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TRAS EL 7-J

Es hora de que los estoicos británicos se hagan notar

Una forma de medir cualquier ataque terrorista es examinar si los asesinos lograron todo lo que pretendían. El 11 de septiembre del 2001 Al Qaeda pretendía secuestrar cuatro aviones, y logró capturar cada uno de ellos. Si hubieran intentado tomar otros 30 aviones entre las 7.30 y las 9.00 de esa mañana, ¿quién puede dudar de que habrían mantenido su prístino 100% de éxito?

Una forma de medir cualquier ataque terrorista es examinar si los asesinos lograron todo lo que pretendían. El 11 de septiembre del 2001 Al Qaeda pretendía secuestrar cuatro aviones, y logró capturar cada uno de ellos. Si hubieran intentado tomar otros 30 aviones entre las 7.30 y las 9.00 de esa mañana, ¿quién puede dudar de que habrían mantenido su prístino 100% de éxito?
La bandera del Reino Unido.
Durante la larga guerra del IRA contra la Corona Británica dos generaciones de políticos señalaron que siempre habría una inoportuna "grieta en el sistema" por la que se deslizarían los terroristas. Pero en el 11 de Septiembre el fracaso del sistema fue total.
 
El jueves Al Qaeda atacó un autobús y tres trenes del metro de Londres. De haber fijado su atención más allá de la Central Zone, de haber intentado volar treinta trenes a lo largo de del mapa de metro, desde Uxbridge a Upminster, ¿quién puede dudar de que también habrían tenido éxito? En otras palabras, la escala de la carnicería sólo fue contenida por la ambición de los asesinos y sus recursos humanos.
 
La diferencia es que el 11 de Septiembre vino de la nada, literal y políticamente; el 7 de Julio llegó cuatro años después de que el Gobierno de Su Majestad diera prioridad al terrorismo y a la "seguridad" por encima de todo, pero el índice de fracaso siguió siendo del 100%.
 
Aaron Barschak se plantó en la fiesta de cumpleaños del príncipe Guillermo vestido de Ben Laden.Tras los atentados de Madrid me vi sorprendido por un aluvión de "cómicas" brechas de seguridad en Londres: dos tíos de Greenpeace se encaraman hasta la cúspide de la St. Stephen's Tower, en el Palacio de Westminster; un reportero del Daily Mirror se hace pasar por un criado temporal en el Palacio de Buckingham una semana antes de que Bush fuera de visita; un tipo parecido a Osama ben Laden se cuela en la fiesta de cumpleaños del Príncipe William. Como escribí el pasado marzo: "La historia se repite: farsa, farsa, farsa, pero antes o después la tragedia está destinada a hacer su aparición. La incapacidad del Estado para proteger hasta los tres objetivos más altos del reino –la reina, su heredero, su Parlamento– debería recordarnos que una guerra defensiva contra el terrorismo asegura terrorismo".
 
Para crédito de las tres farsas de alto nivel, hoy tenemos esa tragedia de alto nivel, de impresionante sincronización. La yihad, a través de una de sus subsidiarias que operan independientemente pero pertenecientes a ella, programó una atrocidad para el inicio de la cumbre del G-8 y logró realizarla completamente, en un momento en que los puertos y aeropuertos y la seguridad interna de una pequeña isla, todo, se suponía estaba en alerta máxima. Eso es toda una hazaña. La única buena nueva es que las bombas eran pequeñas, según los estándares que se ven por ahí fuera. Un día no lo serán.
 
Por supuesto, se habían desplegado muchos recursos en Escocia para hacer frente al patético llamamiento del vetusto rockero Sir Bob Geldof a que un millón de simplones cayeran sobre la cumbre del G-8 y ataran a la policía con su lamentable ensimismamiento narcisista: las marionetas de Bush y Blair en papel maché, el sucedáneo de tamborileo étnico, etcétera.
 
