Menú
y 3. ENIGMAS DE LA HISTORIA

¿Existió el divorcio en el cristianismo primitivo?

Distintos padres de la iglesia –orientales, griegos e incluso occidentales– consideraron durante los cinco primeros siglos de historia del cristianismo que el divorcio era lícito en ciertas situaciones. Éstas incluían siempre el adulterio.

En las dos entregas anteriores mostramos cómo, a pesar de considerar que se trataba de un hecho dramático y no deseable, el divorcio fue aceptado en la enseñanza de Jesús, en la práctica apostólica y en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia. No debería por ello sorprender que la disciplina eclesial caminara durante siglos en la misma dirección. Los ejemplos que encontramos al respecto en las fuentes históricas son muy numerosos y, como ya hicimos en el caso de los Padres de la iglesia, indicaremos tan sólo algunos botones de muestra.

El concilio de Arles (314) señaló así en su canon décimo que los hombres cuyas esposas han cometido adulterio podían tomar otra esposa aunque debería recomendárseles que, si era posible, no lo hicieran. Al respecto, san Agustín comentaría: “Los Padres de este célebre concilio no imponen ningún castigo sino que se limitan a aconsejar. Así, los Padres de la Iglesia no dicen que esté prohibido (el tomar una nueva esposa tras el divorcio)”. El canon segundo del concilio de Vannes (461) señalaba que el divorcio era lícito si el adulterio del cónyuge se había comprobado. El concilio de Agde (506), celebrado bajo la presidencia de san Cesáreo de Arles, estimaba también lícito el divorcio por adulterio pero exigía la previa declaración de culpabilidad del que hubiera cometido adulterio. Si todos estos concilios —en el seno de la iglesia católica— encajan dentro de la interpretación del término “salvo por causa de fornicación” como adulterio “stricto sensu”, no faltaron tampoco los que, al parecer, la interpretaron en un sentido mucho más amplio.

Uno de esos casos fue el del primer concilio de Inglaterra, celebrado en Hereford en 673 bajo la presidencia de san Teodoro de Canterbury, y que estableció numerosas causas de divorcio. Citemos algunas a título de ejemplo: “Si un esclavo y una esclava han sido unidos en matrimonio por su amo y más tarde uno de los cónyuges obtiene la libertad y el otro no ha podido obtenerla, el que está libre puede casarse con otra persona libre” (13, 5); “A un hombre cuya mujer ha sido capturada por el enemigo y no puede liberarla, se le permite tomar otra esposa... Y si la primera esposa vuelve más tarde, no está obligado a tomarla nuevamente si ya tiene otra. Ella misma puede tomar otro marido, si sólo había tenido uno con anterioridad” (13, 31); “Si la esposa ha sido llevada al cautiverio por la fuerza, el marido puede tomar otra esposa después de un año” (13, 61); “El laico cuya mujer lo haya abandonado puede, con el consentimiento del obispo, tomar otra esposa después de dos años” (13, 140); “Si una mujer abandona a su marido por no tenerle respeto y se niega a volver para reconciliarse con él, le será permitido al marido, con el consentimiento del obispo, tomar otra esposa después de cinco años” (13, 19); “Si la esposa de alguien ha cometido adulterio, se le permite a él despedirla y tomar otra... A ella, si consiente en hacer penitencia por sus pecados, se le permite tomar marido después de cinco años” (2, 5, 5).

Las razones, como podemos ver, no se limitan al adulterio en un sentido estricto (aunque también lo incluyen) sino que se extienden a otras conductas que podrían encajar en lo que hemos denominado adulterio en un sentido más amplio como el abandono, la falta de respeto, el rapto, etc.

