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El retorno del licántopo ibérico

Que no cunda el pánico. El título de este artículo no se refiere a la temida reaparición en cualquier playa española del piloso Emilio Rodríguez Menéndez con su terrorífico bañador amarillo y sus rubias de tinte y silicona, sino al regreso de una leyenda viva del cine de terror de serie B: Jacinto Molina, más conocido por el seudónimo de Paul Naschy.

Quien amedrentara a los espectadores de cine de barrio durante los años setenta vuelve a la pantalla grande de la mano del director Carlos Gil en “School Killer”, una película que recupera las esencias del cine fantástico y en la que se combinan dos subgéneros clásicos como el de los psicópatas asesinos y el del terror adolescente. En esta producción, Paul Naschy está acompañado de una nómina de actores muy jóvenes que debutan en el género del grito y el sudor frío: Carlos Fuentes, Lidia Morales, Zoe Berratúa y la simpática Carmen Morales.

Para el veterano actor y realizador trabajar en la película de Carlos Gil puede suponer la culminación de un proceso de recuperación de su figura que se había iniciado hace ya algunos años. Curiosamente, su reivindicación como una de las máximas figuras del cine de subgéneros en Europa no se inició en España, sino en Francia, Italia e Inglaterra, a través de fanzines, revistas y libros especializados en el género fantástico. También en Estados Unidos ha tenido su justo reconocimiento. Hace menos de un año obtuvo el prestigioso premio Carl Laemmle e ingresó, junto a Tim Burton, en el Salón de la Fama de la revista “Fangoria”, que es algo así como el Boletín Oficial del Terror. Después de muchos años de desprecio y olvido por parte de un sector de la crítica poco sensible a las manifestaciones cinematográficas más populares, Paul Naschy ha visto por fin reconocida su trayectoria profesional en nuestro país, como actor singular, inquietante guionista y realizador con vocación artesana, al obtener la Medalla de Oro de Bellas Artes que concede el Consejo de Ministros.

Pese a poseer un rostro duro y de facciones poco moldeables, Paul Naschy siempre consiguió vencer sus limitaciones físicas para transformarse en personajes tan distintos como Rasputín, Frankenstein, Fu Manchú, el Jorobado de la Morgue, el pérfido aristócrata Alaric de Marnac o el inolvidable Waldemar Daninsky, una de sus creaciones más conseguidas, pero que también lo
encasillaron injustamente en el personaje de licántropo torturado.

Su prodigiosa capacidad de transformación camaleónica, cuando se situaba delante de una cámara, y su profundo conocimiento de la mecánica del cine de terror, cuando dirigía sus propias películas, nunca fueron valorados por aquellos que dictaban la normativa cinematográfica en los años setenta. Al igual que Jesús Franco, también recuperado por una nueva generación de críticos europeos sin prejuicios, Paul Naschy padeció el rigor de una crítica mediatizada por la Nouvelle Vague, el sesentayochismo experimental y otras aburridas zarandajas galas que afortunadamente ya nadie soporta. Este clima de hostilidad, agudizado durante la transición democrática y la llegada del primer gobierno socialista (el Decreto Miró de 1983 acabó con el cine de subgéneros), le llevaron a la depresión y a las colas del paro. Por fortuna, durante aquel período consiguió trabajar en Japón, donde intervino en cuatro películas.

Quienes deseen conocer las aventuras y desventuras de Jacinto Molina por los lóbregos pasillos del cine de terror, recomendamos sus “Memorias de un hombre lobo” (Alberto Santos Editor), que será editada en breve por la editorial norteamericana Midnight Marquee Express. Esta curiosa y arrebatada autobiografía no es sólo un repaso a la vida de uno de las figuras más importantes del terror europeo, sino un documento importante para entender ciertos capítulos poco conocidos del cine español.
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