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Inmigración ilegal e indefensión moral europea

Que la ONU haya impulsado un Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular no sorprenderá a muchos; tampoco que la Unión Europea haya respaldado el texto y ande presionando a los Estados díscolos. La gran novedad es que un número creciente de países estén anunciando que no firmarán el acuerdo: rompió el fuego EEUU, y han seguido Israel, Australia, Bulgaria, Austria… además del Grupo de Visegrado en su totalidad (Hungría, Polonia, República Checa, Eslovaquia).

Las ideas-fuerza del Pacto vienen a ser la inevitabilidad de las migraciones, su carácter benéfico (siempre que se cumplan ciertas condiciones) y el reconocimiento implícito de un auténtico derecho a la migración. El recurso mismo a la expresión migración (sin especificar ya si es in- o e-) denota una voluntad de naturalizar el fenómeno, equiparándolo a las migraciones de las aves y escamoteando su unidireccionalidad (del Tercer Mundo al Primero: no conozco a muchos suecos que luchen por establecerse en Pakistán). Levantar fronteras frente a las migraciones sería tan absurdo como intentar detener el vuelo de las cigüeñas. El texto comienza así: “Las migraciones han sido parte de la experiencia humana a través de la historia, y reconocemos que son una fuente de prosperidad, innovación y desarrollo sostenible en nuestro mundo globalizado”. “La migración es un rasgo definitorio de nuestro mundo globalizado, conectando a las sociedades dentro de y entre las regiones, convirtiéndonos a todos en países de origen, de tránsito y de destino”. Y no hay nada que temer, sermonea la ONU, pues, si está debidamente encauzada, la migración representa una forma de “cooperación win-win”.

La argumentación según la cual la inmigración sería “inevitable y benéfica” suele alternarse con otra más emotiva que insiste en el deber humanitario de acoger a multitudes que llegan huyendo de “la guerra y el hambre”. Este último fue el argumento usado durante la gran avalancha de 2015-2016: se nos presentaba a la masa itinerante como escapada de la guerra de Siria. Los que se atrevían a precisar que entre los sirios venían muchos afganos, eritreos, iraquíes, etc. eran despachados como despreciables xenófobos. Sin embargo, ha sido la agencia europea Frontex la que ha destapado un extenso mercado negro de falsificación de pasaportes sirios. Por otra parte, si se trataba de familias que huían del horror de los bombardeos… ¿por qué predominaban entre ellos los varones solteros en edad militar? (Yves Meaudre, directivo de la ONG Niños del Mekong, llamó la atención sobre eso: verdaderos refugiados fueron los boat people vietnamitas de finales de los 70, que huían por familias completas). Y si sólo querían escapar de los bombardeos, ¿por qué ese empeño en llegar como fuese a Alemania y a su generoso Estado del Bienestar? Quien huye realmente de la guerra se da por satisfecho con el primer territorio libre de bombas en el que pone el pie. Es, de hecho, lo que establecieron los Acuerdos de Dublín: el solicitante de asilo debe quedarse en el primer Estado de la Unión al que consiga llegar.

Es esencial, por tanto, distinguir los conceptos de refugiado e inmigrante, interesadamente confundidos. El refugiado huye de la guerra o la persecución, y limita a su estancia a la duración de esa situación de emergencia. El inmigrante llega atraído por las oportunidades económicas y las prestaciones sociales del mundo desarrollado: viene, por tanto, a quedarse (si le dejan).

Europa se ha visto afectada en las últimas décadas por una avalancha de inmigrantes –que no de refugiados– en su mayor parte irregulares. En muchos países se ha seguido una política de regularizaciones masivas que terminan convalidando la entrada y la estancia ilegales: se produce así una situación de quiebra asumida de la legalidad que pone en solfa al Estado de Derecho, y que a su vez multiplica el efecto llamada. El Tribunal de Cuentas francés, por ejemplo, lo ha reconocido: “Pese a que se les notifica la obligación de abandonar el territorio francés, sólo un 1% de los ilegales son efectivamente deportados (…) In fine, la mayoría de las personas apercibidas serán regularizadas al cabo de cinco años”.

Este flujo constante de inmigración ilegal está modificando de manera perdurable el paisaje demográfico de Europa. En Francia, según la demógrafa Michèle Tribalat, un 8,5% de la población era de origen extranjero en 2014, y un 7,5% era musulmana (esos porcentajes no incluyen a los magrebíes, africanos, etc. de segunda o tercera generación, que ya nacen ciudadanos franceses). Según Pew Research, los musulmanes franceses serán 7 millones en 2030. En España, según el estudio del GEES El coste de la emigración extranjera en España, en 2016 uno de cada seis habitantes o bien nació en el extranjero (13% de la población) o bien nació en España de progenitores inmigrantes (un 3,5% adicional).