Esta tendencia a considerar las causas de divorcio con notable amplitud resulta muy acentuada en el concilio de Verberie (752), cuyos cánones permitieron a la esposa “casarse con otro” si el padre mantenía relaciones sexuales con la hija (canon 2); o al marido “despedir a la esposa y tomar otra” si se descubría que ésta había “buscado, en conspiración con otros, matar al marido” (canon 5). Las razones para permitir el divorcio y las nuevas nupcias nos resultan especialmente contemporáneas, por ejemplo, cuando el canon 9 se lo autoriza al marido que había tenido que marchar a otro lugar por razones de trabajo y al que la esposa se hubiera negado a seguir. De éste se dice explícitamente que “puede tomar otra esposa” (canon 9). Igualmente, el marido podía tomar otra esposa si ésta se había acostado con su hijastro (canon 10). Como podemos observar, el divorcio no sólo era contemplado en estos cánones como algo lícito en caso de adulterio en sentido estricto sino también cuando se producían abusos contra menores, intento de homicidio o incluso una disparidad de criterio de los cónyuges sobre el lugar en que debían residir.

Semejante actitud conciliar no fue, desde luego, excepcional y no deja de ser bien significativo que se repitiera en concilios celebrados en la misma Roma, sede del papa. Así, un concilio romano celebrado durante el pontificado del papa Esteban II (752-757) se mostraba en esas mismas fechas más moderado pero en su canon 36 establecía la posibilidad de “abandonar a la esposa con quien ha tenido relaciones conyugales y después casarse con otra” si se había producido adulterio o uno de ellos decidía entrar en la vida religiosa. En 825, un nuevo concilio celebrado en Roma volvió a promulgar este canon 36.

A finales del siglo IX, comenzamos a encontrar una visión distinta, y más restrictiva, en la iglesia católicorromana —no así en la ortodoxa ni en las orientales— pero aún tardará un tiempo en imponerse. Por ejemplo, el concilio de Nantes de 875 en su canon 12 ya señala que el adulterio es causa de separación pero no de divorcio ya que “el marido no podrá tomar otra esposa por razón alguna mientras la primera viva”. Sin embargo, aún así, el papa Celestino III (1191-1198) ratificó una decisión diocesana que permitía a una mujer volver a casarse ya que su marido había apostatado. Su sucesor, el papa Inocencio III, por el contrario, afirmó que la apostasía no era base para el divorcio “a pesar de que cierto antecesor nuestro en apariencia mantuvo otra opinión”. El cambio es notable pero el paréntesis temporal no era inferior a los tres siglos y ciertamente se trató de una época en que los cambios en el cristianismo occidental no se limitaron a la cuestión de la licitud del divorcio.

Resumiendo, pues, podemos ver que hasta el siglo IX, es decir, durante más de ochocientos años de historia del cristianismo, el divorcio fue considerado lícito en toda la cristiandad sin excluir la occidental. Entre las causas para su licitud se incluyó siempre el adulterio y casi siempre el abandono conyugal. Sin embargo, no faltaron sínodos que además incluyeron entre las causas de divorcio otras como la cautividad, el paso a la vida religiosa de uno de los cónyuges, el incesto, el intento de homicidio, la ausencia de acuerdo en el lugar de residencia, la falta de respeto, etc. En ningún caso da la impresión de que hubiera dejado de considerarse que el divorcio era una desgracia y que hubiera resultado preferible que no se hubiera producido. No obstante, llegados a situaciones como las mencionadas, igualmente se reputaba totalmente lícito el divorcio seguido de la posibilidad de contraer nuevo matrimonio.

A partir del siglo IX, esta situación cambió de manera radical pero sólo en Occidente. Si en el seno de las iglesias orientales y ortodoxas —y a partir del siglo XVI en las reformadas— se siguieron aceptando excepciones al principio de condena del divorcio, en el de la iglesia católica se fue articulando una oposición total y absoluta que sólo respetaría la tradición de siglos en la conservación del denominado “privilegio paulino”. Se trataba, sin duda, de una importante mutación pero las razones para la misma constituyen, como diría Kipling, “otra historia”.

0
comentarios