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El baluarte de Occidente

Martín Alonso irrumpió en la escena editorial española hace dos años con Doce de Septiembre, un poderoso ensayo en que el autor expresaba su sensación de exilio interior respecto a una sociedad que, atacada en su mismo centro en la forma más salvaje, reaccionaba justificando a los atacantes ("Es la respuesta al imperialismo americano", "Es la rebelión de los desheredados"), cuando no atribuyendo la agresión a las propias víctimas (teorías conspiratorias sobre un "autogolpe": Meyssan, etc.)... Alonso indagó en el 10 de septiembre (la evolución de la cultura occidental en las décadas que precedieron al ataque) las claves que permitían comprender las reacciones del 12. Lo que encontró fue una civilización poseída de un vértigo autonegador, admiradora de todo lo exótico y despreciadora de sus valores propios. Una sociedad que parecía haber renunciado a los "automatismos de la especie": la defensa ("las represalias de Bush") y la reproducción (caída de las tasas de natalidad, abortismo...); una sociedad cuya voluntad de sobrevivir parecía "sepultada bajo el tribalismo multicultural (...) y el nihilismo travestido de equidistancia moral e intelectual".

Este pesimismo spengleriano quedaba matizado, sin embargo, por el subtítulo: "La guerra civil occidental", que dejaba entender que una parte de Occidente todavía creía en algo y estaba dispuesta a luchar por ello. La batalla decisiva, por tanto, no es la que nos enfrentaría al integrismo, sino la lucha intestina entre la parte de Occidente definitivamente inficionada por el nihilismo y la que todavía se aferra a ciertas raíces y valores. Un escenario también atisbado, por lo demás, por pensadores como André Glucksmann (Occidente contra Occidente, 2004) o Mark Steyn (America Alone, 2006).

La Ciudad en la Cima (con prólogo de Esperanza Aguirre) trata sobre el baluarte al que los occidentales que desean seguir siéndolo pueden todavía volver los ojos: los Estados Unidos. Paul Johnson escribió: "El gran experimento democrático de EEUU sigue siendo el centro de atención de las miradas del mundo: todavía es la primera y mejor esperanza para la raza humana". Una afirmación que tal vez suscriba Martín Alonso, sin por eso cerrar los ojos a la libido autodestructiva que también ha hecho ya presa en amplios sectores de la sociedad americana.

"Seremos como una ciudad edificada en una cumbre: los ojos de todos los pueblos están fijos en nosotros" son, en efecto, las palabras fundacionales de América, pronunciadas por John Winthrop, primer gobernador de Massachusetts, en 1630. Ahí está ya lo esencial: la conciencia de una misión histórica excepcional, un destino manifiesto que debía conducir a EEUU a asumir el liderazgo de las naciones libres. "Parece haberse reservado al pueblo americano, por su conducta y ejemplo, el decidir la cuestión trascendental de si las sociedades humanas son capaces o no de establecer gobiernos justos por medio del debate y la elección", afirmará en 1787 Alexander Hamilton (una de las personalidades sugestivamente biografiadas en el libro). La Ciudad en la Cima reafirma en varias ocasiones la tesis de que EEUU es "la primera nación fundada sobre una idea" (y no sobre afinidades raciales, étnicas o religiosas). Y esa idea, afortunadamente para la humanidad, resulta ser la de la libertad individual y el gobierno representativo. En cada una de sus grandes ordalías (revolución de 1776, Guerra de Secesión, primera y segunda guerras mundiales, Guerra Fría, Guerra contra el Terror), la mayoría de los americanos ha tenido la convicción de estar luchando por que "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" no perezca en su tierra, como proclamó Lincoln ante los caídos en Gettysburg.

No tema el lector, sin embargo, un árido ensayo histórico-filosófico a lo Collingwood: de la mano del leitmotiv de la "excepcionalidad americana", La Ciudad en la Cima explora parajes tan coloridos como las historias del western y el rock, la religión en EEUU, las Fuerzas Armadas norteamericanas, el football y la Superbowl, la novela Catch 22, las vidas de Hamilton y Lincoln, sin excluir –en el capítulo final– la confidencia autobiográfica. Todo ello examinado no con la frialdad del entomólogo, sino con la pasión del admirador y el parti-pris del beligerante.

En un momento en quese cuestiona la sostenibilidad de la coalición entre la derecha religiosa y las demás facciones ideológicas (libertarios, conservadores fiscales, etc.) que integran la base del GOP, resultan de especial interés los capítulos acerca del cristianismo en América y el Partido Republicano. Los Padres Peregrinos llegaron a las costas americanas buscando un lugar en el que poder adorar a Dios a su manera: en ellos, el fervor religioso y el ansia de libertad se presentaban fundidos en una combinación inextricable, que impregna desde entonces el espíritu americano. Fue la fe religiosa lo que animó a los puritanos de Massachusetts a abordar el gran experimento histórico, la nueva sociedad basada en la libertad y la igualdad. Creían cumplir un encargo de Dios al dejar atrás las rígidas divisiones estamentales, la monarquía absoluta, el statu quo, que todavía imperaría en Europa siglo y medio más. "Estamos en un pacto con Él para realizar su tarea, hemos aceptado su encargo, el Señor nos ha dado libertad para establecer nuestros propios artículos [democráticos]", dijo John Winthrop. Todo ello explica que EEUU sea "la nación democrática más antigua del mundo, la única que lo ha sido siempre, y la más religiosa de todas las naciones democráticas que existen".