Como el flujo no se detiene y la fecundidad de las inmigrantes es más alta que la de las nativas (en España, 1,7 hijos/mujer en la población extranjera y 1,27 en la nacional), el porcentaje de población extraeuropea crece rápidamente. Para saber lo que serán los países dentro de 20 o 30 años hay que mirar las cifras de nacimientos actuales. En Francia, el 30% de los niños nacen ya de madre extranjera; en España son un 25%; en Bruselas o Londres, el nombre más escogido en los hospitales maternales es Mohamed.

Los costes de la inmigración 

Coste a corto plazo. La avalancha constante de inmigración ilegal plantea serios problemas tanto a corto como a largo plazo. A corto, la simple asistencia material al flujo siempre renovado de clandestinos obliga a los Estados a un serio esfuerzo financiero: los Centros de Acogida de Refugiados cuestan un ojo de la cara. Cuando se desmanteló en Francia la Jungla de Calais –el campamento informal en el que miles de ilegales esperaban su oportunidad de cruzar el Canal–, sus ocupantes fueron repartidos entre muchos Centres D’Accueil Pour Demandeurs: cada uno de ellos tiene un coste anual de 470.000 euros. En el otoño de 2016 existían en Francia 40.000 plazas en tales centros.

Coste a largo plazo. ¿Se trata de una inversión inicial que queda después compensada por los pingües beneficios que la inmigración terminará aportando a la economía nacional (ya saben, “cooperación win-win”)? Hay razones sólidas para dudarlo. Se nos vende la fábula de que “los que vienen aquí son los mejores, los que tienen títulos”. (Por cierto, en caso de que eso fuera verdad: ¿es moral robarle al Tercer Mundo sus mejores profesionales?). Sin embargo, el IFO –un instituto alemán de estudios económicos– concluyó que el 80% de los llegados en la gran avalancha migratoria de 2015-16 “no tenían siquiera la formación equivalente a la de un obrero especializado alemán” y que “buen número de ellos" eran "directamente analfabetos”. El socialdemócrata Thilo Sarrazin, autor del bestseller Alemania desaparece, calificó de ridícula la previsión de Merkel según la cual el 55% de los refugiados encontraría empleo en cinco años: Sarrazin estima que el 80% de ellos seguirán desempleados entonces (y viviendo, por tanto, del presupuesto público).

Por supuesto, existen inmigrantes profesionalmente cualificados que obtienen empleos bien retribuidos y aportan fiscalmente al Estado más de lo que reciben de él. Pero el inmigrante promedio se encuentra en el supuesto contrario. El estudio El coste de la emigración extranjera en España afirma:

Su contribución por adulto en edad laboral a las arcas públicas es muy inferior a la media de los españoles. En términos generales, se benefician mucho más que el promedio de los españoles de la mayoría de las prestaciones del Estado de bienestar, por sus mayores tasas de desempleo y su menor nivel general de renta.

Y concluye:

Las supuestas bondades económicas de la inmigración no son tales. Las nuevas oleadas de inmigrantes son consumidores natos de prestaciones sociales, sin que apenas contribuyan a la generación de riqueza.

Por ejemplo, el estudio del GEES indica que los extranjeros en España, pese a representar el 11,4% de la población, aportaron solo el 3% de la recaudación del IRPF en 2014 y 2015. Y consumen, sin embargo, “en torno al 50% de los programas de ayuda contra la pobreza [Ingreso Mínimo de Solidaridad, Salario Social Básico, Renta Básica de Inserción, etc.] ligados a personas menores de 65 años”. En la Comunidad de Madrid, los inmigrantes africanos, que representan el 2,5% de la población madrileña, consumen el 34% de las Ayudas Públicas al Alquiler de Vivienda. Los hispanoamericanos, que representan el 11% de la población, consumen el 21% de las mismas.

(En EEUU, el estudio Welfare Use by Immigrant and Native Households, del Center for Immigration Studies, muestra que el porcentaje de hogares que reciben asistencia social es actualmente del 30% entre los norteamericanos nativos y del 51% entre los inmigrantes. Con una interesante información adicional: el mayor uso de servicios sociales no se produce sólo en los primeros años, sino que se prolonga y hasta se incrementa al aumentar el tiempo de permanencia en el país. Por otra parte, se observan pautas diversas de comportamiento socio-económico según la procedencia de los inmigrantes: mientras que los europeos emigrados a EEUU usan los servicios sociales incluso en menor proporción –26%– que los propios norteamericanos nativos, y los de Asia oriental en proporción casi idéntica –32%–, entre los inmigrantes africanos el porcentaje se dispara hasta el 48%, y en los de México y América central al 73%).

