitas en cuanto salieron de allí los norteamericanos. Los dirigentes de ahora, entre los que había no pocos de entonces, cerraron los ojos a la evidencia de que una mayoría de iraquíes y afganos deseaban la democracia y exigieron una retirada de tropas que les habría dejado indefensos.

Defenderse o apaciguar

A la vista de las movilizaciones, hay que decir que la izquierda supo aprovechar la oportunidad. Las primeras acciones fueron minoritarias, pero la campaña lograría en poco tiempo la adhesión de la izquierda moderada y un eco creciente en los medios. En los meses siguientes al 11-S, la atención pública se desplazaría de la amenaza terrorista a los peligros de una intervención armada contra el terrorismo. Y seis meses antes del inicio de la guerra de Irak, las manifestaciones contra ella reunirían a millones de personas en todo el mundo.

Éste era un fenómeno sin precedentes. El movimiento contra la guerra de Vietnam, con el que suele compararse, se había ido forjando con lentitud. En los primeros seis años de protestas los manifestantes no habían superado las decenas de miles. Ahora, en cambio, en sólo unos meses había millones de personas en la calle.

Tal rapidez y amplitud no pueden atribuirse sólo a la capacidad de organización, ni al efecto de los medios de comunicación actuales. Para explicarlo de forma convincente hay que remontarse al efecto que tuvo el 11-S sobre las sociedades que se percibieron amenazadas por el terrorismo islámico. Visto así, el movimiento contra la guerra de Irak debería considerarse como un efecto retardado del 11 de Septiembre.

Los ataques de 2001 confrontaron a las sociedades abiertas y democráticas con una amenaza que arrojaba sobre ellas incertidumbre y peligro. Y se encontraron ante la disyuntiva clásica: defenderse, es decir, combatirla, o no combatirla, es decir, apaciguar. Las sociedades se dividieron en torno a estas dos actitudes, como ya había ocurrido ante Hitler y ante la Unión Soviética. También en esas ocasiones había surgido una poderosa corriente de opinión que se inclinaba por el apaciguamiento como modo de evitar "males mayores". Y así apareció tras el 11-S en las sociedades amenazadas un fenómeno combinado de negación o relativización del peligro y de traslación del mismo.

Inicialmente, algunos se refugiaron en el cálculo de que el terror pendía sólo sobre los Estados Unidos y, por supuesto, Israel. La serie posterior de atentados perpetrados, más todos los que lograron frustrarse, debería haber acabado con ese autoengaño. Pero no sería así en quienes consideraron esos ataques como "efectos secundarios" de las intervenciones en Afganistán e Irak.

Y ésa sería la actitud que predominaría entre los apaciguadores: la traslación del peligro. Es decir, la idea de que el auténtico peligro es combatir el peligro; la noción de que no conviene provocar a quienes pueden, en represalia, perpetrar nuevos ataques; y la esperanza en que si dejamos en paz a los terroristas, éstos a su vez nos dejarán en paz.

Estos síntomas de debilidad de la voluntad defensiva frente al terrorismo suelen presentarse allí donde actúa de forma sistemática, pero ahora afloraban de inmediato, al primer embate. La pérdida de confianza de las sociedades occidentales y occidentalizadas en sus propios valores y en sí mismas aceleró probablemente su aparición.

El mensaje prende

Los mensajes de la izquierda encontraron un terreno apropiado para fructificar en esa mentalidad apaciguadora. Desde el principio, la izquierda había proyectado la responsabilidad de los ataques y la fuente de peligro sobre los Estados Unidos. Y los apaciguadores, los que pensaban que combatir a los terroristas sólo serviría para causar más terrorismo, "compraron" la mercancía. En su óptica, había que impedir que los gobiernos tomaran decisiones que pudieran provocar la ira de los terroristas y, en consecuencia, nuevos ataques. Las movilizaciones eran la vía para hacerlo.

Es cierto que no todos los que se movilizaron contra la guerra de Irak se oponían a todo esfuerzo defensivo contra el terror islamista. A su juicio, debía combatirse, aunque exclusivamente por los medios convencionales (inteligencia, policía). Pero también es cierto que para ellos el peligro más acuciante lo representaban las acciones militares de EEUU. Esto lo reflejaban, por ejemplo, las encuestas en España, donde una mayoría pensaba que Sadam era una amenaza grave para la seguridad del mundo pero se oponía con mayor celo a la acción militar que era necesaria para derrocarlo.

En cuanto a la izquierda moderada, que participaría por convicción o por razones oportunistas en el movimiento, el hecho es que se dejó arrastrar por los extremistas a una espiral de movilizaciones que, de facto, conducía a debilitar la posición de las democracias frente a los islamistas.