Hoy, la elección de los británicos es si quieren ser australianos post Bali o españoles post Madrid. Esa no debería ser una decisión difícil. Pero es fácil ponerse delante de una cámara y declarar estentóreamente que "el pueblo británico nunca se rendirá al terrorismo". En realidad, a menos que esté claro lo primordial de una amenaza, la mayoría de los pueblos democráticos y sus líderes políticos prefieren ver las malas noticias como un fastidio marginal que puede colocarse en el extrarradio de sus preocupaciones.
 
Eso es lo que pensó Gran Bretaña en los años 30, cuando Hitler esclavizaba Checoslovaquia y Neville Chamberlain desdeñaba a ésta diciendo que era "un país pequeño del que sabemos poco". Hoy, el país remoto del que los británicos saben poco es la propia Gran Bretaña. Los terroristas tradicionales –el IRA, los separatistas vascos– operan cerca de casa. El islamismo se proyecta lejos, hasta cualquier punto del planeta, con una facilidad fuera del alcance de la mayoría de los ejércitos del G-8. Las pequeñas células operan en los rincones y rendijas de una sociedad libre, mientras la clase política parece casi inconsciente de su existencia.
 
Esta trágica imagen de Daniel Pearl dio la vuelta al mundo.¿Aprendimos bastante, por ejemplo, del caso del jeque Omar? Es el tipo condenado por el secuestro y decapitación en Karachi, Pakistán, de Daniel Pearl, del Wall Street Journal. Normalmente es descrito como "paquistaní", pero en realidad es ciudadano del Reino Unido, con un currículum tan inglés como el que más: nacido en el Whips Cross Hospital, educado en la Nightingale Primary School de Wanstead, la Forest School de Snaresbrook y la London School of Economics. Viaja con pasaporte británico.
 
O véase a Abdel Karim al Tuhami al Majati, un miembro veterano de Al Qaeda procedente de Marruecos asesinado por las fuerzas de seguridad saudíes en Al Ras el pasado abril. Una de las esposas de Al Majati es ciudadana belga y reside en Gran Bretaña. En Pakistán, los yihadistas hablan abiertamente de Londres como el puente terrorista hacia Europa. Teniendo en cuenta a los yihadistas británicos que han sido localizados en Afganistán, Pakistán, la India, Israel, Chechenia y Bosnia, sólo un tonto creería que no hay planes para algo más cerca de casa –o, en su lugar, "en casa".
 
La mayoría de los británicos sólo puede especular acerca del grado de penetración islamista en el Reino Unido, porque simplemente lo ignoran, y la devoción por la multiculturalidad exige que se mantengan en la oscuridad. La izquierda británica no ha sido la única escéptica ante la guerra contra el terror de Washington. El ex secretario de Exteriores Douglas Hurd y otros muchos nobles conservadores han sido abiertamente despectivos con la Doctrina Bush. Sin duda, Lord Hurd hubiera preferido una política de indiferencia urbana, como la que promovió en relación a los Balcanes a comienzos de los años 90. Probablemente siga desconociendo que el jeque Omar era un estudiante inglés no practicante, bebedor de cerveza y jugador de ajedrez que escuchaba pop hasta que fue radicalizado por las matanzas de musulmanes bosnios.
 
Abdel Karim al Tuhami al Majatí era otro musulmán europeizado radicalizado por los 250.000 cadáveres de Bosnia. El hecho de que la mayoría de nosotros no estuviera al tanto de las consecuencias del letargo de la UE en Bosnia hasta que esa política de gallina tuvo repercusiones en el gallinero una década después debería dar que pensar: era lo que Donald Rumsfeld, en una observación ridiculizada por muchos imbéciles mediáticos, caracterizó como una "doble incertidumbre": un factor vital tan exitosamente oculto que ni siquiera sabes que existe.
 
Éste es el principio de una larga lucha existencial. Es difícil no conmoverse con la imagen de los londinenses yendo a trabajar con calma, como de costumbre, a pesar del terrorismo. Pero si la clase política sigue como de costumbre, lo suyo no sería fortaleza ante la adversidad, sino comportarse como una secta suicida. La pregunta, ahora, es: ¿volverán los británicos a la agenda fantástica de Bob Geldof u honrarán a sus muertos?
 
 
© Mark Steyn, 2005.
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