En lo que se refiere a España, el estudio de GEES muestra que la tasa de paro (o bien paro + empleo sumergido) de los extranjeros residentes en España supera en algo más de un 50% a la de los españoles, y esto tanto en tiempos de depresión como de bonanza. En el momento peor de la crisis –primer trimestre de 2013– la tasa de paro de los españoles alcanzó el 24%, y la de los extranjeros el 38,4%. Llegada la recuperación, la brecha se mantenía: en el primer trimestre de 2017 la tasa de paro de los españoles era de un 17,6% y la de los extranjeros de un 25%. Se observa, además, una gran variabilidad vinculada a la procedencia geográfica: los chinos exhiben mejores indicadores que los españoles: una tasa de paro + empleo sumergido de sólo el 11% en el primer trimestre de 2017. En los hispanoamericanos, la tasa se dispara al 33%. En los marroquíes, al 43%.

En Francia, el Premio Nobel de Economía Maurice Allais calculó hace ya quince años que la llegada de cada nuevo inmigrante ocasiona al Estado un gasto (vivienda social, asistencia sanitaria, educación, etc.) que cuadruplica al de su salario anual, si viene solo, o veinte veces superior, si llega con esposa y tres hijos. Dando por buena la estimación de 200.000 nuevas llegadas al año, el coste de la inmigración para el Estado francés sería de 20.000 millones de euros anuales. En 2011, en Francia la tasa de paro entre los franceses nativos era del 8,5% y entre los inmigrantes extraeuropeos, del 23%.

Delincuencia. En España, el porcentaje de población reclusa extranjera, que llegó a ser de un 35,7% en 2009, bajó a un 28,1% en 2017; si consideramos que la población extranjera se encuentra entre un 11,4% y un 13% (según computemos o no a los extranjeros que han adquirido la nacionalidad española), nos resulta un factor de incidencia muy superior al de la población nativa. De nuevo, la inmigración resulta ser muy heterogénea en este aspecto: hay etnias, como los chinos, que delinquen menos que los españoles. Los marroquíes, sin embargo, poseen un porcentaje de población reclusa 4,17 veces superior al de su representación en la población total. En los argelinos el factor pasa al 7,41. En los nigerianos, al 9,88. Como el factor de los españoles (88% de la población, 71% de la población reclusa) viene a ser de 0,8, resulta que un nigeriano tiene 12,3 veces más probabilidad estadística de ser encarcelado que un español nativo.

Cabe afirmar, pues, que la inmigración masiva tiene un coste importante en términos de seguridad pública. En otros países europeos se dan tasas de criminalidad inmigrante semejantes, aunque la ocultación de la nacionalidad de los delincuentes por las autoridades hace cada vez más difícil rastrearlas. O incluso más dramáticas: en un informe publicado en 2014, Guillaume Laviré estimaba en un 60% el porcentaje de musulmanes en la población penitenciaria francesa. Añádase la generalización del clima de hostigamiento machista en los barrios con fuerte presencia de “hombres jóvenes procedentes de sociedades árabe-musulmanas en las que la mujer es considerada un ser incompleto e inferior”, según explica la filósofa Alexandra Laignel-Lavastine: “Para ellos, una joven que sale de noche a tomar una copa no es decente ni respetable, y resulta normal que vean en ella una criatura ofrecida a sus deseos más animales”. Recordad Colonia. Recordad Rotherham.

Añadamos, finalmente, el peligro del terrorismo yihadista. Aunque aletargado en 2018, entre 2015 y 2017 se cobró cientos de víctimas en Europa. Ciertas encuestas muestran porcentajes de hasta un 25% de aprobación o “comprensión” hacia esos actos entre los musulmanes afincados en el continente. Un estudio del Institut Montaigne (2016) concluía que “un 28% de los musulmanes que viven en Francia han adoptado un sistema de valores claramente opuesto a los valores de la República”; esa proporción de musulmanes ultras se elevaría al 50% entre los menores de 25 años.

Competencia con la clase trabajadora nativa. Es la clase baja de las sociedades europeas la que se siente amenazada por la inmigración masiva. Son ellos los que se ven obligados a compartir el hábitat urbano, o a dejar su barrio de siempre cuando lo sienten ya colonizado. Son ellos los que compiten con los inmigrantes por el mismo tipo de empleos no cualificados, al tiempo que sufren la presión a la baja de los salarios desencadenada por recién llegados dispuestos a contentarse con menos. Esta frustración está en la raíz del auge de la nueva derecha, de Trump a Le Pen, a Salvini o a Alternativa por Alemania. El resurgir del nacionalismo está muy relacionado con lo que dijo el socialista Jean Jaurès: “La patria es el único bien de los pobres”.

