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DESARROLLO

El negocio de la pobreza

Una de las industrias más prósperas e inmorales de América Latina es la llamada lucha contra la pobreza. Los miles de millones de dólares que proveen el Banco Mundial, el BID y otros entes públicos y privados para combatir la pobreza y promover el desarrollo no resuelven ni alivian la pobreza, pero sí nutren la corrupción y enriquecen a los políticos, funcionarios, oenegés, consultores y empresarios involucrados. Los pobres rara vez se benefician con estos programas, aunque después heredan la pesada deuda pública.

Una de las industrias más prósperas e inmorales de América Latina es la llamada lucha contra la pobreza. Los miles de millones de dólares que proveen el Banco Mundial, el BID y otros entes públicos y privados para combatir la pobreza y promover el desarrollo no resuelven ni alivian la pobreza, pero sí nutren la corrupción y enriquecen a los políticos, funcionarios, oenegés, consultores y empresarios involucrados. Los pobres rara vez se benefician con estos programas, aunque después heredan la pesada deuda pública.
La ayuda externa nunca, en ninguna parte, ha solucionado el drama de la pobreza. Y lo que es peor: el resultado de la ayuda ha sido en extremo pernicioso. Las estadísticas muestran que, después de cincuenta años de programas del Banco Mundial y demás organismos internacionales, los países que más ayuda recibieron son hoy los más pobres y atrasados; los que menos, por contra, son los únicos que han conseguido progresar y escapar de la miseria.
 
La explicación no es muy complicada. La ayuda externa se sustenta en falsas premisas. Se supone que en los países pobres existe una institución llamada "Gobierno" que cumple funciones similares a las de sus homónimos de los países desarrollados y a través de la cual se pueden canalizar los préstamos. No es así. El dinero que se entrega a nuestros gobiernos no llega a los necesitados, sino que se dilapida en consultorías, trámites y contratos con enormes sobreprecios. Los gobernantes no son el pueblo: dar ayuda a los gobiernos no es ayudar a la gente.
 
Lo mismo ocurre con los préstamos al desarrollo, que siempre terminan en manos de unos empresarios que gozan de la tutela estatal. Los créditos subsidiados distorsionan los mercados financieros, originan inflación, encarecen el dinero y hunden la producción. Los pequeños empresarios, que son los únicos dispuestos a competir en mercados libres innovando y ofreciendo productos y servicios más baratos y mejores, jamás logran acceder a tales créditos.
 
A menudo se olvida que las democracias populares latinoamericanas son diferentes a las democracias liberales del Primer Mundo, aunque utilicen idénticos formalismos. Los gobernantes no rinden cuentas de sus actos ni existe transparencia en el manejo de la cosa pública. El Estado de Derecho del mundo desarrollado es desconocido en América Latina, donde la justicia no es independiente ni honesta, sino que está sometida a los intereses políticos y económicos de los grupos de poder.
 
Por eso la ayuda debe entregarse directamente a los necesitados, si es que de verdad se pretende ayudarlos. Lo mismo con las empresas.
 
Otra premisa falsa es que el dinero de los créditos crea empleos. Este dinero, en gran parte, va a parar a las cuentas secretas de los gobernantes en Suiza o las Islas Caimán, donde terminan fomentando el desarrollo de otros países. Prueba de ello es el gigantesco flujo de capitales que todos los años sale de América Latina hacia los paraísos fiscales. ¿Qué sentido tiene realizar complejos y costosos estudios de factibilidad de inversiones, cuando los propios latinoamericanos sacan su dinero al exterior? Si ellos no confían en sus gobiernos, es muy difícil que los extranjeros decidan arriesgar sus capitales.
 
Pero lo peor de la ayuda externa y de los créditos al desarrollo es que permiten a los gobernantes continuar con sus políticas estatistas, con el gasto desmedido, el déficit presupuestario, la emisión inorgánica, los elevados impuestos, el proteccionismo, los subsidios, las excesivas regulaciones, las restricciones a la producción y la corrupción, hundiendo a sus pueblos en la pobreza. De no contar con la ayuda externa, que les sirve para alimentar prebendas y clientelismo, los gobiernos se verían obligados a sanear y transparentar su economía, a acabar con el intervencionismo y a instrumentar las reformas imprescindibles.
 
En América Latina no es necesario ser sabio para comprender que la causa de la pobreza de los pueblos es el estatismo y la corrupción de nuestros gobiernos. En tanto no se liberalicen las economías, se asegure una justicia independiente y se acabe la cultura del robo impune de fondos públicos, sin importar la ayuda externa, la pobreza seguirá siendo la realidad, y el progreso y democracia, apenas un espejismo.
 
 
© AIPE
 
PORFIRIO CRISTALDO AYALA, corresponsal de la agencia AIPE en Paraguay y presidente del Foro Libertario.
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