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COMER BIEN

Gastronomía: ¿Ajito al nene...?

Quien haya tenido la fortuna de leer la desternillante Vida del repelente niño Vicente, del genial Rafael Azcona, recordará sin duda la disertación que el bebé Vicente le endilgó a una señora que, sin duda llena de buenas intenciones, se acercó a su cuna a hacerle una gracia a la voz de “ajito al nene”.

El pobre Vicente protestó airadamente ante lo que él consideraba una agresión a su todavía no formado paladar. Razón no le faltaba, como no le falta a quienes, ya adultos, entienden, como entendía Julio Camba, que el ajo es, cuando no se sabe utilizar con cierta prudencia, uno de los principales problemas de la cocina española tradicional.

El ajo, en efecto, “lo arrasa todo”, en palabras de otro ilustre escritor, Josep Pla. Y, como afirmaban Pla y Camba, no hay ningún inconveniente en que unas sopas de ajo sepan a ajo, pero sí en que en un plato de gambas, de angulas o de pollo, por citar tres casos clásicos de recetas “al ajillo”, todo sepa exclusivamente a ajo. El ajo es un factor más de división del género humano. Y de división radical, además: o se es partidario, o se es enemigo; no caben medias tintas. Para la mayor parte de los habitantes de la cuenca mediterránea, su aroma es todo un perfume gastronómico; para la generalidad de los anglosajones, una auténtica peste.

Ni tanto, ni tan calvo. El ajo, en efecto, lleva milenios siendo ingrediente habitual de la cocina mediterránea; digamos que es “la cuarta planta”, el D'Artagnan que acompaña a esos tres mosqueteros que son la vid, el olivo y el trigo. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los frutos de estas tres plantas, que no solemos usar tal como los da la planta, sino transformados en vino, aceite y pan, respectivamente, el ajo lo utilizamos tal cual. Y es fuerte, para qué lo vamos a negar. Sobre todo cuando no se toman precauciones. Todos hemos tenido que soportar, y más de una vez, platos inundados de ajo quemado o, si no quemado, de una presencia aplastante, apabullante, anuladora de cualquier otra virtud gastronómica de la receta en cuestión. Y no es eso. Porque también hemos disfrutado todos de espléndidos bacalaos al pil-pil, por no citar más que un plato emblemático inimaginable sin ajo. Ajo hay en la mayor parte de los embutidos españoles, y ni se nota; si se nota, malo. Y ése es el problema: que muchas veces se nota demasiado.

El ajo, como todas las especias, como todas las hierbas aromáticas, ha de ser un matiz más del plato. No su protagonista, ni siquiera en las mencionadas sopas de ajo, ni siquiera en esa sublimación de las sopas de ajo que prepara Manolo de la Osa en su restaurante de la capital española —¿o es mundial?— del ajo, Las Pedroñeras, dicho sea sin ánimo de molestar a los productores de Falces o de Chinchón. Entonces, ¿qué buscamos al utilizar ajo en nuestras recetas? No se diga que de lo que se trata es de disimular sabores un tanto alterados, porque lo único que cabe hacer con alimentos cuyo sabor se ha visto alterado por el paso del tiempo es hacerles ocupar su correspondiente lugar en el cubo de la basura.

Lo que buscamos cuando usamos el ajo es su mejor virtud: su aroma, que en efecto puede ser todo un perfume, a condición de ser prudentes. El ajo puede alegrar un plato que, sin él, pecaría de soso; pero le pasa como a los chistes, que uno a tiempo puede salvar una velada... mientras que un “chistoso” pertinaz la puede arruinar.

En casa somos usuarios del ajo, pero del ajo, digamos, “domado”. Si, por ejemplo, nos hacemos con unas gambas que están reclamando ser hechas al ajillo, procedemos a cocinarlas en un aceite que antes hemos perfumado con ajo, pero no a llenarlas de dientes de ajo. Digamos que ponemos buen aceite de oliva en una sartén, o en una cazuela, y le incorporamos un par de dientes de ajo convenientemente pelados y divididos en láminas; también añadimos al conjunto una o dos, según, pimientas de Cayena. Dejamos que las láminas de ajo adquieran un atractivo color dorado, más pálido que fuerte, sin permitir jamás que viren hacia ese tono marrón que indica que el ajo ha empezado a achicharrarse y que es anuncio de un indeseable sabor amargo que impregnaría aceite y gambas. Cuando el ajo ha alcanzado el punto de coloración requerido, lo retiramos de la sartén, junto con las cayenitas, con el impagable auxilio de ese invento de un indudable benefactor de la humanidad que conocemos como “espumadera”. Conseguido que en el aceite no quede en suspensión ningún recurso sólido, pensamos en las gambas.

Que, claro, estarán en perfecto estado de revista: decapitadas, peladas y desprovistas de su intestino, que es esa línea oscura que les recorre el dorso y que jamás debería llegar a la mesa. Las salteamos al punto deseado, y a la mesa, con un fondito de aceite perfumado en el que mojar pan a discreción. Así, el ajo no sólo no molesta: gusta. Claro que, en casa, esas láminas de ajo doraditas acaban, aún calentitas, ocupando la superficie de sendas rebanadas de pan, sobre las que, con el añadido de unas arenitas de sal, se convierten en un, si quieren, racial... pero delicioso aperitivo.

© Agencia Efe


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