La competencia por un mismo segmento del mercado laboral es enmascarada por la famosa teoría según la cual “los inmigrantes hacen los trabajos que nadie quiere hacer”. Lo cierto es que algo no cuadra en la llegada masiva de nuevos trabajadores a países como España, que padecen un 16% de paro. El escenario intermedio –una situación hipotética en la que, sin inmigración, los españoles ocuparían, no todos, pero sí al menos una parte de los empleos actualmente desempeñados por inmigrantes– del estudio del GEES muestra que las tasas de paro españolas podrían haber sido unos seis puntos inferiores, tanto en el peor momento de la crisis como en la actualidad.

También es la clase baja la que más sufre el impacto de otra externalidad negativa de la inmigración: el deterioro del nivel de las escuelas. España tiene, respecto a otros países europeos, la ventaja de contar con una inmigración hispanófona en un 40%; con todo, resulta obvia la caída del nivel escolar en las zonas de fuerte presencia inmigrante. En otros países es peor: “Clases compuestas de alumnos de nacionalidades y lenguas diversas, pertenecientes a familias desestructuradas en las que no se habla francés y en las que a menudo falta la autoridad paterna”[1]. Y se llega a rebajar con carácter general el nivel de exigencia en ortografía y gramática francesas, para no penalizar a los niños que no tienen el francés como lengua nativa: exigirles un correcto dominio de la lengua sería “discriminación” e “imperialismo cultural”. En cuanto a la enseñanza de la historia francesa, se la deja reducida a la mínima expresión, para no ofender a los excolonizados[2]: “Ya no se les enseña la historia de Francia, sino una historieta halagadora sobre sus orígenes étnicos, culturales y religiosos [árabes o africanos]” (Robert Redeker)[3]. Añádase que, en las escuelas francesas de fuerte presencia inmigrante, una serie de asuntos –del Holocausto a la evolución darwiniana– han pasado a ser tabú. Y es mejor no celebrar minutos de silencio por las víctimas de atentados islamistas. Siempre hay silbidos.

Por qué esta vez es distinto

La visión beatífica de la inmigración –“la diversidad es nuestra fuerza”– toma como modelo histórico a la inmigración anterior a los años 70: irlandeses, italianos o judíos askenazis en EEUU, polacos en Francia, españoles en Alemania… En líneas generales, se trató de una migración exitosa, que se disolvió en la sociedad de acogida sin demasiados problemas. Una clave decisiva del éxito es que se tratase de migración intraoccidental.

De los años 70 en adelante, la inmigración extraoccidental sobrepasa claramente a la intraoccidental. De ser cierta –y creo que lo es la tesis de Huntington sobre la relevancia creciente de las civilizaciones como “últimas tribus humanas”, la nueva inmigración está llamada a plantear problemas de integración mucho más serios.

La ley no escrita de la inmigración antigua era el imperativo de asimilación: se esperaba del recién llegado que asumiese cuanto antes las costumbres, la lengua y la identidad de la sociedad de acogida, a la que habitualmente envidiaba y admiraba[4]. Esta dinámica de asimilación funcionó incluso con los primeros inmigrantes extraoccidentales: los trabajadores magrebíes llegados a Francia en los 50 y 60, por ejemplo, a menudo no llamaban a sus hijos Hassan o Fátima, sino Michel o Mireille.

Todo cambió a partir de los años 70. De un lado, la inmigración de trabajo (Gastarbeiter, “trabajadores invitados” que permanecían en Europa unos  años para volver después a sus países) dejó paso a la inmigración de poblamiento (el Gastarbeiter, en lugar de volver al país de origen, se traía a su familia) o, incluso, a la inmigración de sustitución (el great replacement del que hablan no sólo los pensadores de la alt right sino documentos oficiales de Naciones Unidas). De otro, Occidente perdió la autoestima civilizacional: el pensamiento descolonizador –del que fue emblema el Sartre del prólogo a Les damnés de la terre: “Nuestros queridos valores pierden sus alas; vistos de cerca, no encontraremos ninguno que no esté manchado de sangre”[5]– presenta la historia de la relación de Occidente con las demás culturas como masacre y expolio constantes[6]. El pensamiento 68 a lo Marcuse o Foucault deconstruye la “falsa libertad”, la “alienación” y la “microfísica del poder” del Occidente aparentemente exitoso de los Treinta Gloriosos (1945-75). El relativismo prohíbe juzgar a las demás civilizaciones con nuestros valores (por lo demás “manchados de sangre”, Sartre dixit) y les reconoce su derecho a la diferencia y a la identidad cultural. Estas modas intelectuales coinciden en el tiempo con el Resurgimiento Islámico, que vendrá a llenar el hueco dejado por el fracaso del nacionalismo árabe a lo Naser. Mientras Occidente se flagela cada vez más, el Islam vuelve por sus fueros[7] y, tras a derrotar a una de las dos superpotencias en Afganistán y golpear espectacularmente a la otra en las Torres Gemelas, recupera su sueño milenario de dominio mundial.

