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COMER BIEN

Gastronomía: ¿A quién no le gustan?

No hace falta encargar ninguna encuesta para saber que la guarnición abrumadoramente preferida por los consumidores españoles, y también por los franceses, son las patatas fritas; todos estaremos de acuerdo en que un bistec sin patatas fritas es... medio bistec.

Por eso resulta tan frustrante la creciente dificultad de conseguir que, fuera de casa o fuera de tantas modélicas "casas de comidas" o modestos restaurantes de menú del día y clientes habituales, le pongan a uno delante unas sencillas patatas fritas bien hechas y, sobre todo, recién hechas. En dos experiencias recientes nos sentimos muy frustrados. Las cartas anunciaban, respectivamente, chuletitas de cordero —que, por otra parte, estaban riquísimas— y huevos fritos, también excelentes. El enunciado seguía con un prometedor "con patatas"... y una última palabra que nos hizo perder las grandes ilusiones que albergábamos: esa palabra era "panadera". No eran patatas fritas, no; eran patatas panadera.

Conste que uno no tiene nada —bueno; casi nada— contra las llamadas patatas "panadera". Si están recién hechas pueden estar hasta ricas. Pero no es el caso: las patatas panadera, por lo general, se hacen a primera hora, se dejan a un lado y se les da un calentón cuando hay que servirlas. Y no. Lo que llega a la mesa es cualquier cosa menos algo apetitoso. Las patatas llevan muy mal cualquier intento de recalentado.

Las patatas fritas tradicionales, las que los anglófonos llaman, o llamaban hasta la aventura iraquí, "french frites", conocidas en principio como patatas "Pont Neuf", son otra cosa. Reconozco que dan bastante lata; pero son inigualables. Verán ustedes por ahí, en libros de autores importantes, que se prescribe una doble fritura: primero a unos 150 grados y después a 180. No hace falta; más bien suena a recurso de restaurante, en el que la primera fritura sería la "mise en place" y la segunda, justo antes de servirlas, el "acabado". Este procedimiento me suena más a patatas "souflées", que son otra cosa; deliciosa, pero otra cosa.

Para hacer unas buenas patatas fritas necesitarán, ante todo, patatas. Cuiden de que no sean harinosas ni viejas: no salen bien. Pélenlas y córtenlas en los clásicos "bastones", procurando que les queden todos aproximadamente del mismo tamaño, para evitar que unos se frían antes que otros. Una vez cortadas, lávenlas bien y no se contenten con escurrirlas: séquenlas concienzudamente con un paño. Si tienen agua, se apelmazarán, se pegarán unas a otras, y las patatas fritas han de estar bien sueltas. Así las cosas, pongan en sartén honda, o en freidora, una buena cantidad de aceite y caliéntenlo. Hoy no es ya normal freír patatas en otras grasas; antes se utilizaba manteca de cerdo y, sobre todo en Francia, sebo de riñón de vaca. La grasa de pato, sin embargo, hace unas patatas fritas riquísimas; en casa las hacemos así, cortadas no en bastones, sino en cuadraditos, para acompañar al mismo "confit" de pato del que procede la materia grasa.

Ojo a la temperatura del aceite: si está demasiado frío, las patatas no se freirán: se cocerán. Si por el contrario, está demasiado caliente, tampoco se freirán por dentro: se tostarán por fuera, se arrebatarán. En teoría, el aceite debe empezar a humear, lo que ocurre a 180 grados; al echar las patatas bajará su temperatura a unos 160, y es así como hay que hacerlas. No pongan demasiadas patatas cada vez: han de estar holgadas, sin "nadar" pero cómodas, manteniendo su individualidad. Remuévanlas de vez en cuando con ese utensilio al que nunca se dará toda la importancia que tiene, la espumadera, una de las no demasiadas cosas absolutamente imprescindibles en una cocina.

Cuando juzguen que están a su gusto, vayan retirándolas con esa espumadera y escúrranlas muy bien, de modo que no les quede grasa; pónganlas en un escurridor. Ese será también el momento de espolvorearlas con sal muy fina... si no lo han hecho antes, después de secarlas, que en esto hay división de opiniones, porque algunos autores sostienen que si se salan antes se pegan unas a otras, y otros que si se salan después no toman la sal. Mi experiencia confirma más esto último que lo primero, de modo que...

De ahí, a la mesa, escoltando al clásico bistec, a una chuleta de cerdo, a unas chuletillas de cordero, a un par de huevos fritos, a unas croquetas caseras... Bien calientes, de la sartén o freidora al plato: las patatas fritas no pueden esperar por el comensal, sino que ha de ser éste quien espere por ellas. Por eso no somos nada partidarios de la doble fritura. Naturalmente, a cada uno le gustan las patatas fritas a su manera. En mi caso, más amarillitas que tostadas, un poco crujientes, ni blandas ni resistentes. Eso sí: muchas. No me canso de comer patatas fritas, "vicio" que creo compartir con un número nada escaso de ciudadanos.

Que las patatas fritas, seguramente, nos resultan uno de esos sabores de infancia que encantan al niño que todos llevamos dentro. O, sencillamente, y sin buscar otras razones, que están... buenísimas.
 
 
© Agencia Efe
 


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