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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

El robot y el funcionario

La ideología marxistacuartelaria niega la diversidad, las contradicciones, aborrece la flexibilidad en el mundo laboral, se opone a que unos puedan elegir un empleo, porque se trabaja menos, y otros porque se gana más, y para resumir y no dar más la lata, sueñan en una URSS apaciguada y reconciliada consigo misma, en la que todos los trabajadores serían funcionarios.

Estaba en Bustarviejo con un equipo de la televisión francesa para rodar un reportaje sobre España, varios meses después del “tejerazo” de febrero 81, (bueno, estuvimos sobre todo en Madrid y Barcelona), y me llamó la atención la cantidad de bancos que había, cuatro o cinco, en una aldea tan chica. José Luis Leal, protagonista de la emisión (con nuestros amigos Julia Escobar y Joaquín Puig), a quien había conocido en París, me explicó que cuando los ordenadores se instalaron masivamente en los bancos, como en otras empresas, sobraron empleados, y ante la imposibilidad legal de despedir, los ejecutivos encontraron una solución, que Leal consideraba inteligente: la de multiplicar las agencias bancarias por doquier, así no se despedía a nadie, pero nadie se quedaba de brazos cruzados mirando cómo trabajaban los ordenadores.
 
Pensé en esa imposibilidad legal de despedir, vestigio de la ideología nacionalsindialista de la Falange (no quedaba mucho de aquello en los últimos años de la dictadura), cuando en Francia la izquierda, y sobre todo el raquítico PCF, propusieron lo mismo ante la racha de despidos: votar una ley que los prohibiera. Cuando decía a mis amigos franceses que era una ley franquista, se quedaban boquiabiertos. Según su visión de la dictadura, los patronos no sólo tenían derecho a despedir, sino a lapidar, cortar las manos, encarcelar, fusilar, enviar a la hoguera, y lo que se les antojara, a sus obreros. Lo cual no les impedía ir masivamente de vacaciones a ese infierno. En Francia no se votó esa “ley franquista” (un aquelarre económico), pero el Gobierno Jospin adoptó una serie de decretos para poner trabas burocráticas a dichos despidos. Pero nadie, absolutamente nadie, ni entonces, ni nunca, habló de una de las causas fundamentales de esa transformación del mundo laboral y de los sistemas de producción: las máquinas, los robots, los ordenadores, la automación. La modernidad, en suma.
 
Hace 40 años, cuando en USA y Japón, por ejemplo, los robots ya habían sustituido a la mano de obra en las cadenas de la industria de automóviles, en Francia, los patronos de esa misma industria prefirieron ir a contratar mano de obra barata en Marruecos. Pero la eficacia del robot se impuso, y la competitividad en el mercado mundial exigió la introducción del robot, con retraso, en la industria del automóvil francesa. Y despidieron, no a ocho mil o a diez mil sino a cientos de miles de trabajadores. Más hubiera valido no ir a Marruecos. Cuando hace pocos años se armó cierto revuelo en torno a la ley “franquista”, esto se debía a los “planes sociales” (así se califican hipócritamente los despidos) de Michelin y Danone, y fue por los mismos motivos: las máquinas se sustituyen por las personas en estos dos casos, como en muchos más. Michelin encontró una coartada instalando una fábrica moderna, automática, en España, en la región de Valencia, para evitar los líos sociales en Francia, y Danone, pese a un grotesco intento fallido de boicot de sus yogures y otros productos, permaneció firme, aunque claro, no se atrevió a despedir a todos los que técnicamente podía despedir, lo cual hubiera aumentado su rentabilidad.
 