Proyectadas a la inmigración, estas tendencias filosóficas significan que Occidente ya no se sentirá con derecho a pedir al huésped no occidental que renuncie a su identidad; el inmigrante (especialmente, el de religión musulmana), por su parte, está cada vez más seguro de sus propios valores, y de la superioridad de su cultura respecto a la de un Occidente al que percibe como moralmente decadente[8]. Del concepto de asimilación se pasará al de integración, que “exige esfuerzos de acomodación a ambas partes: anfitrión y huésped”[9] (o, como explicaba el Consejo de Justicia y Asuntos Internos de la UE en 2004, “la integración es un proceso dinámico de doble sentido, de aceptación mutua entre los residentes y los inmigrantes de los Estados miembros”)[10], y de éste al de inserción, que queda cumplida tan pronto el inmigrante obtiene papeles y empleo, con independencia de cómo piense y viva. El ideal de la incorporación al nosotros nacional fue sustituido por el de la gozosa diversidad y el calidoscopio multicultural.

Pero el calidoscopio ha fracasado. De Möllenbeck a Luton, de Saint-Denis a Malmoe, proliferan en toda Europa las no go zones, los “territorios perdidos de la República” (título de la célebre obra de Georges Bensoussan)[11]: islotes de sharia en el corazón del continente (en el caso de Möllenbeck, a dos pasos de las instituciones de la Unión Europea). Los ingenieros sociales pensaron que la inmigración extraoccidental se disolvería en la masa de la población europea, seducida por la cultura liberal y permisiva de nuestro tiempo[12]. Pero buena parte de los recién llegados se limitan a tomar las ventajas materiales y asistenciales que les ofrece el sistema, sin por eso compartir en absoluto sus valores fundantes[13]. “Ninguno de los principios republicanos inscritos en la Constitución [francesa]", afirma la franco-argelina Malika Sorel, "encuentra verdadera aprobación a ojos de una parte sustancial de la inmigración del Sur: ni la libertad individual, ni la separación Iglesia-Estado, ni siquiera la igualdad, empezando por la de hombre y mujer”. Y ese divorcio cultural con la sociedad de acogida, en lugar de atenuarse, se acentúa en los jóvenes de segunda y tercera generación: por eso Georges Bensoussan ha hablado de un proceso de “desasimilación”. Los jóvenes franco-magrebíes son más religiosos que sus padres y sus abuelos: el 56% de musulmanes franceses en la franja de edad 18-28 considera “muy importante” su religión, según datos de Michèle Tribalat. La endogamia dentro de la comunidad musulmana francesa se sitúa en un 90%.

Junto a los factores histórico-intelectuales antes indicados, también resulta relevante para la cuestión de la asimilación el problema de la masa crítica. Mientras los inmigrantes son clara minoría –y además, dispersa geográficamente en la sociedad de acogida– es más factible su asimilación. Pero cuando superan cierto porcentaje –y, además, se agrupan territorialmente en determinadas zonas– empieza a resultarles posible constituir “una sociedad dentro de la sociedad, un pueblo dentro del pueblo” (Eric Zemmour), y la sociedad de acogida empieza a parecerse a una yuxtaposición de guetos étnicos encerrados en sí mismos y hostiles entre sí (“libanización de Europa”). En el departamento de Seine-Saint-Denis, el 39,2% de los jóvenes de 0 a 18 años son magrebíes, y el 28,4% subsaharianos. En Seine-Saint-Denis, los jóvenes franco-franceses son ahora la minoría.

Indefensión moral

Con todo, el factor más decisivo en toda esta problemática es la que podríamos llamar 'indefensión moral' de Occidente. Una mezcla de complejo de culpabilidad histórica (por el pasado colonial, por los desastres de 1914-45 y, más genéricamente, por una interpretación lúgubre de la historia occidental difundida por los progresistas que dominan la enseñanza y los medios de comunicación), tolerancia y humanismo malentendidos, obsesión antirracista, etc., lleva a los europeos a sentirse moralmente obligados a permitir la avalancha inmigratoria, y a denigrar como xenófobo y neofascista a cualquiera que se atreva a recordar principios elementales como el derecho de cada país a decidir cuánta inmigración desea admitir, y de qué procedencia. Pierre Manent ha dicho: “Me sorprende el sopor de los europeos, que parecen resignados a su propia desaparición. Peor aún: interpretan esta desaparición como la prueba de su superioridad moral”[14].

Algunos hablan de autodenigración colectiva, de pulsión suicida. Sin embargo, los occidentales actuales no se caracterizan precisamente por el autodesprecio, sino más bien por el narcisismo y la autoindulgencia: lo que nos legó el cambio cultural de los 60-70 fue la “segunda revolución individualista”: “Hoy vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones o nuestra posteridad: el sentido histórico ha sido olvidado (…) Vivir libremente sin represiones, escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo, la aspiración y el derecho más legítimos a los ojos de nuestros contemporáneos” (Gilles Lipovetsky)[15].