Al Qaeda se felicitaría de contar con "aliados objetivos" en el seno mismo del enemigo. Como diría Ben Laden el 12 de febrero de 2003 en una alocución transmitida por la televisión Al Yazira: "Los intereses de los musulmanes y los intereses de los socialistas coinciden en la guerra contra los cruzados".

Así, mientras los terroristas islámicos se disponían para su lucha final entre el Islam y los infieles, la izquierda hallaba en esa coyuntura unas condiciones favorables para relanzar su combate contra su particular Gran Satán, que coincidía con el de los islamistas. Y, además, lograba salir del estancamiento en que se hallaba desde el derrumbe del comunismo. El movimiento contra la guerra de Irak le ayudaría a cerrar una crisis, al igual que el de otrora contra la guerra de Vietnam le había permitido salir de la marejada que causaron las revelaciones sobre los crímenes del stalinismo en los años 50.

Sin embargo, ese resurgimiento no se traduciría en victorias electorales para los partidos más cercanos a sus posiciones. En EEUU, en el Reino Unido, en Australia, tres países que participaron en la guerra de Irak, ganaron las elecciones aquellos candidatos que habían apoyado y apoyaban "la guerra contra el terrorismo". La excepción más notable fue España. Un nuevo ataque terrorista, la masacre del 11 de marzo de 2004, inclinaría la balanza.

Una revancha particular

En España, el principal partido de la izquierda (teóricamente moderada) hizo de la oposición a la guerra de Irak su gran ariete contra el Gobierno del PP. Los argumentos eran endebles, teniendo en cuenta que había apoyado, estando en el Gobierno, la Guerra del Golfo y la intervención en Kosovo. Además, no se oponía porque no existiera una autorización expresa de la ONU; como afirmó Rodríguez Zapatero, aun en ese caso hubiera estado en contra.

La opinión pública española había demostrado, en las dos intervenciones militares citadas, que no rechazaba, por principio, el uso de la fuerza. Y tampoco la participación española en las mismas. Las movilizaciones contra la Guerra del Golfo y la campaña de Kosovo fueron minoritarias, porque el PSOE no las respaldó.

Pero los efectos atemorizadores del 11-S, y la campaña mundial contra la guerra de Irak, le ofrecían ahora un filón para hostigar al Gobierno y, más aún, para restarle legitimidad democrática. Embarcado en ese viaje, el PSOE hizo una enmienda a la totalidad de la política exterior de Aznar, que caricaturizó como de servidumbre a Bush y de abandono de Europa.

En aquellos momentos España había logrado una posición de cierto relieve en el contexto internacional. Había dejado de ser un peón insignificante en el seno de la UE y había conseguido, en el Tratado de Niza, una cuota de poder importante. La decisión de respaldar a EEUU en la "guerra contra el terrorismo" le estaba dando un protagonismo sin precedentes. España aparecía como un aliado clave de las dos grandes democracias liberales, EEUU y Reino Unido, en el combate contra el terror islamista, como quedó patente en la Cumbre de las Azores.

El PSOE trató, y en buena medida consiguió, empañar y desprestigiar el éxito de la política exterior del PP. Junto a los cálculos electorales, se detectaba así una actitud revanchista: no podía permitir que el Gobierno del PP cosechara aquellos triunfos. Y ello aun al precio de perjudicar los intereses estratégicos de España. Que fue exactamente lo que ocurrió, una vez que ganó el PSOE las elecciones y hubo de recoger lo sembrado.

Pero hubo otros frutos de difícil y aún peor digestión. El PSOE llegaba al poder a lomos de una campaña de movilizaciones, y de agitación y propaganda, que había generado un entorno de radicalización política y polarización social sin precedentes desde la Transición. En lugar de calmar las aguas, el nuevo presidente optó por preservar y alimentar el clima que le había llevado al triunfo, confiando en que le permitiría proseguir en la deslegitimación de la derecha.

En la campaña había prometido retirar las tropas de Irak, sin hacer la salvedad de que no haría tal cosa si los terroristas atacaban España. Luego, el PSOE alentaría la traslación de la culpa de la masacre del 11-M al Gobierno del PP, rompiendo con ello una regla de oro de la lucha contra el terrorismo. Y, por último, el "apaciguamiento" que propugnaba hacia el terrorismo islamista lo aplicaría igualmente al interior. De modo que la victoria socialista del 14-M daría alas a las actitudes apaciguadores latentes o explícitas en la sociedad española, y abriría un contexto favorable a la cesión ante el terrorismo interno, es decir, ante ETA.

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