América conquistó la libertad no contra, sino gracias a la religión (fue su experiencia americana lo que llevó a Tocqueville a afirmar: "El despotismo puede prescindir de la religión; la libertad, no"). Alonso explica cómo la Primera Enmienda, que proclama la aconfesionalidad del Estado, surgió "no como consecuencia de una plataforma política laicista, sino, muy al contrario, precisamente por una abundancia de sentimiento religioso". Se daba por supuesta la religiosidad de la población; lo que se buscaba no era proteger al Gobierno de la influencia de la religión, sino proteger a ésta de cualquier "intromisión estatal". Los grandes hitos de la historia nacional han sido precedidos por despertares espirituales, e interpretados en clave religiosa: el Gran Despertar de principios del XVIII prepara y hace posible la Revolución de 1776; el movimiento abolicionista es protagonizado en gran parte por las iglesias (segundo Gran Despertar); la Guerra de Secesión (la "segunda revolución americana", que completará la primera, permitiendo al país hacer honor por fin a sus principios fundacionales con la emancipación de los negros) fue interpretada por Lincoln como una sangrienta expiación del gran pecado nacional de la esclavitud. Incluso el relanzamiento del movimiento conservador durante la presidencia de Reagan es precedido de un tercer Gran Despertar evangélico, en los 70.

Este sello religioso del alma americana no ha salvado al país, sin embargo, de la ofensiva laicista que una vanguardia selecta de intelectuales y jueces activistas ("cuyo ingenio para descubrir sedicentes derechos –al aborto, al secularismo, a la inmigración ilegal– en la voluntad presciente de los Padres Fundadores es excepcional") impulsa implacablemente. A los europeos que gustan de referirse a EEUU como una sociedad teocrática les sorprenderá saber que, desde 1947, sucesivas sentencias del Tribunal Supremo han decretado la inconstitucionalidad de la oración en las escuelas, de la presencia de libros cristianos en colegios públicos, de que los niños del Kindergarten canten "Te damos gracias por los pájaros que trinan"... Incluso la cruz que figuraba en el escudo de Los Ángeles –vestigio de su origen misional e hispánico– ha sido erradicada, pues ofendía la delicada sensibilidad de los laicistas militantes.

También puede resultar esclarecedora para el lector español la información ofrecida sobre el Partido Republicano. Muchos descubrirán que el GOP fue creado en 1854 por Lincoln para luchar contra la esclavitud (defendida por los demócratas jacksonianos); que las sufragettes, la primera mujer congresista, el primer congresista negros, el primer gobernador negro, el primer senador judío... fueron todos republicanos. Que la primera ley de Derechos Civiles (1957) –decisiva para la superación de la segregación racial– fue firmada por el republicano Eisenhower. Que la Ley de Derechos Civiles (1964) y la Ley de Derechos Electorales (1965) fueron aprobadas por la práctica totalidad de congresistas republicanos, mientras los demócratas sureños votaban en contra.

Me atrevería a decir que la clave emocional del libro está, sin embargo, en el capítulo "La espada y el arpa". Que resulta ser un martirologio de la libertad, con inspirados homenajes a hombres como Shughart y Gordon (los delta men que lucharon solos hasta la muerte contra cientos de somalíes para salvar al piloto Durant); los pasajeros del vuelo United 93, que frustraron el propósito de los terroristas en "la primera batalla de la nueva era"; el cabo Dunham, que cubrió una granada iraquí con su cuerpo para impedir que dañase a sus hombres... Mientras en Europa prevalece una "cultura postheroica" (E. Luttwark) que concibe la muerte en combate como una estupidez, EEUU todavía rinde culto a sus héroes, como han hecho desde las Termópilas todas las sociedades que se respetan algo a sí mismas.

Escribe Alonso: "Los americanos pueden ser los últimos occidentales que otorgan valor a las palabras honor, lealtad, sacrificio, valor. He dado en pensar que están dispuestos a morir porque creen que existen cosas por las que merece la pena que otros vivan: sus hijos, sus compañeros, la nación de la que forman parte en un pacto por la libertad de conciencia y la igualdad de los hombres, suscrito por primera vez en 1776 y renovado cada amanecer desde Maine hasta California".

© Grupo de Estudios Estratégicos (GEES)

Martín Alonso, La Ciudad en la Cima, Tébar, Madrid, 2008, 330 páginas

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