Por eso resulta muy interesante la clave interpretativa que introduce Michel de Jaeghere: no se trata tanto de “odio a sí mismos” como de odio a los padres, al orden moral anterior a 1968, despreciado como patriarcal y oscurantista. El progresista contemporáneo sospecha de la cultura occidental porque la asocia con el cristianismo y con una moral anticuada y restrictiva: “El odio al pasado era necesario para repudiar los deberes, las obligaciones que implica la piedad filial [es decir, la conservación y transmisión del acervo moral-cultural del 'viejo Occidente']. (…) Si lo denigran, si lo difaman, es para no tener que llevar su carga. Para no ser ya más que consumidores ahítos, despreocupados de cualquier cosa que trascienda el horizonte de su vida personal. Para –una vez liberados de toda filiación, de todo pasado, de toda historia– disfrutar sin trabas de la propia vida. El precio a pagar por ello sería la extinción de nuestros pueblos y la desaparición de nuestra cultura”[16]. “Vivir sin tiempos libres y gozar sin trabas” y “Papá apesta” fueron dos de los eslóganes de Mayo del 68.

Chantal Delsol aporta otra clave interesante: como el exceso de asertividad identitaria llevó a los desastres de 1914-45 (las dos guerras mundiales fueron en parte fruto de nacionalismos exacerbados), el europeo posterior a 1945 desconfía de cualquier afirmación de la identidad colectiva y concibe la comunidad política como un orden jurídico abstracto, sin carne histórico-cultural, abierto a todos, vengan de la cultura que vengan[17]. “El nacionalismo es la guerra”, dijo Mitterand en Estrasburgo. Comenta Delsol: “[U]na idea generosa y falsa anida en los cerebros europeos: borremos las identidades, olvidémoslas, y, abolidas las razones para combatir, se establecerá la paz... Olvidemos las religiones: nunca más la noche de San Bartolomé. Olvidemos las naciones: nunca más las trincheras de 1914 (…) Olvidemos las ideologías: nunca más Auschwitz ni Kolyma”[18].

Raymond Aron escribió: “A los europeos les gustaría apearse de la historia, de la grande histoire, de la historia que se escribe con letras de sangre. Otros, que se cuentan por centenares de millones, desean entrar en ella”[19]. En efecto, los europeos –desde 1945, y más aún desde 1968– han construido un “paraíso kantiano” (Robert Kagan) postidentitario, postnacional, postbélico, post-religioso y casi post-histórico. Pero el problema es que el resto del mundo no está dispuesto a apearse de la historia, ni a renunciar a sus respectivas identidades: al contrario, como diagnosticó Huntington, tras el final de la Guerra Fría se ha producido –en todas partes menos en Occidente– un “retorno a las raíces” y una reafirmación de las identidades civilizacionales.

Habiendo demonizado y abdicado de su propia identidad histórico-cultural, los europeos tienen dificultades para entender que los no occidentales sigan valorando tanto la suya. De ahí que el progresista rechace el concepto de choque de civilizaciones. Lo cual se manifiesta, por ejemplo, en la insistencia en exculpar al Islam de los atentados yihadistas: los terroristas no serían verdaderos musulmanes. Se insiste en buscar causas socio-económicas para los problemas planteados por la inmigración, sea el terrorismo, sean los guetos y no go zones. Lo formulé así en otro lugar: “Los disturbios franceses del otoño de 2005 (miles de coches quemados) recibieron todo tipo de explicaciones: expresión de un malestar social debido a la 'exclusión', o al 'paro', o al 'racismo'; hormonas juveniles; simple gamberrismo, ajeno a toda connotación ideológica o cultural…; cualquier explicación servía, con tal de que no mentara la bicha del choque de civilizaciones. No importaba que los alborotadores fueran en gran parte de origen magrebí y gritasen 'Allahu akbar!': aunque ellos no lo supiesen, no estaban manifestando su odio a la cultura occidental; en realidad, estaban protestando (inconscientemente) por las 'injustas políticas económicas del gobierno de derechas'”[20].

La prohibición de toda autoafirmación occidental se refleja también, finalmente, en la negativa a tomar en consideración la que a todas luces sería la opción más sensata: la promoción de la natalidad europea[21]. Frente al grave problema demográfico, ¿no sería preferible intentar conseguir que los europeos recuperasen la vieja costumbre de engendrar hijos, en lugar de apostar por una inmigración económicante costosa y culturalmente inasimilable? No debería ser misión imposible: las políticas natalistas han tenido éxito en el pasado (por ejemplo, en el gran baby boom de la segunda posguerra, más espectacular en Francia que en Alemania porque en el Hexágono, como demostrara el demógrafo Alfred Sauvy, se aplicaron medidas pro-natalidad más ambiciosas). Algunos Gobiernos de Europa del Este –especialmente el húngaro y el polaco– formulan la disyuntiva con toda claridad: si no queremos inmigración extraoccidental, debemos fomentar la natalidad nacional. Pero a esos Gobiernos se les hostiga desde la Unión Europea y se les retrata en los medios como populistas y fascistoides[22].