Hablo sobre todo de Francia porque creo que conozco la situación un poco mejor, pero los mismos problemas. ¿De qué se trata? Pues es bien sencillo: los robots, los ordenadores, las máquinas en general, las nuevas tecnologías, todas estas fantásticas invenciones, más o menos recientes, aumentan considerablemente y abaratan la producción en infinidad de sectores, pero crean paro, es obvio. Lo que sociológicamente me parece tan curioso como peligroso es esta “ley de silencio” que domina por doquier, como si negando o silenciando un problema pudiera este desaparecer, pues no, sólo crea malestar y tensiones socales. Y la demagogia populista afirma: si los patronos despiden es porque son malos, y sanseacabó. Pero, contradictoriamente, es lógico que en países con fuerte paro, las autoridades, los sindicatos, los empresarios, intenten evitar que aumente demasiado, no sólo por caridad o solidaridad, sino porque un paro elevado cuesta muchísimo a la sociedad. En Francia, que no es uno de los países más tecnológicamente desarrollados del mundo, el paro alcanza el diez por ciento de la población “activa” (es un decir), pero en Reino Unido es del tres por ciento, y en Holanda sólo un poquitín más. Estas diferencias notables se deben a diversas causas y medidas económicas, y no únicamente, como se ha dicho, a la obligación para el parado de aceptar uno de los tres o cinco empleos que se le proponen, según los países, y que de no hacerlo se le suprimiría el subsidio. Sencillamente, para ofrecer empleos tiene que haberlos, una economía muerta no ofrece nada.
 
En Francia, durante el último gobierno socialista, se creyó haber encontrado la solución universal, el paradigma, con la famosa ley de las 35 horas. Conste que la idea de reducir los horarios semanales no me parece ni monstruosa, ni siquiera imposible, pero lo echaron todo a perder debido a su ideología socialburócrata, imponiendo una ley de corte soviético, igual para todos, sin tener para nada en cuenta la diversidad de las situaciones, de los oficios, llegando incluso a prohibir a quienes querían trabajar más, para ganar más, poder realizarlo, y al mismo tiempo congelando los salarios, una fantástica regresión social, en nombre, una vez más, del progreso socialista. Porque, si es perfectamente lícito, creo yo, y como medida de precaución transitoria, en las industrias como las del automóvil, en las que los robots no sólo mantienen sino que aumentan la producción, repartir el trabajo, o sea, disminuir los horarios para limitar el paro, como se hizo en Alemania en la metalurgia (pero bueno, con su crisis actual la Alemania ya no es modelo de nada), las 35 horas en los hospitales, en los comercios, en los servicios, en la artesanía y pymes, etcétera, solo produjeron monstruos, sin frenar un nuevo aumento del paro, claro.
 
La ideología marxistacuartelaria considera que la clase obrera es una, cosa evidente en Francia, pero que con mayor o menor virulencia existe en otros países europeos, niega la diversidad, las contradicciones, aborrece la flexibilidad en el mundo laboral, se opone a que unos puedan elegir un empleo, porque se trabaja menos, y otros porque se gana más, y para resumir y no dar más la lata, sueñan en una URSS apaciguada y reconciliada consigo misma, en la que todos los trabajadores serían funcionarios. No es ninguna broma, y dos ejemplos recientes en Francia (pero no sería difícil encontrar semejantes en España y otros países europeos, y de misma índole), aunque diminutos son sintomáticos: los intermitentes del espectáculo, como los estudiantes, quieren convertirse en funcionarios. Hace algo así como 30 años, en Holanda, ese país curiosamente burocráticoliberal, todos los pintores, todos, a condición de haber estudiado en alguna academia o de haber expuesto una vez, cobraban un salario mensual del estado. Y fueron los propios artistas quienes se rebelaron contra esa ley burocrática y la tumbaron. No estoy seguro de que en España hoy ocurriría lo mismo. Es una vieja historia, esta oposición entre la seguridad y la libertad, el lobo y el perro, y cada cual puede, y hasta debe, expresar sus más estrafalarias ideas, pero queda la experiencia, la praxis, dirían algunos, en economía, en cultura, en libertad ciudadana: demasiado estado equivale a una angina de pecho. Es mortal. Como en la URSS.
 
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