[1] Laurent Dandrieu, Église et migration: Le grand malaise, Presses de la Renaissance, París, 2017, p. 169.

[2] “En Francia, todo el mundo tiene derecho a estar orgulloso de su identidad (…) salvo los franceses de cultura francesa. Cada vez que exigen el respeto de su identidad, pueden verse acusados de racismo, de xenofobia y ahora de islamofobia. (…) Esta humillación se transforma poco a poco en sorda cólera. Como siempre en situaciones parecidas, habrá un movimiento de péndulo” (Malika Sorel-Sutter, Décomposition française: Comment en est-on arrivé là?, Fayard, París, 2016, p. 130).

[3] Robert Redeker, L’école fantôme, Desclée de Brouwer, París, 2016, p. 82.

[4] Como explica Michèle Tribalat, el modelo de la asimilación no puede funcionar sin un grado suficiente de autoestima colectiva en la sociedad de acogida: “El modelo de la asimilación requiere, de parte de los nativos [de la sociedad anfitriona], confianza en sí mismos, la convicción de que parecerse a ellos no es lo peor, sino más bien lo mejor que podría ocurrirles a los recién llegados” (Michèle Tribalat, Assimilation, cit., p. 240).

[5] Jean-Paul Sartre, “Préface”, en Frantz Fanon, Les damnés de la terre [1961], La Découverte, París, 2004.

[6] “Del existencialismo al deconstruccionismo, todo el pensamiento moderno se agota en la denuncia mecánica de Occidente, cuya hipocresía, violencia, abominación, son siempre subrayadas (…) El remordimiento ha dejado de estar vinculado a circunstancias históricas precisas [colonización, etc.]; pasa a convertirse en dogma (...) El deber de penitencia (...) prohíbe al bloque occidental, culpable desde y para la eternidad, juzgar, combatir a otros regímenes, otros Estados, otras religiones. Nuestros crímenes pasados nos obligan a mantener la boca cerrada. Nuestro único derecho es el silencio. Un silencio que ofrece después a los arrepentidos los consuelos de la humildad y la discreción. La inhibición, la neutralidad, serán nuestra redención” (Pascal Bruckner, La tyrannie de la pénitence: Essai sur le masochisme occidental, Bernard Grasset, París, 2006, pp. 14-15).

 

[7] “Hemos subestimado la especificidad del Islam presumiendo que los musulmanes no resultarían más difíciles de asimilar que los [antiguos] inmigrantes de procedencia europea. Tampoco supimos prever que podrían volverse cada vez más hacia la religión y preservarían su potencial demográfico mejorando la transmisión [de su religión y cultura a sus descendientes] y practicando una endogamia muy estricta” (Michèle Tribalat, Assimilation, cit., p. 312).

[8] “El movimiento masivo de millones de personas hacia Europa no sería tan peligroso (…) si no fuese porque –casualmente o no– coincide con un momento en que Europa ha perdido la fe en sus creencias, sus tradiciones y su legimitidad. (…) El mundo viene hacia Europa precisamente en el momento en que Europa ya no sabe lo que es. La migración de millones de personas hacia una cultura fuerte y asertiva quizás hubiese podido funcionar, pero no funcionará si la cultura anfitriona se siente culpable, hastiada y agonizante” (Douglas Murray, The Strange Death of Europe: Immigration, Identity, Islam, Bloomsbury, Londres-Nueva York, 2017, pp. 3 y 7).

[9] “El modelo francés de integración debe ceder paso [dicen los progresistas, criticados por Sorel] a una política de inclusión hecha de esfuerzos recíprocos entre el migrante y la sociedad de acogida: 'La nueva política (…) [no debe inspirarse en] la lógica cerrada de los derechos y deberes, sino en otra lógica colectiva de esfuerzos compartidos: el vuestro y el mío, para que seamos frances juntos. La sociedad que integra se transforma ella misma tanto como aquél al que integra' [Sorel cita el informe La Grande Nation pour une société inclusive, de Thierry Tuot, asesor de François Hollande]” (Malika Sorel-Sutter, Décomposition française, cit., p. 264).

[10] Comunicado de prensa de la sesión 2618 del Consejo de Justicia y Asuntos Internos (Bruselas, 19 Noviembre 2004), citado por Michèle Tribalat, op.cit., p. 286.

[11] Emmanuel Brenner [Georges Bensoussan], Les territoires perdus de la République, Pluriel, París, 2015.

[12] “La secularización inexorable de los musulmanes, una vez establecidos en Europa, era una ilusión mantenida por sociedades muy secularizadas –y especialmente por sus élites– que no imaginaron para las poblaciones venidas a instalarse en Europa otro destino que el propio” (Michèle Tribalat, op. cit., p. 312).

[13] “Francia ya no está constituida por un pueblo, sino por varios, cada uno dotado de sus propios fundamentos culturales” (Malika Sorel-Sutter, Décomposition française, cit., p. 105). “La atracción que ejercen los países europeos se basa en su nivel de vida y su protección social, no en su prestigio cultural o histórico. Que uno se instale en Francia no significa que la admire y se sienta honrado por formar parte de ella. Buena parte de las élites, por lo demás, velan por que la imagen [de Francia] sea lo bastante repulsiva para hacer imposible la admiración. El eslogan anti-Frente Nacional 'No nos dejéis solos con los franceses' dice lo suficiente sobre este auto-odio” (Michèle Tribalat, op. cit., p. 243).

[14] Entrevista con François-Laurent Balssa, Diciembre 2010.

[15] Gilles Lipovetsky, La era del vacío: Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona, 1987, p. 8.

[16] Michel de Jaeghere, La compagnie des ombres, Les Belles Lettres, París, 2016, pp. 395-396.

[17] Viene a ser también el análisis de Pierre Manent: “Hemos quedado separados de nuestra historia por la cortina de fuego de los años 1914-1945. Antes: una historia culpable, ya que culmina en el barro de las trincheras de la Gran Guerra y en la rampa de Auschwitz. Después: henos aquí resurgidos (…) en las hechuras de una democracia por fin pura, es decir, no nacional, cuyo único programa político es conservar su inocencia” (Pierre Manent, La raison des nations: Réflexions sur la démocratie en Europe, Gallimard, París, 2006, p. 47). También Michèle Tribalat considera que los europeos se prohíben a sí mismos todo orgullo identitario –y, más aún, se sienten obligados a respetar el orgullo identitario de los otros– a causa de los desastres de 1914-45: “Si insistimos en ver en el Otro la figura de la víctima, es quizás para mantener viva la memoria de las cosas horribles de las que fuimos capaces y que, si no nos mantenemos vigilantes, estarían siempre prestas a volver a apoderarse de nosotros” (Michèle Tribalat, Assimilation: La fin du modèle français, cit., p. 239).

[18] Chantal Delsol, “L’affirmation de l’identité européenne”, en Chantal Delsol, Jean-François Mattéi, L’identité de l’Europe, Presses Universitaires de France, París, 2010, pp. 1-2.

[19] Raymond Aron, Pensar la guerra: Clausewitz, Centro de Publicaciones del Ministerio de Defensa, Madrid, 1993, p. 284

[20] Francisco J. Contreras, Liberalismo, catolicismo y ley natural, Encuentro, Madrid, 2013.

[21] “Las proyecciones demográficas de Eurostat hacen reposar la supervivencia demográfica de la UE-27 enteramente sobre la inmigración. ¿Sesgo ideológico, hemiplejia, orejeras, voluntad de acostumbrar a los europeos a una transformación colosal de la población del continente que la Comisión Europea considera inexorable? (…) Se hace difícil no ver en ello una posición dogmática que aspira a presentar el recurso a la inmigración como inevitable, y a asegurarse de que los pueblos europeos terminen plegándose a ello (…) Sin embargo, se podría invertir sin dificultad el argumentario. En efecto, ¿qué hay de glorioso en contar con los otros para resolver los problemas propios? ¿Qué hay de valeroso en hacer venir inmigrantes esperando que tendrán los hijos que nosotros ya no engendramos?” (Michèle Tribalat, Assimilation: La fin du modèle français, cit., pp. 102-103).

[22] “Viktor Orban se está erigiendo en referente (…) del sector creciente de europeos que no aceptan que el futuro del continente tenga que ser uno de fronteras abiertas y gran sustitución de la población nativa por inmigrantes africanos y asiáticos. De ahí las críticas de Orban a Merkel, y de ahí también su firmeza inflexible en el control de las fronteras nacionales, que le ha ganado acusaciones de insolidaridad de las autoridades de Bruselas. (…) Es cierto que Hungría, como otros países de Europa oriental, no tienen apenas presión inmigratoria ni población extraeuropea. Precisamente por eso, están todavía a tiempo de plantear las cosas de otra forma, apostando por la revitalización de la natalidad nacional como solución para el invierno demográfico. (…) Naturalmente, relanzar la natalidad nacional requiere a su vez fortalecer las familias y proteger la vida. Por ese lado, la agenda de Orban entra en rotunda colisión con el proyecto neomarxista de ideología de género, reivindicaciones LGTB, feminismo radical…” (Francisco J. Contreras, “Hungría en el banquillo”, Actuall.com, 13 Septiembre 2018).

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